– Graham… -empezó Charlie, esquivando su beso-. Creo que estos chalets son perfectos. La cena de esta noche fue algo increíble y el spa es tan bueno como el de cualquier hotel. Creo que el negocio marchará bien. Ni siquiera tu incompetente hermano podría conseguir que un sitio así no fuera rentable.
– ¿Eso cree, inspectora? Eh, acabo de tener una idea genial. Puesto que te ha gustado tanto la cena, voy a llamar a la burra de carga y a pedirle que mañana nos sirva el desayuno en la cama -dijo, cogiendo de nuevo el teléfono.
– ¡No! -gritó Charlie, agarrándole el brazo-. ¡Está con Olivia!
– ¡Oh, vaya! ¡Joder! No vamos a parecer muy arrepentidos si ya estamos pensando en las salchichas y las patatas salteadas con cebolla de mañana, ¿verdad? Mmm…
– He recibido una llamada -recordó Charlie de pronto.
En medio de todo aquel drama se había olvidado de que había sonado el teléfono y que entonces se había iniciado la pelea con Olivia. ¿Y si no hubiera ocurrido? ¿Qué habría hecho Olivia? ¿Habría disimulado, despierta, furiosa y rencorosa, oyéndoles a ella y a Graham follando?
– Eso puede esperar, ¿no? -preguntó Graham.
– Sólo déjame ver quién era.
– No tendrás más hermanas gordas y terroríficas, ¿verdad, jefa?
– ¡No la llames así!
Charlie pulsó la tecla de las llamadas perdidas y vio el número de Simón. Nunca la llamaba cuando ella estaba de vacaciones, a menos que se tratara de algo importante. Simón era muy meticuloso a la hora de respetar la intimidad, mucho más de lo que cualquiera habría deseado.
– Tengo que hacer una llamada urgente -dijo Charlie-. Lo siento, es por trabajo. Voy a salir afuera. -Se puso el abrigo y metió los pies en las zapatillas de deporte, pisando la parte de atrás con los talones-. Tú espérame aquí.
– Creo que lo haré, porque no llevo nada puesto. Y date prisa o puede que esté durmiendo cuando vuelvas. Igual que el marido agotado por el exceso de trabajo de algún telefilme cuando su mujer se pasa demasiado tiempo en el baño poniéndose guapa; cuando sale, se queda mirándole y le sonríe tiernamente.
– ¿De qué estás hablando, chalado?
– Así, ¿ves? ¡Ya me estás sonriendo tiernamente!
Charlie negó con la cabeza, desconcertada, y salió llevándose el tabaco, el mechero y el teléfono. Graham le gustaba. Le gustaba mucho. Era divertido. Quizás a Olivia también le habría gustado s¡ hubiese manejado las cosas con más discreción. Qué noche más desastrosa. Encima, Simón la había llamado y ella no había contestado. Charlie se sentía más culpable por eso que por lo de Olivia. Encendió un Marlboro light y le dio una larga calada. Al otro lado del campo estaba la recepción, donde Graham tenía su despacho. Las luces seguían encendidas, pero el coche que antes estaba aparcado allí había desaparecido. La pequeña ventana cuadrada de color amarillo, la pantalla azul celeste del móvil de Charlie y la punta de vivo color naranja de su cigarrillo eran las únicas luces que podía ver. En aquel lugar se sentía más en el extranjero que en España.
Buscó el número del móvil de Simón en la pantalla y pulsó la tecla de llamada, pensando en qué iba a decirle en cuanto le contestara: «Pensaba que había dejado claro que no quería ninguna interrupción durante mis vacaciones.» Sin embargo, no se lo diría con demasiada aspereza.
CAPÍTULO 10
Jueves, 6 de abril.
Son las dos de la madrugada. Estoy abajo, hecha un ovillo en el sofá, delante de la televisión; me siento pesada y desorientada por culpa del cansancio, pero me da miedo meterme en la cama. Sé que no podría dormir. Cojo el mando a distancia y pulso el botón para quitar el sonido. Podría apagar la televisión, pero soy supersticiosa. Las imágenes que parpadean en la pantalla son un vínculo. Son lo que me impide precipitarme desde lo alto del mundo.
De noche, se manifiesta toda mi cobardía, esa sensación de flaqueza e indefensión que todos los días, durante veinticuatro horas, me esfuerzo por vencer.
