Cuando me metí en tu calle, lo primero que vi fue tu camión rojo aparcado al final, sobre la hierba, más allá de unas casas, antes de que la calle se estreche hasta convertirse en un camino. Sentí que mi pecho se hinchaba, como si alguien me hubiera inyectado helio, al leer tu nombre en uno de los lados de la furgoneta. (Siempre me dices que no la llame furgoneta, ¿verdad? Nunca dejarías que te llamara «el hombre de la furgoneta roja», aunque lo he intentado en varias ocasiones). «Robert Haworth», en enormes letras negras. Me encanta tu nombre.
El camión es el de siempre, pero aquí, aparcado sobre la hierba, entre las casas y los campos, en un espacio en el que apenas cabe, me parece muy grande. Lo primero que pienso es que, para un camionero, es un sitio bastante incómodo para vivir: debe de ser una pesadilla maniobrar para llegar hasta la calle principal.
Lo siguiente que pienso es que hoy es lunes. Tu camión no debería estar ahí. Deberías haber salido a trabajar con él. Ahora empiezo a preocuparme en serio, demasiado como para sentirme intimidada -al ver tu casa, vuestra casa, la tuya y la de ella, Juliet-y huir fingiendo que probablemente todo va bien.
Sabía que el número de tu casa era el 3 y supongo que me imaginé que la numeración llegaría hasta el 20 o el 30, como en muchas calles, pero tu casa es la tercera y la última. Las otras dos están una frente a otra, más cerca de la calle principal y de la Brasserie Old Chapel, que está en la esquina. Tu casa está un poco más abajo, orientada hacia los campos que hay al final del camino. Todo cuanto puedo ver de ella desde la calle es una parte del tejado de pizarra y una larga pared rectangular de piedra beis con tan sólo una pequeña ventana cuadrada en la parte superior derecha: tal vez sea un baño o un trastero.
He aprendido algo nuevo sobre ti. Compraste la clase de casa que yo nunca compraría; una casa cuya parte trasera da a la calle y cuya fachada no pueden ver los transeúntes porque queda oculta. Da la impresión de que es un sitio poco acogedor. Sé que así se consigue más intimidad, y tiene sentido que la parte delantera tenga las mejores vistas, pero las casas como la tuya siempre me han parecido desconcertantes, como si, de una forma muy grosera, hubieran dado la espalda al mundo. Yvon está de acuerdo conmigo; lo sé porque siempre pasamos frente a una casa parecida cuando vamos al supermercado. «Las casas así están hechas para ermitaños que viven en su propio mundo y no paran de decir: "¡Bah, tonterías!», dijo Yvon la primera vez que pasamos frente a esa casa.
Sé lo que ella diría sobre el número 3 de Chapel Lane si estuviera aquí: «Parece la casa de alguien que podría decir: "No te atrevas a entrar". ¡Y efectivamente así es!». Solía hablarte sobre Yvon, pero dejé de hacerlo cuando frunciste el ceño y me dijiste que te parecía sarcástica y vulgar. Esa fue la única ocasión en que me sentí ofendida por algo que habías dicho. Te conté que ella era mi mejor amiga, que lo había sido desde el instituto. Y sí, es sarcástica, pero sólo en el buen sentido, para animar a la gente. Es directa e irreverente y cree firmemente que deberíamos ser capaces de reírnos de todo, incluso de las cosas malas. Incluso del amor desesperado por un hombre casado al que no puedes tener. Yvon cree que eso es algo de lo que habría que reírse especialmente, y la mitad del tiempo es su frivolidad lo que me mantiene cuerda.
Cuando te diste cuenta de que me sentó mal que la criticaras, me besaste y dijiste:
– Voy a contarte algo que leí una vez en un libro y que me ha hecho la vida más fáciclass="underline" «Cuando nos ofenden y ofendemos a alguien, nos hacemos tanto daño a nosotros mismos como a los demás». ¿Entiendes lo que quiero decir?
Asentí con la cabeza, aunque no estaba muy segura de haberlo entendido.
Nunca te lo conté, pero le repetí tu aforismo a Yvon, aunque por supuesto no le expliqué el contexto. Fingí que habías hecho otro comentario ofensivo, uno que no tenía nada que ver con ella.
– Es muy práctico -dijo ella, riéndose tontamente-. A ver si lo entiendo: resulta que eres tan culpable cuando amas a un cabrón que cuando eres un cabrón. ¡Gracias por compartir esto con nosotras, mente privilegiada!
