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¿Batallando en el campo del matrimonio? Aquello era otra perla. Tenía que recordarlo y contárselo a Charlie. Si Muñeco de Nieve era capaz de parecer, aunque sólo fuera un segundo, un hombre cuerdo y un ser humano normal era sólo gracias a la paciencia sin límites de Lizzie Proust.

Si la conversación hubiera tenido lugar dos años atrás, o tan sólo uno, llegados a este punto Simón se habría calentado y estaría impaciente, apretando los dientes y pensando mentalmente en el día en que le rompería la nariz a Proust con la frente. Hoy, sin embargo, se sentía cansado al tener que esforzarse por seguir comportándose como un adulto mientras hablaba con un hombre que, efectivamente, era un niño. «Oh, muy bien, Waterhouse, qué psicología», habría dicho Proust.

Simón se preguntó si era sensato empezar a pensar en sí mismo como un hombre proclive a tener un carácter violento. ¿O acaso aún era demasiado pronto para eso?

– ¿Usted qué habría hecho, señor? ¿Me está diciendo que, basándonos en lo que sabíamos ayer, habría hablado con la policía de Kent?

Proust nunca le daba a nadie la satisfacción de una respuesta.

– Una evaluación del peligro -dijo Proust con desprecio, aunque era él quien le había dado a Simón las pautas de 2005 de la Asociación de Jefes de Oficiales de Policía acerca de los procedimientos que había que seguir con respecto a personas desaparecidas, y quien le había obligado a memorizarlo al pie de la letra-Haworth está en peligro, y no debería decirle por qué. Está en peligro porque está liado, de alguna forma que aún está por determinar, con esa tal Naomi Jenkins. ¡Una evaluación del peligro! ¿Esa mujer se presenta un buen día y denuncia la desaparición de Haworth, afirmando que ha sido su amante desde hace un año y que no puede vivir sin él y luego, al día siguiente, vuelve diciéndome que lo olvide, que todo no era más que una gran mentira, y acusa a Haworth de haberla violado y secuestrado hace tres años? -Proust negó con la cabeza-. Pues cuidado, porque a finales de semana esto se habrá convertido en una investigación por asesinato.

– No estoy seguro, señor. Creo que es prematuro suponer eso.

– ¡No tendría que suponer nada si hubieras llevado el asunto con profesionalidad! -le gritó Proust-. ¿Por qué no interrogaste adecuadamente a Naomi Jenkins el lunes y le sacaste toda la historia entonces?

– Lo hicimos…

– Esa mujer se está riendo de nosotros. Se presenta cuando le apetece, cuenta lo que le da la gana, y todo lo que hacéis es asentir y tomar nota de cada nueva mentira con todo detalle… Primero informa de la desaparición de alguien y luego denuncia una violación. ¡Está montando la función de Navidad y os ha contratado a vosotros para interpretar a las patas traseras de la mula!

– La inspectora Zailer y yo…

– Por todo lo sagrado, ¿en qué estabas pensando cuando le tomaste declaración sobre la violación? Es evidente que esa mujer es fantasiosa hasta lo compulsivo, ¡y aun así le concediste ese capricho!

Simón pensó en el relato que Naomi Jenkins hizo de su violación, lo que contó acerca de lo que le hicieron esos hombres. Era lo más horrible que había oído en su vida. Se planteó decirle a Proust cómo se había sentido realmente cuando ella se lo contó. Sin embargo, la proximidad física de Muñeco de Nieve repelía cualquier absurda idea que pudiera tener sobre la posibilidad de una comunicación sincera; sólo había que echar un vistazo a ese hombre.

– Si miente con respecto a la violación, ¿cómo explica la carta, firmada con las iniciales N. J., que envió a esa página web en mayo de 2003?

– Es una fantasía que tiene desde hace años…, desde que nació, por lo que a mí respecta -dijo Proust con impaciencia-. Entonces conoció a Haworth y dio forma a su fantasía, incorporándole a su a surda historia. Nada de lo que diga esa mujer es fiable.

