– Puede que ahora todo esto le parezca divertido -le dijo a Juliet Haworth-, pero no se lo parecerá tanto cuando estemos en la unidad de custodia y le enseñe su celda.
– ¿Sabe una cosa? Pienso que es divertido. Lo pienso de veras -dijo ella, colgándose de la puerta.
Simón le puso una mano en el hombro y la apartó. Ella no opuso resistencia. Luego empezó a subir las escaleras. La alfombra que había bajo sus pies tenía pequeñas motas de color blanco y unos remiendos que Simón no fue capaz de identificar. Se inclinó para tocar una de las motas; su textura era terrosa.
– Quitamanchas -dijo Juliet-. Nunca me molesto en aspirarlo cuando se ha secado. Aun así, el polvo blanco siempre es mejor que una mancha, ¿no?
Simón no respondió a su explicación. Continuó subiendo las escaleras, deseando alejarse de ella. A medio camino le llego un desagradable olor, que se volvió nauseabundo cuando alcanzó el rellano. Era un olor familiar: una mezcla de sangre, excremento y vómitos. Simón notó un espasmo en la boca del estómago y se le erizó el vello del brazo. Delante de él había una puerta cerrada y en el pasillo otras dos, entreabiertas.
– ¿Ha encontrado a Robert? -gritó Juliet desde abajo, con voz cantarina.
Simón se estremeció. Se imaginó que sus palabras eran tentáculos que se cerraban en torno a él, y lo arrojaban a aquel mundo extraño y depravado en el que ella vivía. Cerró los ojos durante un segundo y luego se dirigió hacia la puerta cerrada. La llave no estaba echada y se abrió con facilidad. Aquel hedor golpeó a Simón en la cara y tuvo que hacer un esfuerzo para no vomitar. Lo que vio fue una mezcla de colores y horror, una piel gris, con unos rasgos retorcidos por el dolor. Proust lo había pronosticado: «Pues cuidado, porque a finales de semana esto se habrá convertido en una investigación por asesinato.»
Sin lugar a dudas, aquel hombre era Robert Haworth. Estaba desnudo, tumbado boca arriba en un lado de la cama de matrimonio. La sangre de la herida que tenía en la cabeza había empapado el colchón y se había secado. Uno de sus brazos colgaba en un lado de la cama. Junto a su mano, Simón vio sus gafas; le faltaba uno de los cristales y el otro estaba roto.
En un rincón de la habitación Simón vio una enorme cuña para la puerta de piedra, aproximadamente del tamaño de un balón de rugby. La parte superior estaba oscura y pegajosa; tenía sangre y pelos apelmazados. Simón se estremeció. Colocó los dedos en el pulso de Haworth, no porque albergara alguna esperanza, sino porque era lo que debía hacer. Al principio creyó que se había imaginado aquel latido débil pero insistente. Y eso debió de ocurrir. La piel gris, la sangre y la mugre que había en torno al cuerpo de Haworth ofrecían la clara imagen de la muerte. Sin embargo, unos segundos más tarde Simón se convenció de que no se lo había imaginado. Había pulso. Robert Haworth seguía con vida.
– Vamos a meternos mano, inspectora -susurró Graham, besando a Charlie en el cuello. Estaban en la cama, medio desnudos, con la cabeza tapada con el edredón-. ¿Tus subordinados te llaman inspectora? ¿O te llaman señora, como en la serie Principal sospechoso?
– ¡Chist! -siseó Charlie-. ¿Y si Olivia se despierta? ¿No podríamos ir a tu casa?
Charlie no había andado a tientas estando en la misma habitación que su hermana desde que tenían quince y trece años, respectivamente. Vistas en perspectiva, aquellas fiestas eran ridículas: docenas de parejas moviéndose por el salón pobremente iluminado de la casa de alguien, besuqueándose y metiéndose mano mientras de fondo sonaba la música de Ultravox o Curiosity Killed the Cat.
