– Vuelve a interrogar a Jenkins. Y ve al Traveltel…
– Acabo de hablar por teléfono con la recepcionista.
Simón disfrutó de la satisfacción de frustrar al menos una de las innecesarias instrucciones de Proust. Dar consejos redundantes era uno de los pasatiempos favoritos de Muñeco de Nieve, aunque lo que más le gustaba era hacer advertencias que estaban fuera de lugar. Siempre les decía a Charlie y a Simón que tuvieran cuidado con el coche, que no dejaran la puerta de su casa abierta o que no se cayeran por un precipicio si salían de excursión por la montaña.
– Un hombre y una mujer cuyas descripciones se corresponden con las de Haworth y Jenkins han pasado todas las noches del jueves en la habitación once del Traveltel desde hace aproximadamente un año, tal y como Jenkins nos contó el lunes. Estoy esperando a que la recepcionista del Traveltel me llame y me confirme que se trata de ellos. Le he mandado por email una copia de la foto…
– ¡Por supuesto que se trata de ellos! -Proust depositó violentamente su tazón sobre la mesa.
– Señor, ¿no estará insinuando que no debería haberme molestado en comprobarlo?
Sin duda alguna, un error tan básico, en un mundo paralelo donde Simón había cometido muchos errores, aunque distintos, habría originado una bronca muy similar a la que ahora estaba aguantando.
El inspector parecía profundamente indignado. Y su tono de voz también sonó furioso cuando dijo:
– Tú sólo ocúpate de ello, Waterhouse, ¿de acuerdo? ¿Hay algo más o puedes concederme unos minutos de tranquilidad para que pueda poner un poco de orden a este desastroso día?
– La recepcionista dijo que la pareja…, Haworth y Jenkins, si es que se trata de ellos, parecían estar muy a gusto juntos.
Proust levantó las manos.
– Bueno, entonces ya tenemos un misterio resuelto. Eso explica por qué se han encontrado todas las semanas en un motel de carretera. Sexo, Waterhouse. ¿O qué pensabas, que se tomaban un plato combinado por 8 libras y 99 peniques?
Simón ignoró el sarcasmo. En todo aquel asunto tan peculiar, la relación entre Robert Haworth y Naomi Jenkins era crucial, y la recepcionista del Traveltel, hasta donde Simón sabía, era una testigo objetiva e independiente.
– La chica me dijo que siempre estaban abrazados -dijo con firmeza-. Que se miraban constantemente a los ojos y todo eso.
– ¿En recepción?
– Al parecer, sí.
Proust resopló ruidosamente.
– Ella siempre se quedaba a dormir y se iba a la mañana siguiente, mientras que él se iba por la noche, alrededor de las siete.
– ¿Siempre?
– Eso es lo que dijo.
– ¿Qué clase de absurda relación es ésa? -dijo Proust, mirando su tazón vacío como si esperara que se hubiera vuelto a llenar por sí solo.
– Puede que una relación basada en los abusos -sugirió Simón-. Señor, he pensando en el síndrome de Estocolmo. Ya sabe, cuando una mujer se enamora del hombre que ha abusado de ella…
– No me hagas perder el tiempo, Waterhouse. Lárgate de aquí y haz tu maldito trabajo.
Simón se levantó y se dio la vuelta para salir.
– Ah, Waterhouse.
– ¿Señor?
– Cuando salgas podrías comprarme un libro sobre relojes de sol; siempre me han parecido algo fascinante. ¿Sabías que la hora solar es más precisa que la que marca el reloj y que la del meridiano de Greenwich? Lo leí en algún sitio. Si lo que quieres es saber la posición exacta de la Tierra con respecto al Sol, la hora solar, entonces necesitas un reloj de sol. -Proust sonrió, y eso asustó a Simón: en el rostro del inspector, la felicidad no encajaba-. Los relojes nos han hecho creer que todos los días tienen la misma duración, veinticuatro horas exactas. Pero no es verdad Waterhouse; no es verdad. Algunos son un poco más cortos; y otros, un poco más largos. ¿Lo sabías?
Simón lo sabía muy bien. Los más largos eran los que se veía obligado a pasar en compañía del inspector jefe Giles Proust.
CAPÍTULO 08
Miércoles, 5 de abril.
