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Tyrannosaurus Sex. Charlie ahuyentó de su mente el insulto de Olivia y, cansinamente, empezó a defenderse ante Proust.

– Señor, he abordado este caso exactamente igual que…

– ¿Sabes lo que me dijo Amanda el otro día?

Charlie suspiró. Amanda era la hija de Muñeco de Nieve. Estudiaba Sociología en la Universidad de Essex. No faltaba mucho Para su cumpleaños; Charlie tomó nota mentalmente para señalarlo más tarde con un círculo en el calendario que Proust tenía sobre su escritorio.

– Pues resulta que doce estudiantes de su curso, ¡doce!, compartían una misma circunstancia cuando llegó el día del examen. Todos afirmaron ser disléxicos o… ¿cómo se llama esa otra cosa?

– Naomi Jenkins hablará con Juliet Haworth si, a cambio, la llevamos a ver a Robert Haworth al hospital. -Al ver la furiosa expresión del inspector jefe, Charlie añadió-: Y no me ha pedido verle a solas. Estaré allí en todo momento, vigilándola.

– ¡No seas absurda, inspectora! -bramó Proust-. Es sospechosa de intento de asesinato. ¿Cómo sonaría eso si la prensa llegara a enterarse? ¡El fin de semana todos estaríamos trabajando como reponedores en un supermercado!

– Estaría de acuerdo con usted si Haworth estuviera consciente, señor, pero mientras no lo esté, mientras no sepamos seguro que va a vivir…

– ¡No, inspectora! ¡No!

– Señor, ¡tendría que ser más flexible!

Proust juntó las cejas. Se hizo un largo silencio.

– ¿De veras? -dijo él, finalmente.

– Creo que sí. Lo que está ocurriendo es alarmante, y el factor crucial, la clave de todo, está en las relaciones personales. En la relación entre Haworth y Jenkins, entre Haworth y su mujer, y entre Juliet y Jenkins. Si quieren hablar, sea en las circunstancias que sea, deberíamos aprovechar esa oportunidad. Si nosotros estamos presentes, habrá más pros que contras, señor. Podríamos conseguir una información de vital importancia viendo cómo se comporta Jenkins junto a la cama de Haworth…

– ¿Te refieres a cuando la veas sacar una enorme piedra de su bolsillo?

– …y de cómo reaccionan Juliet Haworth y Jenkins.

– Ya te he dado mi respuesta, inspectora.

– Si sirve de algo, Simón está de acuerdo conmigo. Cree que de heríamos decirles que sí a ambas con la debida supervisión.

– Sí sirve de algo -repuso Proust-. Eso refuerza mi oposición a todo cuanto me propones. ¡Waterhouse!

«Ese réprobo inútil no», daba a entender su tono. Simón había cerrado más casos que cualquier otro agente bajo la supervisión de Proust, incluida Charlie.

– Hablando de otra cosa…

– ¿Señor?

– ¿Qué le pasa a Gibbs?

– No lo sé.

Ni le importaba.

– Bueno, pues descúbrelo, sea lo que sea, y arréglalo. Estoy harto de verle merodeando frente a mi despacho como un fantasma. ¿Te ha contado Sellers su idea?

– ¿La idea de Gibbs?

– Obviamente no. La idea de Sellers de comprarle a Gibbs un reloj de sol como regalo de boda.

Charlie no pudo evitar sonreír.

– No, nadie me lo ha comentado.

– Sellers ha pensado en un reloj de sol con una fecha, la de la boda de Gibbs, pero no me convence. Es demasiado confuso. No puede haber una línea que indique una sola fecha, inspectora. Lo he leído. Cualquier línea indicaría dos días, porque cada fecha tiene su doble, ya sabes. Hay otro día, a lo largo del año, en que la inclinación del sol será la misma que la de la fecha de la boda de Gibbs. Así pues, el gismo, lo que llaman nodo, también proyectaría su sombra en la línea de la fecha ese otro día. -Proust negó con la cabeza-. No me gusta. Es demasiado confuso, demasiado aleatorio.

Charlie no entendía exactamente de qué estaba hablando.