– Estoy de acuerdo en que su conducta es sospechosa -repuso Simón-. Evidentemente, su inestabilidad es un motivo para preocuparse seriamente por la seguridad de Haworth. -No pensamos lo mismo, podría haber añadido, pero no tenía ningún sentido-. Y es la razón por la que, en cuanto acabé de tomarle declaración me puse en contacto con la policía de Kent. Y acaban de responderme.

«Dicho de otro modo, boñiga de mente cerrada, dispongo de algunos hechos que podrían ser de tu interés si estuvieras dispuesto a dejar de echarme la culpa de todo durante dos segundos.»

Simón tenía la sensación de que sus palabras volvían a él que no había conseguido pronunciarlas, que no había sido capaz de traspasar la rígida e invisible barrera que rodeaba permanentemente a Proust.

Insistió.

– La dirección que me dio Juliet Haworth existe, pero nadie sabe nada sobre Robert Haworth.

– Esa mujer también es inestable -dijo rotundamente Muñeco de Nieve, como si sospechara que las dos mujeres que había en la vida de Robert Haworth conspiraran deliberadamente para causarle problemas a él, Giles Proust-. ¿Y bien? ¿Has vuelto a esa casa para registrarla? ¿Has registrado la casa de Naomi Jenkins? Si te has leído la información sobre personas desaparecidas que te di…

– Lo he leído -le interrumpió Simón.

Las pautas de 2005 de la Asociación de Jefes de Oficiales de Policía acerca de los procedimientos que hay que seguir con respecto a personas desaparecidas apenas ofrecían ninguna novedad. Proust era reacio a los cambios. Semanas después de adelantar o atrasar los relojes, seguía haciendo distinciones entre «la hora antigua» y «la hora nueva».

– …sabrías que según la sección 17, apartado C…, ¿o es el D?…, puedes entrar en cualquier edificio si tienes motivos para pensar que alguien está en peligro…

– Lo sé, señor. Puesto que la inspectora Zailer no está, sólo quería consultarlo primero con usted.

– Bueno, ¿y qué creías que diría yo? Un hombre ha desaparecido. Su amante es una lunática intrigante, y su mujer, en lugar de mostrarse preocupada por su paradero, trata con todas sus fuerzas de despistarte. ¿Qué creías que iba a decir? ¿Que te relajaras y te olvidaras de todo?

– Por supuesto que no, señor.

«Tengo que consultarlo contigo, maldito gilipollas.» ¿Acaso Proust creía que Simón disfrutaba con esas conversaciones? Cuando estaba Charlie no era tan malo: ella actuaba como parachoques, protegiendo a su equipo de las amenazas del inspector jefe hasta donde podía. Asimismo, y cada vez con más frecuencia, tomaba decisiones que, por derecho, le correspondería tomar a Proust a fin de minimizar su estrés y proporcionarle esos días tranquilos que tanto le gustaba disfrutar.

– Por supuesto que no, señor -le imitó Proust. Lanzó un suspiro y disimuló un bostezo, una señal de que había perdido ímpetu-. Haz lo que tengas que hacer, Waterhouse. Registra la casa de Jenkins y la de Haworth. Revisa las facturas de las tarjetas de crédito y del teléfono. Habla con todo aquel a quien conozca Haworth: amigos, gente de su trabajo… Ya sabes lo que debes hacer.

– Sí, señor.

– Ah, y algo que me parece absolutamente elementaclass="underline" métete en el ordenador de Naomi Jenkins. Así sabremos si la carta que afirma haber enviado a esa página web sobre violaciones fue escrita con él, ¿verdad?

– Sí, señor -dijo Simón, pensando que alguien sí sería capaz de saberlo, pero no él. Proust era un experto en todo aquello que no requería experiencia, y ése era su problema-. Siempre que se trate del mismo ordenador; puede que desde entonces se haya comprado otro.

– Diles a Sellers y a Gibbs que también se ocupen del caso. Ahora mismo es nuestra máxima prioridad.

Simón estuvo a punto de cometer el error de decirle que lo hiciera él. ¿Acaso Proust se estaba preparando para retirarse, se pregunto, delegando sus responsabilidades para que las asumiera cualquiera?