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– Tal vez -repuso Charlie-Piensa en lo que contó Naomi Jenkins. Eso debió de dejarle agotado, ¿no te parece? Un secuestro, seguido de un largo trayecto en coche, varias violaciones, servir una cena elegante a más de diez invitados y luego otro largo viaje de regreso.

– Es posible que nuestro hombre se trasladara a West Yorkshire entre la violación de Jenkins y la de Kelvey -dijo Kombothekra-Eso explicaría el cambio de sitio.

– O quizás siempre haya vivido en West Yorkshire, teniendo en cuenta que Jenkins dijo que su trayecto fue mucho más largo -apuntó Sellers.

– Puede que fuera una pista falsa y algo que convirtiera la «actuación» de ese tío en algo demasiado agotador para seguir haciéndolo -dijo Charlie-. Quizás vivía en Spilling y así fue como conoció a Jenkins, o supo de su existencia y estuvo dando vueltas en círculo para que ella pensara que la había llevado al otro extremo del país.

– Esa es una especulación absurda -murmuró Proust, irritado.

– Puede que tenga un trabajo que le deje tiempo para secuestrar a sus víctimas -sugirió Gibbs.

– Hay algo sobre lo que todavía no hemos hablado -dijo Charlie.

– Eso me parece poco probable -rezongó Proust.

Charlie le ignoró.

– Todas las mujeres afirmaron que su secuestrador conocía sus nombres y muchos detalles sobre ellas. Pero, ¿cómo lo sabía? Debemos averiguar si tienen algo en común más allá de lo que es obvio: son mujeres de clase media que han tenido éxito en su trabajo. Naomi Jenkins diseña relojes de sol; Sandy Freeguard es escritora…, escribe libros para niños, y Prue Kelvey es una abogada especializada en inmigración.

– Era -la corrigió Sam Kombothekra-. No ha vuelto a trabajar desde la agresión.

– No podemos estar seguros en el caso de la superviviente número treinta y uno -continuó Charlie-, pero escribe como alguien que hubiera recibido una buena educación.

– Jenkins, Kelvey y Freeguard dicen que su violador les preguntó cómo se sentían siendo mujeres que habían tenido éxito en su profesión, por lo que tendremos que asumir que eso es algo que vincula los casos -dijo Kombothekra.

– Pero luego está la historia de la superviviente de la página web de SVIAS, Tanya, de Cardiff -le recordó Simón-. Es camarera y su forma de escribir es muy pobre. No estoy seguro de que su violación forme parte de la misma serie.

– Cronológicamente, fue la primera -dijo Sellers-. ¿Podría ser que se tratara de un ensayo y que luego el violador pensara que aquello era algo increíble, pero que prefería hacerlo con una mujer elegante y con público?

– Posiblemente -repuso Charlie-. Tal vez…

Se interrumpió, pensativa. Proust lanzó un pesado suspiro.

– ¿Acaso estamos a punto emprender un viaje a un mundo fantástico?

– Los dos hombres que describió Tanya estaban en el restaurante donde trabajaba, tomándose un curry. Era el único miembro del personal que estaba allí; los hombres estaban borrachos y era tarde. Quizás ésa fue la primera agresión, algo espontaneo que surgió de improviso. Uno de los hombres se olvidó de todo, o lo consideró algo ocasional, pero el otro le cogió gusto…

– Ya basta, inspectora. Parece que estés intentando venderle un guión a Steven Spielberg. Y ahora, si esto es todo… -añadió, frotándose las manos.

– El caso de Tanya, de Cardiff, por la razón que sea, es raro -dijo Charlie-. Vamos a seguir la pista de las mujeres que han triunfado en su profesión. Gibbs, echa un vistazo a las asociaciones de mujeres trabajadoras o algo parecido.

– Ayer escuché algo en Radio 4 -dijo Simón-. Algo sobre una organización que agrupaba a la gente que trabajaba por su cuenta. Tanto Jenkins como Freeguard son autónomas. Puede que el violador también lo sea.

– Kelvin no lo es. No lo era -dijo Gibbs.

– ¿Sabemos algo de Yvon Cotchin? -le preguntó Charlie.

– Me pondré con ello -dijo Gibbs, con expresión asqueada-. Pero no vamos a sacarle nada. Nos dirá exactamente lo que Jenkins le ha dicho que nos diga.

Charlie le miró fijamente.