– Pero la idea de Sellers hizo que se me ocurriera otra a mí. ¿Qué tal un reloj de sol para nuestra humilde morada, en la pared de la parte de atrás, donde solía estar el viejo reloj? Nunca se sustituyó ese reloj…, sólo hay un enorme espacio vacío. ¿Cuánto te parece que puede costar un reloj de sol?

– No lo sé, señor. -Charlie se imaginó a Proust sometiendo propuesta al superintendente Barrow y casi estuvo a punto soltar una carcajada-. Si quiere puedo preguntárselo a Naomi Jenkins.

El inspector jefe chasqueó la lengua.

– Evidentemente, no podríamos encargárselo a ella. Y antes tengo que conseguir la aprobación de las altas instancias. Pero no puede ser muy caro, ¿verdad? ¿Cuánto crees? ¿Unas quinientas libras por uno que sea bien grande?

– De verdad que no tengo ni idea, señor.

Proust cogió un enorme libro de tapas negras que estaba encima de la mesa y empezó a hojearlo.

– Waterhouse fue muy amable al traerme esto. Hay un capítulo sobre relojes de sol de pared…, ¿dónde está? También hay relojes que se pueden fijar en una pared sin necesidad de instalación.

– Señor, ¿quiere que lo averigüe? Los precios, el tiempo que tardaría, todo eso. Usted está ocupado.

Charlie sabía que eso era lo que quería oír.

– Excelente, inspectora. Eso es muy considerado de tu parte.

Proust sonrió y Charlie descubrió, para su vergüenza, que se sentía invadida por una inesperada racha de elogios. ¿Era algo propio de la naturaleza humana ansiar la aprobación de las criaturas más despreciables que uno conocía? Se volvió para salir.

– ¿Inspectora?

– ¿Mm?

– Tú me entiendes, ¿verdad? No podemos dejar que Juliet Haworth y Naomi Jenkins mantengan una conversación privada sin presencia policial. Y, del mismo modo, no podemos permitir que Jenkins esté a solas con Haworth en la habitación de un hospital. Es demasiado arriesgado.

– Si usted lo dice, señor -dijo Charlie, indecisa.

– Dígales a Naomi Jenkins y a Juliet Haworth que aquí somos nosotros quienes ponemos las condiciones. ¡Somos nosotros quienes dirigimos el espectáculo, no ellas! Si esos dos… encuentros llegaran a producirse, deberá ser con la presencia de agentes en ambos casos. Y no sólo de agentes… Quiero que tú estés allí, inspectora. Me da igual el trabajo que tengas y tu nivel de estrés -dijo, remarcando las palabras-. Eso no es algo que pueda delegarse.

Charlie fingió una expresión apesadumbrada, pero por dentro saltaba de júbilo.

– Si insiste, señor… -dijo.

CAPÍTULO 15

Viernes, 7 de abril.

– ¿Qué sabes sobre mi marido? -me pregunta Juliet.

– Que me quiere -le respondo.

Ella se echa a reír.

– Eso es algo sobre ti, no sobre él. ¿Qué sabes sobre Robert? Sobre su familia, por ejemplo.

El subinspector Waterhouse coge su bolígrafo. Él y la inspectora Zailer intercambian una mirada que no soy capaz de interpretar.

– No se ve con nadie de su familia.

– Es cierto.

Juliet hace una marca en el aire con el dedo índice. Con la otra mano se frota una ceja, como si quisiera alisársela una y otra vez. Un aparato está grabando nuestra conversación Al mismo tiempo, mi memoria está grabando todos los gestos y expresiones de Juliet. Ésta es tu esposa, la mujer, me imagino, que habrá hablado a menudo contigo sobre cosas cotidianas -la revisión del coche, sobre descongelar el frigorífico-mientras se cepilla los dientes y tiene la boca llena de dentífrico. Así de cerca ha estado de ti.

Cuanto más la observo, cuanto más tiempo llevo sentada con ella en esta pequeña habitación pintada de gris, más vulgar me parece. Es como cuando no puedes mirar un cuadro de alguna horripilante deformidad porque eres demasiado impresionable-Cuando por fin te obligas a mirarlo y a familiarizarte con todos sus detalles, de pronto se convierte en algo prosaico de lo que no hay que temer nada en absoluto.