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Graham había sido un cielo. Consciente de que se trataba de algo urgente, dejó de bromear, se vistió rápidamente y abrió la recepción para que Charlie pudiera usar su ordenador. Su despacho era una casucha fría y pequeña en la que sólo cabían dos enormes mesas. En un rincón había una diana para dardos, y, en otro, un enorme refrigerador de agua. Charlie le había contado lo de su dolor de cabeza y Graham había salido corriendo a buscar unos analgésicos.

– Si Steph vuelve y te encuentra aquí te va a echar una bronca -dijo-. Tú ignórala… o la amenazas con contármelo.

– ¿Y por qué iba a importarle? -preguntó Charlie-. Tú eres el jefe, ¿no?

Graham parecía avergonzado.

– Sí, pero… la situación entre Steph y yo es complicada.

Después de trabajar durante muchos años con Simón, Charlie lo sabía todo sobre situaciones complicadas. No hay que mezclar nunca el trabajo con el sexo. ¿Era aquello lo que habrían hecho Graham y Steph? ¿Tan mal había ido? Al menos Charlie y Simón seguían teniendo una sólida relación profesional.

Volvió a pensar en lo que él le había dicho por teléfono. Naomi Jenkins había demostrado que estaba en lo cierto. Algo malo le había ocurrido a Robert Haworth. Algo muy malo, probablemente fatal. ¿Cómo lo había sabido Naomi? Charlie se preguntó si sería la intuición de una amante o la certeza de una asesina en potencia. Si se trataba de lo último, era difícil imaginarse cuál había sido el papel de Juliet Haworth. Después de todo, ella había vivido durante casi una semana en la misma casa que un malherido e inconsciente Robert Haworth.

Según Simón, Haworth había estado en el Star Inn de Spilling la noche del pasado miércoles, como de costumbre. El jueves no se presentó en el Traveltel para reunirse con Naomi, así que lo más probable es que hubiera sido atacado en algún momento de la noche del miércoles, cuando volvió a casa del pub, o el jueves por la mañana, antes de que tuviera tiempo de salir de su casa para ir a trabajar.

Cuando Charlie le llamó, Simón ya había estado en el Hospital General de Culver Valley. Haworth estaba vivo pero inconsciente, en cuidados intensivos. Sin duda, estaría muerto si hubiera transcurrido un día más sin ser atendido. El especialista estaba muy sorprendido de que hubiese aguantado tanto tiempo, teniendo en cuenta la gravedad del traumatismo craneal. Había recibido varios golpes muy fuertes que le habían provocado una hemorragia subdural aguda, una hemorragia subaracnoidea y varias contusiones cerebrales. Haworth había sido intervenido inmediatamente; le habían drenado la hemorragia para disminuir 'a presión cerebral, pero los médicos no se mostraban muy optimistas. Y Simón tampoco.

– No creo que nos enfrentemos a un intento de asesinato por mucho tiempo -dijo.

– ¿Algún indicio de lo que provocó las heridas? -le preguntó Charlie.

– Sí, una piedra enorme. Estaba allí, en el suelo, junto a la cama ni siquiera habían intentado esconderla. Estaba llena de sangre y pelos. Juliet Haworth dijo que su marido y ella la utilizaban como cuña para mantener la puerta abierta. -Simón hizo una pausa-Esa mujer me da escalofríos. Me dijo que Haworth había cogido la piedra del río Culver un día que habían salido a caminar. En cuanto encontré a Haworth, empezó a hablar. Era casi como si se sintiera aliviada, aunque no parecía importarle nada. Me dijo que los anteriores dueños de la casa habían cambiado todas las puertas por unas contra incendios que no se mantenían abiertas…

– De ahí la cuña.

– Sí. Hay una en todas las habitaciones; todas son muy grandes, como la que le machacó la cabeza a Haworth, aunque proceden de ríos diferentes. Al parecer, a Haworth lo entusiasmaba esa idea. Su mujer me contó todo esto, información irrelevante… ¡Incluso me enumeró todos los malditos ríos! Sin embargo, cuando le pregunté si había atacado a su marido, sólo me sonrió. No dijo ni una palabra.

