– Sin embargo, no sé si me voy a arriesgar con la cocina de Steph. Tenemos que conseguir cuanto antes el teléfono de un taxi; así, si estamos muertas de hambre y la comida que preparan aquí es un asco, podremos ir a Edimburgo antes de que se nos empiecen a notar las costillas.
Charlie sacudió la cabeza con fingida desesperación. Tendrían que pasar meses, posiblemente años de privaciones antes de que a Olivia se le notaran las costillas.
– Supongo que quieres instalarte en la parte de arriba-dijo Charlie colocando su maleta encima de la otra cama.
– Por supuesto. De lo contrario, pensaría que estoy durmiendo en el salón. Tú dormirás en el salón.
– Aquí acaba el salón -dijo Charlie, señalando el sitio-y empieza mi habitación.
– ¿Qué tienen de malo las paredes? Me gustaría saberlo. ¿Y qué tienen de malo las puertas? Odio estos absurdos espacios abiertos. ¿Y si roncas y no me dejas dormir?
Charlie empezó a deshacer el equipaje, deseando que el viaje que habían hecho le hubiera permitido comprarse algo de ropa nueva y sexy. Miró a través de la ventana abierta hacia la extensa arboleda, al otro lado del arroyo que discurría junto a la casa. Salvo la voz chillona de Olivia, en aquel sitio no se oía ningún ruido: no pasaban coches ni se percibía el murmullo de la gente dirigiéndose a su trabajo. Sólo el ocasional canto de un pájaro rompía el silencio. A Charlie le encantaba ese aire puro y fresco. Por suerte, lo de España había sido un desastre. La gente decía que no hay mal que por bien no venga, aunque Charlie siempre pensó que aquello era absurdo, un descarado insulto para cualquiera que en alguna ocasión hubiera vivido alguna horrible o trágica experiencia.
– ¿Char? Vamos a pasar unas vacaciones estupendas, ¿verdad?
Olivia parecía extrañamente exultante. Se había echado en la cama. Charlie levantó la vista y vio los pies desnudos de su hermana a través de los barrotes de madera. Deshacer el equipaje era otra de las cosas que Olivia no hacía, ya que consideraba que requería demasiado esfuerzo. Utilizaba su enorme maleta como si fuera un armario pequeño.
– Claro que sí.
Charlie se preguntó qué vendría a continuación.
– Prométeme que no permitirás que tu álter ego, el Tyrannosaurus Sex, tome el mando y lo arruine todo. He estado esperando ansiosamente esta semana y no dejaré que ningún hombre la arruine.
Tyrannosaurus Sex. Charlie trató de ahuyentar aquellas palabras, pero ya se le habían metido en el cerebro. ¿Así es como la veía Olivia? ¿Como un monstruo enorme y feo? ¿Como una desenfrenada depredadora sexual? Tuvo la sensación que en su interior se cerraban de golpe un montón de puertas, en un vano intento de proteger su ego contra un daño irreparable.
– ¿Qué hombre? -preguntó, con voz quebrada-. ¿Angilley o Simón?
Olivia lanzó un suspiro.
– El hecho de que tengas que hacer esa pregunta pone de manifiesto la gravedad de tu problema -dijo.
– Dicho de otro modo, un desastre -dijo el inspector jefe Giles Proust-. ¿Te parece ésa una evaluación justa de la situación, Waterhouse? ¿Tú cómo la definirías?
Simón estaba en el despacho acristalado de Proust. Un lugar que evitar, salvo para quien disfrutara sintiéndose observado por sus compañeros mientras era masacrado por aquel inspector jefe bajito y calvo: una película muda pero brutal contemplada a distancia, a través de los cristales. Simón se sentó en una silla verde sin brazos que vomitaba el relleno de su asiento mientras Proust daba vueltas a su alrededor, sorbiendo de vez en cuando un poco de té del tazón que sostenía en la mano y cuya inscripción rezaba: «El mejor abuelo del mundo». De vez en cuando, Simón se apartaba para evitar que le echara encima el té caliente. Si aquello hubiese sido una película, Proust habría sacado una navaja en cualquier momento y habría empezado a acuchillarle. Sin embargo, la navaja no era el arma preferida de Proust; le gustaba más dar rienda suelta a su envenenada lengua y a su distorsionada visión del mundo y del lugar que ocupaba en él.
