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– Yo no me preocuparía por eso.

– ¿Cree que soy un lerdo o algo por el estilo? ¿Que no tengo imaginación? Vaya ironía. Debería oír la historia que le he contado a Stace para justificar la semana que voy a pasar con Suki. ¿Sabes que incluso redacté un programa de actividades de la concentración de nuestro equipo en un impreso con membrete de la policía?

– No quiero saberlo -dijo Simón-. No voy a mentirle a Stacey si me la encuentro cuando estés fuera y me pregunta por qué no estoy contigo…, sea donde sea que se suponga que hayas ido.

Sellers se echó a reír.

– Ahora dices eso, tío, pero sé que llegado el caso mentirías por mí. ¡Dejémonos de chorradas!

Simón estaba ansioso por dejar el tema. Ya lo habían discutido antes, demasiado a menudo. Sellers siempre se ponía de buen humor cuando lo criticaban, lo cual irritaba a Simón casi tanto como ver que él trataba sus escrúpulos como si fueran una especie de pose. Sellers no tenía imaginación, al menos en ese aspecto: era incapaz de concebir que alguien desaprobara sinceramente su infidelidad. ¿Por qué querría alguien frustrar sus ganas de divertirse cuando no suponía ningún sacrificio y nadie salía herido? Simón pensó que era demasiado optimista. La diversión era algo momentáneo, pero Sellers no era capaz de ver que podía convertirse en otra cosa, como en perder a su mujer y a sus hijos si Stacey Sellers llegaba a enterarse. Simón pensó que hasta que alguien no había sufrido de verdad no era capaz de saber hasta dónde podía llegar el dolor.

– Se me ha ocurrido algo como regalo de boda para Gibbs -dijo Sellers-. Sé que todavía falta un poco, pero preferiría quitarme el tema de encima lo antes posible. Tengo cosas más importantes en las que pensar. -Sellers hizo un gesto lascivo-. Preparar las vacaciones…, lubricantes…, polvos…

– Separaciones matrimoniales -murmuró Simón, pensando en el poema que Juliet Haworth había escrito en el sobre. No era la típica esposa de un camionero, de la misma forma que Naomi Jenkins tampoco era la amante habitual de un camionero. Ambas debían de tener más cosas en común entre ellas que con él, pensó Simón. Era difícil saber si estaba en lo cierto, teniendo en cuenta que Haworth aún hablaba menos que esas dos mujeres-. ¿De qué se trata?

– Un reloj de sol.

Simón se echó a reír en su cara.

– ¿Para Gibbs? ¿Y no preferiría una lata de Special Brew? ¿0 un vídeo porno?

– ¿Sabes que Muñeco de Nieve tiene un libro sobre relojes de sol?

– Sí. ¿Y sabes quién le compró ese libro y aún no ha recuperado lo que le costó?

– Le he echado un vistazo. Puedes ponerle algo llamado nodo.

– ¿Te refieres a un gnomon?

– No, eso lo tienen todos los relojes de sol. Normalmente, un nodo suele ser una bola, aunque no necesariamente. Se coloca sobre el gnomon, y todos los años su sombra señala una fecha en particular…, la boda de Gibbs y Debbie, por ejemplo. La línea que señala esa fecha se cruza con las líneas de abajo, las que marcan las horas y las medias horas. Y en esa fecha, todos los años, la sombra del nodo sigue el recorrido de toda la línea. ¿Entiendes lo que quiero decir?

– Los detalles son irrelevantes -dijo Simón-. No creo que sea una buena idea. Gibbs nunca querría un reloj de sol; se quedaría muy decepcionado.

– Puede que Debbie sí quiera uno. -Sellers parecía dolido-. Los relojes de sol son bonitos. A mí me gustaría tener uno. Y Proust también lo dijo.

– Debbie quiere casarse con Gibbs, por lo que debemos suponer que tiene tan mal gusto como él.

– ¡De acuerdo, aguafiestas! Sólo quería zanjar el tema, eso es todo. Cuando vuelva de mi semana con Suki sólo faltarán un par de días para la boda. Tendréis un montón de problemas para resolver el asunto si lo dejáis para el último momento. ¡Dios, hablar sobre ello me ha desanimado! Ya sé que Gibbs no es precisamente…

– Precisamente.

– Olvídalo -dijo Sellers cansinamente.