Me preocupa pensar en lo que puede pasar en nuestra boda, cuando al final nos casemos. No consigo imaginaros a ti y a Yvon manteniendo una conversación que no acabe rápidamente en el mutismo por tu parte y en una escandalosa risotada por la suya.
Anoche fue ella quien llamó a tu casa. La volví loca, se lo supliqué, la amargué durante toda la noche hasta que accedió a hacerlo. Me pone ligeramente enferma la idea de que ella haya escuchado la voz de tu mujer. Es dar un paso más hacia algo a lo que no quiero enfrentarme, la realidad de la presencia física de Juliet. Ella existe. Si ella no existiera, tú y yo ya podríamos estar viviendo juntos, y ahora sabría dónde estás.
Por su voz, parecía que Juliet estuviera mintiendo. Eso fue lo que dijo Yvon.
En la parte trasera de tu casa hay una pared de ladrillo con una puerta de madera marrón. No figura el número 3 en ninguna parte; sólo soy capaz de saber cuál es tu casa tras un proceso de eliminación. Salgo del coche y me tambaleo ligeramente, como si mis piernas no estuvieran acostumbradas a moverse. Aunque sopla el viento, hay una luz muy brillante, casi espectacular, que me obliga a entornar los ojos. Tengo la sensación de que tu calle está excesivamente iluminada, como si ésa fuera la forma en que la naturaleza quisiera decirme: «Aquí es donde vive Robert».
La puerta es alta, me llega hasta el hombro. Se abre con un crujido: entro y me paro en un camino de tierra batida, para contemplar tu jardín. En una esquina, junto a un montón de cajas de cartón aplastadas, hay una bañera vieja, con dos ruedas de bicicleta en su interior. El césped está mal cortado y hay más hierbas que plantas. Es evidente que en algún momento hubo parterres además del césped, pero ahora todo se funde en un apelmazado color verde y marrón. Lo que estoy viendo hace que me sienta furiosa con Juliet. Tú trabajas todos los días, a veces toda la semana, y no tienes tiempo de cuidar del jardín. Pero ella sí. No ha trabajado desde que os casasteis, y no tenéis hijos. ¿Qué hace durante todo el día?
Me dirijo hacia la puerta principal; cuando recorro uno de los laterales de la casa, veo otra pequeña ventana en la parte de arriba. ¡Oh, Dios, se me ocurre que podrías estar atrapado en el interior de la casa! Pero es evidente que no lo estás. Eres un hombre fuerte, de anchas espaldas, de 1,90 de altura. Juliet no podría encerrarte en ningún sitio. A no ser que… Pero no, es mejor que no sea ridícula.
He decidido ser eficiente y audaz. Hace tres años me prometí que nunca volvería a tener miedo de nada ni de nadie. Iré derecha hasta la puerta principal, pulsaré el timbre y haré las preguntas que debo hacer. Tu casa, me doy cuenta de ello en cuanto la rodeo, es una casa de campo, larga y baja. Desde fuera da la sensación de no haber sido restaurada desde hace décadas. La puerta es de un color verde apagado y todas las ventanas son cuadradas y pequeñas, con los cristales divididos en forma de diamante por unas líneas de plomo. Hay un árbol muy alto; de su rama más gruesa cuelgan cuatro deshilachados trozos de cuerda. Puede que antes hubiera un columpio. Aquí, en la parte delantera de la casa, el césped está combado; más allá, se aprecia una de esas vistas por las que se pelearían los pintores paisajistas. Veo hasta cuatro campanarios. Ahora sé lo que te atrajo de esta casa de campo que da la espalda al mundo. Al fondo veo Culver Valley, con su río que serpentea hasta Rawndesley. Me pregunto si con unos prismáticos podría ver mi casa.
No puedo pasar ante la ventana sin mirar dentro. De pronto, me siento eufórica. Éstas son las habitaciones de tu casa, con todas sus cosas. Acerco la cara al cristal y coloco las manos en forma de copa en torno a mis ojos. Un salón. Vacío. Es curioso… Siempre me había imaginado las paredes pintadas con colores oscuros, llenas de reproducciones de cuadros clásicos con pesados marcos de madera: Gainsborough, Constable, cosas así. Pero las paredes de tu salón son blancas, irregulares, y el único cuadro que hay representa a un desaliñado anciano con un sombrero marrón que observa a un muchacho que toca la flauta. Una alfombra lisa de color rojo cubre la mayor parte del suelo; debajo se ven unas láminas de madera baratas que no se parecen en nada a la madera.