Simón había tomado la imprudente iniciativa de entrar en la parida del inspector jefe sin haber sido convocado. Por lógica, como el resto de los miembros del Departamento de Investigación Criminal, nunca habría ido a ver a Muñeco de Nieve por iniciativa propia. El apodo hacía referencia a la capacidad de Proust para contagiar cualquiera de sus estados de ánimo -sobre todo los malos-a habitaciones llenas de testigos inocentes. Si dejaba de estar relajado y se ponía tenso, o pasaba de ser sociable a huraño, toda la sala del Departamento de Investigación Criminal quedaba helada. Nadie decía nada y todo el mundo se comporta de una forma tímida y forzada. Simón no sabía cómo se las arreglaba Proust para congelar el ambiente hasta ese punto. ¿Acaso serían los poros de su piel? ¿Tendría poderes psíquicos?
«Tú háblale como si fuera alguien normal.»
Simón tenía muchas cosas que contarle y no tenía sentido andarse con rodeos.
– Ciertamente, la situación es complicada y preocupante señor.
Simón habría aceptado sin problemas la palabra «desastre» para definir la situación si no fuera por las claras implicaciones de que, en cierto modo, él era el responsable. ¿En cierto modo? Se regañó a sí mismo por ser tan ingenuo. Proust le hacía totalmente responsable. Lo que no sabía era por qué.
– En cuanto la señora Haworth te dio la dirección, deberías haberte puesto en contacto de inmediato con la policía de Kent. Tendrías que haberles mandado un fax con todos los detalles y sentarte allí al cabo de una hora.
A la policía de Kent no le habría gustado eso. Le habrían llamado por loco si se hubiera presentado tan sólo una hora después.
– Eso habría sido injustificado, señor. Entonces no sabía lo que sé ahora. En aquel momento, Naomi Jenkins aun no había acusado a Haworth de violación.
– Sin embargo, ahora tendrías alguna prueba más si hubieras contactado entonces con la policía de Kent.
– ¿Usted habría hecho eso, señor? ¿En mi posición? -Desafiarlo directamente era arriesgado. Mierda-, la señora Haworth me dijo que se encargaría de que su marido se pusiera en contacto conmigo en cuanto regresara. Me dijo que estaba tratando de terminar su relación con Naomi Jenkins, pero que ella no se daba por aludida. Le dejé un mensaje a Haworth en el móvil y esperaba que me contestara. Parecía bastante sencillo.
– Sencillo -dijo Proust, tranquilo. Parecía casi melancólico-. ¿Así es como lo describirías?
– No, ahora no. Ahora ya no es sencillo…
– En efecto.
– Señor, seguí el procedimiento correcto. Decidí aparcar el asunto durante un tiempo y volver a investigar a principios de la semana próxima si no sabía nada.
– ¿Y qué factores contribuyeron a esa decisión?
Proust le dedicó una falsa y aterradora sonrisa.
– Realicé una evaluación del peligro. Haworth es un hombre adulto, y no hay indicios de que sea inestable o tenga tendencias suicidas…
Muñeco de Nieve vertió un poco de té mientras daba vueltas, moviéndose más deprisa que Fred Astaire. Simón deseaba que Charlie no se hubiese ido de vacaciones. Por algún motivo, cuando ella no estaba, el trabajo siempre era un asco.
– Robert Haworth tiene una esposa y una amante -dijo Proust-. Para ser más exactos: tiene una esposa que ha descubierto la existencia de su amante y una amante que no le permitirá terminar la relación que mantiene con ella. Puesto que no estás casado, Waterhouse, puede que no lo entiendas, pero vivir con una sola mujer que afirma sentir bastante cariño por ti y a la que nunca has engañado de verdad ya es bastante difícil. Hazme caso: soy un hombre que lleva treinta y dos años batallando en el campo del matrimonio. Si tienes que enfrentarte a dos mujeres que se quejan al mismo tiempo de lo traicionadas que se sienten… En fin, en su caso yo no me habría ido a Kent, sino mucho más lejos.