Oigo que la puerta trasera se cierra de golpe. A ese ruido le sigue el de unos pasos que se dirigen desde la casa hacia el cobertizo, donde estoy trabajando. Cuando hablo con los clientes lo llamo «mi taller», aunque en realidad sólo es un cobertizo no muy grande con una mesa, un banco de madera y mis herramientas. Cuando empecé a trabajar en esto mandé abrir dos ventanas. No podía trabajar en un lugar que no tuviera ventanas, ni siquiera un día. Necesitaba luz.
Son demasiados pasos para que se trate de Yvon. Sin necesidad de volverme, sé que es la policía. Sonrío. Una visita de cortesía. Por fin me han tomado en serio. Es posible que otros oficiales se estén dirigiendo hacia tu casa, si es que ya no están allí. El hecho de saber que muy pronto tendré noticias tuyas hace que el paso del tiempo sea más soportable. Ya falta poco. Intento concentrarme para asimilar lo que tienen que decirme.
Después de estos días de terror ciego y visceral me siento como si hubiera tenido que trepar hasta una cornisa. Es un alivio poder quedarse en ella durante un tiempo, consciente de que, aunque yo no haga nada, otros sí lo hacen.
Sigo aplicando pintura dorada con el pincel. La leyenda del reloj en el que estoy trabajando en este momento reza: «Más vale tarde que nunca.» Es un regalo que -con un cierto retraso-un hombre quiere hacerle a su mujer por sus bodas de plata; me dijo que esperaba que el gesto fuera lo bastante grandilocuente como para que ella le perdonara el olvido. Quería una escultura para el jardín de su casa. Le estoy haciendo un pilar con un bloque de piedra, con el reloj en la parte superior.
Oigo que la puerta se abre detrás de mí y noto el aire en la espalda, a través del jersey.
– Naomi. Hay dos policías que quieren verte. -La voz de Yvon suena inquieta, aunque trata de parecer natural y tranquila.
Me doy la vuelta. Un hombre corpulento vestido con un traje gris me está sonriendo. Es una sonrisa turbia, como si no esperara lucirla durante demasiado tiempo. Tiene una barriga prominente, el pelo del color de la paja, con la parte superior en punta, llena de fijador; tiene un sarpullido, obra del afeitado. Su compañero, bajito, moreno y delgado, de ojos pequeños y frente estrecha, se desliza entre el hombre corpulento e Yvon y empieza a dar vueltas por mi taller sin que nadie lo haya invitado a hacerlo. Coge la sierra de cinta, la observa y vuelve a dejarla en su sitio; luego, hace lo mismo con la sierra de calar.
– No toque mis cosas -digo-. ¿Quiénes son ustedes? ¿Dónde está el subinspector Waterhouse?
– Soy el subinspector Sellers -dice el hombre grueso. En la mano sostiene una cartera de plástico con una tarjeta-. Y éste es el subinspector Gibbs.
No me molesto en comprobar sus credenciales. Evidentemente, son policías. Tienen algo en común con Waterhouse y la inspectora Zailer, algo difícil de definir. Puede que sea la rigidez de su actitud. Se comportan como si en sus cabezas hubiera mapas y tablas. Un ligero barniz de cortesía oculta un impulsivo desdén. Confían el uno en el otro, pero en nadie más.
– Tenemos que echar un vistazo a su casa -dice el subinspector Sellers-. Y también al jardín y a los anexos, incluido este cobertizo. Trataremos de ocasionarle las menores molestias posibles.
Sonrío. De modo que se acabó la cháchara y empieza la acción. Estupendo.
– ¿No necesitan una orden de registro? -pregunto, aunque no tengo intención de echarlos.
– Si creemos que una persona desaparecida está en peligro, tenemos derecho a hacer un registro -dice el subinspector Gibbs fríamente.
– ¿Están buscando a Robert Haworth? No está aquí, pero registren cuanto quieran. -Me pregunto si te estarán buscando como criminal o como víctima. Puede que como ambas cosas. Le dije al subinspector Waterhouse que había considerado la posibilidad de tomarme la justicia por mi cuenta.
– Puede que tengamos que llevarnos algunas cosas -dice Sellers, sonriendo de nuevo ahora que ve que no voy a oponer resistencia-. Su ordenador. ¿Desde cuándo lo tiene?