– Me espiaste mientras lo escribía, ¿verdad? En la ficha de la recepcionista. Me di cuenta de que estabas observándome.
– Chapel Lane número 3, Spilling. Lo siento. ¿Preferirías que no lo supiera?
– En cierto modo sí -dijiste-. Porque esto debe ser algo totalmente seguro. Ya te lo dije. -Entonces te sentaste y te pusiste las gafas-. No quiero que esto acabe. Quiero que dure mucho tiempo, toda mi vida. Tiene que ser algo seguro al cien por cien, algo totalmente al margen del resto de mi vida.
Lo entendí de inmediato y asentí con la cabeza.
– Pero… ahora la recepcionista del Traveltel también sabe tu dirección -repuse-. ¿Y si te mandan una factura o algo así?
– ¿Por qué iban a hacerlo? Siempre pago antes de irme.
¿Hace que las cosas sean más fáciles el hecho de seguir un ritual burocrático antes de irte, esa pequeña ceremonia que se desarrolla en la frontera que hay entre nuestras vidas y tu otra vida? Ojalá pudiera hacer algo parecido antes de irme. Siempre me quedo a pasar la noche -aunque dejo que tú pienses que sólo lo hago de vez en cuando-y salgo a toda prisa del Traveltel a la mañana siguiente; apenas me paro para sonreírle a la recepcionista. En cierto modo me parece demasiado informal, demasiado rápido y fácil.
– No hay nada que mandar -dijiste-. En cualquier caso, Juliet ni siquiera abre su propio correo, y mucho menos el mío.
Capté un ligero tic en tu mandíbula inferior y cierta tensión en tu boca. Siempre te ocurre lo mismo cuando mencionas a Juliet. Aunque desearía no hacerlo, también estoy reuniendo detalles sobre ella, y casi siempre implican un «por no hablar de»; «no sabe cómo poner en marcha un ordenador, por no hablar de cómo utilizar Internet»; «nunca contesta al teléfono, por no hablar de que sea ella quien llame a alguien».
En muchas ocasiones he querido decir que debe de ser un bicho raro, pero me he reprimido. No debo permitir que la envidia que siento por ella me haga ser cruel. Me besaste fugazmente antes de decir:
– Nunca debes ir a mi casa ni llamarme allí. Si Juliet te viera, si descubriera lo nuestro, se quedaría destrozada.
Me encanta cómo empleas las palabras. Tu forma de hablar es más poética y más solemne que la mía. Todo lo que yo digo es duro, está lleno de detalles prosaicos. Miraste a través de mí y yo me volví; por tu expresión, esperaba ver a lo lejos una cordillera de color gris y púrpura envuelta en una nube blanca en vez de la tetera de plástico beis con la etiqueta «Rawndesley East Services Traveltel», la que suele añadir un poco de cal a los tés calientes que nos tomamos.
¿Qué estás mirando en este momento? ¿Dónde estás? Habría querido preguntarte más cosas. ¿A qué te referías cuando dijiste que eso destrozaría a Juliet? ¿Que se lanzaría al suelo, sollozando, perdería el control y se volvería violenta? La gente puede quedarse destrozada de muchas maneras y nunca he conseguido entender si tienes miedo de tu mujer o tienes miedo por ella. Pero tu tono de voz era solemne y supe que tenías más cosas que decirme. No quería interrumpirte.
– No se trata sólo de eso -murmuraste, arrugando con las manos el cubrecama con dibujos de diamantes-. Se trata de ella. No puedo soportar la idea de que la veas.
– ¿Por qué?
Pensé que sería poco diplomático decirte que no tenías por qué preocuparte con respecto a eso. ¿Creías que sentía curiosidad y estaba desesperada por saber con quién estabas casado? Incluso ahora me horroriza la idea de ver a Juliet. Ojalá no supiera su nombre; me gustaría que, en mi mente, fuera alguien irreal. Lo ideal sería que para mí fuera sólo «ella», así tendría menos motivos para sentir celos. Pero cuando nos conocimos no podría haber dicho eso, ¿verdad? «No me digas cómo se llama tu mujer, porque creo que podría enamorarme de ti y no soportaría saber nada acerca de ella».