La ventana del salón es un enorme cuadrado oscuro en el que se reflejan dos globos de luz dorada; bajo esos dos discos amarillos veo a mi doble, agotada, la imagen de una mujer que está completamente sola. Cuando era pequeña solía creer que si dejabas entrar la oscuridad en una habitación bien iluminada, se volvería oscura, de la misma forma en que por la mañana se iluminaba cuando dejabas entrar la luz. Mi padre me explicaba por qué no era así, pero a mí no me convencía. Normalmente echo las cortinas en cuanto el cielo pasa del color azul al gris.
Esta noche no tiene sentido; la oscuridad ya ha entrado en casa. Se debe a la ausencia de Yvon y al caos que ha provocado la policía, aunque estoy segura de que ellos creen que lo recogieren todo, de la misma forma que Yvon cree que está recogiendo cuando echa sobres rotos, bolsitas de té aplastadas y migas de pan sobre la tapa del cubo de la basura de la cocina.
Ha dejado aquí la mayor parte de sus cosas y me obligo a pensar que es una buena señal. He deseado llamarla durante toda la noche, pero no lo he hecho. Ocultar lo que me ocurrió hace tres años fue fácil. Presentarme en una comisaría y acusar a un hombre inocente de violación fue fácil. Entonces, ¿por qué es tan difícil llamar a mi mejor amiga y decirle que lo siento?
Yvon pensará que me da igual; nunca se le ocurriría imaginar que tal vez esté asustada. De las dos, yo soy la que da miedo. Ella me toma el pelo sobre eso, pero es verdad: cuando quiero, soy capaz de intimidar a la gente. Una mirada fija basta para que Yvon limpie todas las migas de la encimera o para que vuelva a tapar la bandeja de la mantequilla después de usarla. Nunca dejo las herramientas tiradas toda la noche en mi taller; siempre las vuelvo a colocar en su sitio, en la estantería: los mazos al lado del diamante para afilar, que está junto a los formones.
Tú lo entenderías. En el Traveltel, antes de meterte en la cama, dejas tu ropa cuidadosamente colgada en la parte de atrás del sofá. Nunca he visto un calcetín tuyo tirado en el suelo. Cuando se lo conté a Yvon, arrugó la nariz y dijo que le parecías un obseso. Le dije que no se trataba de eso; si pensaba así, estaba en un error. Es algo que haces con calma, aunque también con rapidez. Debes haber practicado mucho, porque siempre haces que parezca algo casual que tu ropa quede exactamente paralela al sofá.
¿Recuerdas que una vez te dije que, en el caso de que Yvon desapareciera, la policía podría hacer una lista de todo lo que había comido recientemente sin ningún problema? Ahora que tú has desaparecido, pensar en eso me pone los pelos de punta. Pero es verdad. Las escamas rosadas y secas pegadas en el fondo de la sartén apuntarían claramente a que había cenado salmón la noche antes. Y una sartén con grasa pegada y restos chamuscados sería la prueba de que había tomado salchichas para almorzar.
Me dijiste que debería insistir en que limpiara. Cuando lo hago, me acusa de ser una tirana: «Te estás convirtiendo en un monstruo», me dice, sacando a regañadientes un envase de leche que lleva tres semanas en la nevera.
Ahora ya estoy muy acostumbrada a ello, habituada a mi actitud de nadie-va-a-librarse-de-nada; no creo que pueda cambiarla. Me he convertido -al principio deliberadamente, aunque muy pronto dejó de suponer un esfuerzo-en alguien que transforma cualquier nadería en un problema. «Déjate llevar», me dice siempre Yvon. Pero, para mí, dejarse llevar significa dirigirme obedientemente, a punta de cuchillo, hacia el coche de un desconocido.
Si no me hubiera convertido en un monstruo es posible que aquel día, en la gasolinera, no hubieras reparado en mí. No sé hasta qué punto oíste o presenciaste la discusión. Nunca he conseguido sacarte ninguna información significativa, como si aquel día también habías ido a comer allí. Quizás estabas en la tienda, al otro lado del pasillo, y sólo apareciste al oírme gritar. Me gustaría saberlo, porque me encanta la historia de cómo nos conocimos y quiero saberla al detalle.