– ¿Cómo crees que ha ido la cosa? -le preguntó Simón-. ¿Robert Haworth violó a Naomi Jenkins y se lo contó a su mujer? ¿O a Jenkins la violó otro, se lo contó a su amante y luego éste reveló su secreto y se lo dijo a su mujer?

– Y quién cono lo sabe -dijo Sellers-. En ambos casos estás dando por sentado que Haworth le contó lo de la violación a su mujer. Quizás fue Naomi Jenkins quien se lo dijo. No puedo dejar de pensar que ambas están compinchadas para despistarnos. Son dos arpías resabidas y sabemos que están mintiendo. ¿Y si no fueran las enemigas y rivales que pretenden ser?

– ¿Y si no tenemos nada? -dijo Simón, desalentado-Con Haworth aún inconsciente y esas dos mujeres tomándonos el pelo no vamos a ninguna parte, ¿no es así?

– Yo no diría eso -dijo Charlie, acercándose hacia ellos por el pasillo.

Simón y Sellers se volvieron. Charlie tenía mala cara. No parecía estar contenta, como solía estar cuando hacían progresos.

– Simón, necesito una muestra de ADN de Haworth lo antes posible. Y no una de las que los forenses consiguieron en su casa, antes de que me digas que ya la tenemos. Quiero que le saquen otra muestra. No voy a correr ningún riesgo.

Charlie siguió andando mientras hablaba; Simón oyó a Sellers ladeando detrás de él mientras trataban de seguir su paso.

– Sellers, consígueme información sobre Haworth, su esposa Y Naomi Jenkins. ¿Dónde está Gibbs?

– No estoy seguro -dijo Sellers.

– Eso no me vale. Quiero que me traigáis a Yvon Cotchin para interrogarla; es la amiga de Jenkins. Y poned a trabajar a los forenses con el camión de Robert Haworth.

– ¿De qué va todo esto? -preguntó Sellers, rojo como un tomate, una vez que se hubo esfumado el repiqueteo de los tacones de aguja de Charlie.

Simón no quería hacer suposiciones ni deseaba especular sobre lo que podía ser tanto un progreso como malas noticias.

– No puedes seguir encubriendo a Gibbs -dijo, cambiando de tema-. ¿Qué le ocurre? ¿Se trata de la boda?

– Estará bien -repuso Sellers, resuelto.

Simón pensó en el reloj de sol que había en la tarjeta de Naomi Jenkins, en su leyenda. No pudo recordarla en latín, pero la tradujo como «Sólo cuento las horas de sol». Eso le venía a Sellers como anillo al dedo.

CAPÍTULO 13

Jueves, 6 de abril.

La inspectora Zailer abre la puerta de mi celda. Intento levantarme, y sólo me doy cuenta de lo agotada que estoy cuando se me doblan las rodillas y empiezo a escuchar un tintineo dentro de mi cabeza. Antes de conseguir transformar la maraña de mis pensamientos en una pregunta coherente, la inspectora Zailer dice:

– Robert está mejor. La hemorragia se ha detenido y le ha bajado la inflamación.

Esto es todo cuanto necesito saber para recuperar las fuerzas.

– ¿Quiere decir que se va a poner bien? ¿Que va a despertar?

– No lo sé. El médico con el que acabo de hablar ha dicho que con las heridas de la cabeza nunca se sabe. Lo siento.

Debería haberlo sabido: las experiencias traumáticas nunca terminan. Es como una carrera sin fin: la línea de meta se convierte en polvo y se esparce a medida que me aproximo a ella, y, cuando desaparece, diviso otra a lo lejos. Y luego corro hacia esa nueva línea de meta, jadeando hasta morir, y vuelve a ocurrir lo mismo. Acaba una espera y acto seguido empieza otra. Eso me desgasta más que la falta de sueño. Tengo la sensación de que hay un animal atrapado en mi interior, luchando por salir, moviéndose de un lado a otro. Si consiguiera calmarme no me importaría permanecer despierta durante toda la noche.

– Lléveme al hospital para ver a Robert -digo, mientras la inspectora Zailer me saca al pasillo.

– Voy a llevarla a una sala de interrogatorio -responde ella con firmeza-. Tenemos cosas de que hablar, Naomi…, hay muchas cosas que explicar y aclarar.

Mi cuerpo se dobla. No he conseguido recuperar suficientes energías.