– Ya deberías haber hablado con ella. Te lo dije, y te lo repito otra vez. Sellers, busca algo relacionado con la venta en Internet de entradas para asistir a violaciones en directo, espectáculos de sexo en vivo, esas cosas. Y habla con SVISA y con los de «Habla y Sobrevive» para ver si tienen alguna forma de contactar con Tanya, de Cardiff, y con la superviviente número treinta y uno. Puede que su dirección esté oculta, pero eso no significa que no tengan su nombre y sus señas.

Sellers se levantó, dispuesto a ponerse a trabajar.

– Simón, tú céntrate en el tema del teatro. ¿Se me ha escapado algo?

– Creo que sí. -Sam Kombothekra parecía avergonzado-. El antifaz. A las tres mujeres las llevaron de vuelta al lugar donde el agresor las había abordado. Y las tres seguían llevando el antifaz cuando se fue. ¿Es posible que ese tipo trabaje para una compañía aérea? Supuestamente, un piloto o un auxiliar de vuelo tendrían fácil acceso a todos los antifaces que quisieran.

– Bien pensado -dijo Charlie diplomáticamente-. Aunque bueno, es fácil comprar un antifaz en cualquier sucursal de Boots.

– Ah. -Kombothekra se ruborizó-. Nunca he ido a Boots -masculló, y Charlie deseó haber mantenido la boca cerrada. Vio que Proust miraba hacia su despacho por el rabillo del ojo-. Señor, necesito hablar un momento con usted -dijo Charlie, conteniendo la respiración. El inspector jefe odiaba que las cosas se sucedieran sin solución de continuidad.

– ¿Hablar? Espero que sea breve. Me voy a preparar una taza de té, si me lo permiten -gruñó Muñeco de Nieve-. De acuerdo, inspectora, de acuerdo. Estaré en mi despacho. Venga de inmediato.

– ¡Caray! ¿Siempre es así? -preguntó Sam Kombothekra después de que Proust hubo cerrado de golpe la puerta de cristal. La sala se estremeció.

– Sí -dijo Charlie, con una sonrisa.

Kombothekra nunca habría adivinado que Charlie hablaba en broma.

– Rotundamente no. Si esa absurda idea fuera tuya, puede que tratara de quitártela de la cabeza, pero esta absurda idea es de otra persona y normalmente sueles ser buena echando por tierra esa clase de cosas.

Proust dejó de sorber su té. Siempre sorbía ruidosamente, incluso cuando bebía té con leche y mucho azúcar. Charlie pensó que era un desastre tomando té.

– Estoy de acuerdo con usted, señor -dijo Charlie-. Sólo quería comprobar que no estaba siendo demasiado estricta. Juliet Haworth me dijo sin ambages que si la dejábamos hablar con Naomi Jenkins a solas nos contaría la verdad. No quería descartar esa posibilidad sin consultarlo antes con usted.

Proust movió la mano, desdeñoso.

– Ella no nos diría nada, aun cuando aceptáramos su petición. Lo único que quiere es torturar a Jenkins. Alguna de las dos acabaría muerta o en el hospital, haciendo compañía a Robert Haworth. Ya tenemos bastante lío por ahora.

– Sí, así es -dijo Charlie-. ¿Y qué me dice de una conversación entre Juliet Haworth y Jenkins estando yo presente? Podría intervenir si viera que las cosas se pusieran feas. Si Juliet Haworth estuviera de acuerdo con eso…

– ¿Y por qué iba a estar de acuerdo? Ella ya lo especificó: a solas con Jenkins. ¿Y por qué iba a aceptar Jenkins?

– Ya ha aceptado. Con una condición.

Proust se levantó, sacudiendo nerviosamente la cabeza.

– ¡Todo el mundo pone condiciones! Juliet Haworth ha puesto una y Naomi Jenkins otra. Si Robert Haworth sobrevive, seguro que también pondrá condiciones. Inspectora, ¿qué es lo que estás haciendo mal para que todos piensen que pueden imponer sus reglas?

«¿Por qué siempre soy yo quien hace las cosas mal?» Charlie tenía ganas de gritar. Según Proust, según Olivia… Estar mal con su hermana hacía que Charlie se sintiera frágil. Tenía que arreglar las cosas cuanto antes. ¿Por qué había sido tan estúpida? Había oído el nombre de Graham y eso bastó: la coincidencia le hizo perder todo sentido de la proporción. Su novio imaginario se había convertido en realidad. Y había caído en la trampa. Se lo explicaría todo a Olivia. La llamaría por la noche…, no podía aplazarlo más.