Dudo que seas capaz de imaginarte la angustia que he sentido a lo largo de este último año, cuando, al acostarme todas las noches, pensaba: «En este momento, Juliet estará en la cama, junto a Robert». No es el hecho de imaginármela durmiendo a tu lado lo que hace que mi rostro se retuerza de dolor y se me revuelvan las entrañas; es la idea de que para ella eso es lo normal, lo rutinario. No me atormento con la imagen de los dos besándoos o haciendo el amor; en vez de eso, me imagino a Juliet en su lado de la cama, leyendo un libro -algo aburrido sobre algún miembro de la familia real o sobre jardinería-y sin apenas mirarte cuando entras en la habitación. No se da cuenta de que te desnudas y de que te acuestas en la cama, a su lado. ¿Llevas pijama? No sé por qué, pero no soy capaz de imaginármelo. En cualquier caso, lleves lo que lleves, Juliet está acostumbrada a ello después de tantos años de matrimonio. Para ella no se trata de algo especial; es tan sólo otra aburrida y cotidiana noche en casa. No hay nada en particular que quiera o necesite contarte. Es perfectamente capaz de concentrarse en los detalles del príncipe Andrés y el divorcio de Fergie o en cómo plantar un cactus. Cuando empiezan a cerrársele los ojos, deja caer el libro en el suelo y se vuelve hacia su lado de la cama, lejos de ti, sin ni siquiera darte las buenas noches.
Quiero tener la oportunidad de darte por sentado. Sin embargo, nunca lo haría.
– ¿Por qué no quieres que la vea, Robert? -pregunté. Parecías absorto en algún pensamiento que estaba atrapado en un rincón de tu mente. Tenías ese característico aspecto que sueles tener a menudo: el ceño fruncido y la mandíbula inferior apretada-. ¿Acaso hay algo… malo en ella?
Si hubiera sido otra, habría añadido: «¿Te avergüenzas de ella?», pero durante los tres últimos años he sido incapaz de emplear la palabra «vergüenza». Tú no lo entenderías, porque no te lo he contado. Hay cosas que yo también prefiero guardarme para mí.
– Juliet no ha tenido una vida fácil -contestaste. Por tu tono de voz, lo dijiste a la defensiva, como si yo la hubiese insultado-. Me gustaría que pensaras en mí como soy cuando estoy aquí, contigo, y no como soy en esa casa, con ella. ¡Odio esa maldita casa! Cuando nos casemos, compraré otra casa.
Recuerdo que me entró la risa tonta cuando dijiste eso, porque hacía poco que había visto una película en la que el marido llevaba a su esposa a ver una casa que había diseñado y construido para ella. Era grande, muy bonita, y estaba envuelta con un enorme lazo rojo. Cuando él le quitaba las manos de los ojos y exclamaba: «¡Sorpresa!», ella se ponía de mal humor; estaba enfadada porque no le había consultado y le había enseñado la casa como un hecho consumado.
Me encanta cuando tomas decisiones por mí. Quiero que te sientas dueño de mí. Si quiero algo es porque tú también lo quieres. Salvo Juliet. Tú dices que no la quieres, pero no estás listo para dejarla. No se trata de «si», dices, sino de «cuando». Pero aún no es el momento. Eso es algo que me resulta difícil de entender.
Te acaricié el brazo. No soy ni nunca he sido capaz de tocarte sin sentir un mareo, un hormigueo, y entonces me sentí culpable porque se suponía que íbamos a tener una conversación seria y no a pensar en el sexo.
– Te prometo que mantendré las distancias -dije, sabiendo que necesitabas tenerlo todo bajo control y que no soportarías que las cosas se te escaparan de las manos.
Si alguna vez estamos casados -cuando estemos casados-te diré cariñosamente que eres un obseso del control y tú te echarás a reír.
– No te preocupes -dije, levantando la mano-. Palabra de scout. No voy a presentarme de improviso en tu casa.
Pero aquí estoy, en mi coche, aparcado justo enfrente. Sin embargo, dime una cosa: ¿acaso tengo otra elección? Si estás ahí, me disculparé, te explicaré lo preocupada que he estado y sé que me perdonarás. Si estás ahí, puede que no me importe que me perdones o no, pero al menos sabré que estás bien. Han pasado más de tres días, Robert, y poco a poco estoy empezando a volverme loca.