– ¿Te sonrió?

– No quiere ningún abogado. No parece importarle lo que pueda ocurrirle. Da la sensación de estar dispuesta a disfrutar de todo esto, hagamos lo que hagamos.

– ¿Crees que intentó matar a Haworth?

– Estoy seguro. O lo estaría, si no fuera por Naomi Jenkins, que también mintió. También la hemos traído aquí…

– ¿Han terminado ya los forenses con la casa? ¿Y qué me dices de posibles interferencias?

– No, Jenkins está en la Unidad de Custodia de Silsford.

– Buena idea.

– Ella tampoco quiere ningún abogado. ¿Crees que esas dos mujeres pueden estar juntas en esto?

Charlie no lo creía y le dijo a Simón por qué: se parecía demasiado a una fantasía feminista a lo Thelma y Louise. En realidad, dos mujeres que amaban a un hombre infiel solían odiarse mutuamente, y el marido infiel solía salir indemne mientras las dos mujeres aún siguieran deseándole.

Después de leer la historia de Naomi Jenkins, Charlie sintió curiosidad por las demás. Mientras esperaba que Graham volviera con los analgésicos pensó que podría echar un vistazo a algunas de ellas. Clicó los números setenta y tres, setenta y cuatro y setenta y cinco, por ese orden, y las leyó por encima. Todas ellas eran descripciones de violaciones que habían tenido lugar en el propio hogar de la víctima. La número setenta y seis era una sobre la violación cometida por un desconocido, pero la descripción era tan morbosa que Charlie estaba segura de que la había escrito un pervertido. Charlie se preguntó si Naomi Jenkins podría ser una pervertida. Eso explicaría por qué mintió al decir que Haworth la había violado; Charlie estaba convencida de que había mentido. No obstante, en la carta que Naomi había escrito a la página web no había detalles morbosos. Habría podido incluir alguno fácilmente; por lo que Simón le había contado, su declaración estaba llena de ellos, de modo que si era una mujer con mucha imaginación, ¿por qué no escribió toda su fantasía para que apareciera en la página web? Charlie deseó estar en Silsford para hacerle todas aquellas preguntas a Naomi Jenkins y ver la expresión de su cara mientras las respondía.

La puerta del despacho se abrió y apareció Steph. No llevaba la misma ropa que vestía la última vez que Charlie la había visto; ahora lucía unos pantalones negros que dejaban al descubierto los huesos de sus prominentes caderas. ¿Cómo conseguía que no se le cayeran? Era un misterio. Los vaqueros que llevaba por la mañana eran iguales. Prácticamente permitían ver su vello púbico, pensó Charlie. Pero en seguida rectificó: una mujer como Steph no debía de tener vello púbico y, si lo tenía, debía de afeitárselo en forma de corazón o de algo igualmente vulgar.

De cerca, el pelo multicolor de Steph era ridículo; daba la sensación de que varios pájaros, con problemas intestinales distintos, hubieran evacuado sobre su cabeza al mismo tiempo. El pelo le sobresalía en tupidos mechones y en puntas irregulares y engominadas, un estilo excesivo para una ocasión informal. Era un pelo que alguien sólo esperaría ver en un desfile de moda. Y mucho mejor peinado.

Una espesa capa de maquillaje cubría lo que Charlie sospechaba que era un mal cutis. Los labios de Steph, al igual que su pelo, estaban pintados de distintos colores: de un rosa brillante en el medio y con una fina línea roja y otra negra e incluso más fina en los bordes. Cuando entró en el despacho se oyó un tintineo y Charlie vio que llevaba varias pulseras de oro en los brazos.

– Éste es nuestro ordenador -dijo Steph, poniéndose furiosa de inmediato-. No puedes utilizarlo

– Graham me dijo que podía.

Steph hizo un mohín. Charlie vio que movía los labios.