– ¿Mi casa? Ni hablar -le dijo Graham al oído-No dejaré que cruces el umbral de la puerta hasta que Steph le dé un buen repaso. Mi dejadez te escandalizaría.
– ¿Steph limpia tu casa y también los chalets?
– Así es. Ella es mi sistema de reciclado personal. Es mi burra de carga, en el trabajo y en casa. Pero olvidémonos de ella. Lo que ahora me interesa es tu cuerpo…
Charlie pensó que era raro sentir y oír a Graham aunque apenas pudiera verle. En el chalet había un montón de rincones oscuros que le recordaban que estaba realmente en el campo. Incluso en Spilling, un pueblo que seguía teniendo mercado, el cielo, de noche, no era de un color negro puro, sino sucio. Se lo comento a Graham mientras volvían un poco achispados y dando traspiés del viejo granero que ahora albergaba las instalaciones del spa y un bar pequeño y muy acogedor.
– Aquí disfrutamos de noches como Dios manda -dijo él con orgullo-. No hay contaminación lumínica.
Charlie pensó que era una interesante forma de decirlo. Hasta entonces nunca había pensado en la luz como un agente contaminante, pero ahora podía ver a qué se refería. Sintió el torso desnudo y velludo de Graham contra su piel. No estaba muy segura de que le gustaran los torsos velludos, pero podría soportarlo. Por lo demás, era un hombre atractivo. Si fueran una pareja, la gente diría que Graham estaba fuera de su alcance. Se obligó a pensar en él como un todo y no como un compendio de ciertas partes del cuerpo: su novio imaginario hecho realidad. Tenía unas piernas largas y musculosas y un bonito trasero; Charlie no pudo evitar darse cuenta de ello. En una ocasión, Colin Sellers la había acusado de pensar como un hombre en cuestiones de sexo. Seguramente eso era bueno. ¿Por qué no podía ser algo sencillo? Era más sensato tener una relación puramente física con un hombre como Graham que llorar todas las noches sobre la almohada por una no relación con alguien como Simón Waterhouse, que metía el vino tinto en el frigorífico y ni siquiera era capaz de hacerse un corte de pelo decente. Graham tiró delicadamente de la blusa de Charlie y murmuró:
– No tengo ni idea de cómo se saca esto…
A ella le dio la risa tonta, consciente de que él se había quitado más ropa que ella y que no se andaba con rodeos. Charlie se había dado cuenta de que Graham no tenía ninguna duda sobre lo que estaban haciendo, lo cual estaba bien. A Charlie le recordaba -más por su actitud que por su aspecto-a Folly, el labrador negro de sus padres, que saltaba encima de ella y la lamía entusiasmado siempre que podía. Decidió guardarse la comparación para ella. Graham parecía ser un tipo bastante duro, aunque nunca se sabía.
Charlie le ayudó a quitarle las bragas.
– Creo que no es del todo consciente de lo sexy que es usted, señora -susurró Graham, acariciándole delicadamente el cuerpo con los dedos-. ¿O debo decir jefa?
– Sin comentarios.
– Tu lápiz de labios rojo y tus vaqueros…
– Son unos vaqueros viejos, muy normales.
– Exacto.
Charlie intento besarlo, pero él se apartó y dijo:
– Eres muchísimo más sexy que Helen Mirren…
– ¿Hay alguna razón en especial por la que me estés comparando con ella?
– …y que esa rubia arrugada de The Bill y la de Silent Witness.
– ¿Y que Trevor Eve en Caso cerrado? -sugirió Charlie.
– No, él es más sexy que tú -repuso Graham muy seguro.
Charlie se echó a reír y él le tapó la boca con la mano.
– Cuidado o despertarás a tu hermana mayor.
– En realidad es mi hermana pequeña.
– ¿Y entonces por qué dejas que te mangonee?
El móvil de Charlie empezó a sonar. Como tono, había elegido los primeros acordes de The Real Slim Shady, de Eminem. Un error. Cuanto más tardaba en responder, más fuerte sonaba.