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– ¿Y cuál cree usted que era el motivo? -preguntó Charlie.

– Robert es un obseso del control. Quería tener a Juliet y a Naomi, y quería meter a Naomi en una urna con un horario muy concreto: los jueves, de cuatro a siete. Pero ella no es capaz de darse cuenta. Y es muy frustrante. Es como si supiera cosas de él que parece ignorar, si es que eso tiene sentido. A ver, por lo que ella me ha contado, sólo sé que él es un obseso del control. Sin embargo, yo soy capaz de ver las cosas tal y como son, mientras que ella no.

– ¿Qué clase de cosas?

La forma en que Yvon puso los ojos en blanco daba a entender que tenía mucho donde elegir.

– Cuando se ven, él siempre lleva una botella de vino. En una ocasión tiró la botella cuando se estaba metiendo en la cama. Estaba prácticamente llena y casi todo el vino se derramó sobre la alfombra. Naomi me dijo que ella quiso salir a comprar otra botella, pero él no se lo permitió. Cuando se lo dijo, se mostró muy ofendido.

– Bueno, si sólo disponían de tres horas… -empezó Charlie, pero Yvon negó con la cabeza.

– No, no se trataba de eso. Él se lo explicó a Naomi. Se ofendió porque ella dio por sentado que cuando tiras una botella de vino simplemente hay que comprar otra. Para él, fue su torpeza lo que había hecho que se derramara el vino, de modo que, como castigo, pensó que tenía que aguantarse. No lo llamó un castigo, pero se refería a eso. Naomi dijo que él se sentía mal por haber volcado la botella y que no quería perdonárselo. Lo llamó «vandalismo accidental». Siempre le salía con toda clase de tonterías; era incapaz de soportarlo, como si no pudiera ocurrir algo inesperado. Creo que está un poco chiflado. Es un neurótico. -Yvon se volvió hacia Gibbs-. ¿Cuándo voy a recuperar mi ordenador?

– Ya lo devolvimos -dijo él-. Está en casa de Naomi Jenkins.

– Pero… ahora vivo aquí. Lo necesito para trabajar.

– No soy un empleado de una empresa de mudanzas. Tendrá que irlo a buscar usted.

Charlie decidió que había llegado el momento de plantear su teoría.

– Yvon, ¿es posible que sea usted la que fuera violada hace tres años? ¿Fue ése el motivo de que estuviera nerviosa y de que su matrimonio se viniera abajo? ¿Fue Naomi quien escribió a esa página web en su nombre y firmó con sus iniciales para preservar su anonimato?

La idea tardó unos momentos en hacer mella. Yvon parecía estar tratando de compilar información en su cabeza, como si fuera un aparato difícil de manejar. Una vez que lo hubo conseguido, pareció horrorizada.

– No -dijo-. Por supuesto que no. ¡Lo que ha dicho es horrible! ¿Cómo puede desearme algo así?

Charlie no era muy paciente con el chantaje emocional.

– Muy bien -dijo, poniéndose en pie-. Esto es todo por ahora, Pero es probable que queramos hablar de nuevo con usted. No piensa irse a ninguna parte, ¿verdad?

– Puede que sí -repuso Yvon, como si fuera un niño al que hubieran pillado desprevenido.

– ¿Adónde?

– A Escocia. Ben me dijo que necesitaba tomarme un respiro, y tiene razón.

– ¿Él irá con usted?

– Sí, como amigo. No sé por qué está tan interesada en Ben y en mí.

– Soy muy curiosa -dijo Charlie.

– Nosotros no tenemos nada que ver con esto.

– Necesitamos una dirección.

Yvon rebuscó en su bolso, que estaba junto al sofá, entre el montón de tazas y periódicos. Unos instantes después le dio a Charlie una tarjeta que ella reconoció.

– ¿Chalets Silver Brae? -La voz de Charlie sonó firme-. ¿Van a ir allí? ¿Y por qué ese sitio?

– Me hacen un buen descuento, por si quiere saberlo. Diseñé su página web.

– ¿Y cómo fue eso?

Yvon parecía perpleja por el interés de Charlie.

– Graham, el dueño, es amigo de mi padre. Papá fue profesor suyo en la universidad.

– ¿Qué universidad?

– En Oxford. Graham fue quien sacó las mejores notas en Lenguas Clásicas de ese curso. Mi padre sufrió una decepción al ver que no acabó siendo catedrático. ¿Por qué quiere saber todo esto?

Era una pregunta que Charlie debía evitar. Graham, un catedrático de Lenguas Clásicas. Se había burlado de ella por mencionar un libro que había leído: Rebeca, de Daphne Du Maurier. «Qué culta, jefa». Seguramente debía sentirse avergonzado de su inteligencia. Qué modesto. Basta ya, se dijo Charlie. «No sientes ningún cariño por él. Sólo te gustó para pasar un rato. Eso es todo.»

– ¿Estuvo alguna vez Naomi en los chalets de Silver Brae. -preguntó Charlie-. Tenía una tarjeta.

Yvon negó con la cabeza.

– Intenté convencerla para que fuera, pero…, después de conocer a Robert no quería ir a ningún sitio. Creo que pensaba que si no podía ir con él prefería no hacerlo.

Charlie pensaba a toda velocidad. De modo que ésa era la razón por la que Naomi tenía esa tarjeta. Graham conocía a Yvon y ahora a Charlie no le quedaba otra opción que llamarle. Al margen de lo que dijera Yvon, puede que Naomi y Robert sí hubieran estado en los chalets Silver Brae.

– ¿Por qué te importan esa Miss Cigarrillos Mentolados y el hippie de su marido? -le soltó Gibbs a Charlie cuando ya estaban en el coche-. ¡Es un soplapollas arrogante! Estábamos ahí, contemplando la colección de pipas que había en el alféizar de la ventana, ¡y a él le importaba un carajo!

– Me interesan las relaciones de los demás -le dijo Charlie.

– Salvo la mía. La del viejo y aburrido Chris Gibbs y su aburrida novia.

Charlie se masajeó las sienes con las palmas de las manos.

– Gibbs, si no quieres casarte, no lo hagas, por el amor de Dios. Dile a Debbie que has cambiado de opinión.

Gibbs se quedó mirando fijamente la calle.

– Apuesto que a todos os gustaría que hiciera eso, ¿verdad? -dijo él.

– No lo sé -dijo Prue Kelvey. Estaba sentada sobre sus manos, mirando una fotografía ampliada de Robert Haworth. Sam Kombothekra pensó que estaba disimulando muy bien su decepción-. Cuando me la mostró, me quedé sorprendida… Ésta no es la cara que he visto en mi imaginación desde que ocurrió… Pero la memoria y…, los sentimientos distorsionan las cosas, ¿verdad? Y este hombre se parece al que veo en mi imaginación. Podría ser él. Sólo que…, no puedo decir que lo reconozca. -Hizo una larga Pausa. Luego preguntó-: ¿Quién es?

– No puedo decírselo. Lo siento.

Kelvey lo aceptó sin discutir. Sam decidió no decirle que el perfil de su ADN que habían conseguido de las muestras de su violación estaba siendo comparado con el de un hombre de Culver Valley a quien se acusaba de un delito similar. Tenía la sensación de que, en realidad, Prue Kelvey no quería que él le contara nada; aún se estaba recuperando de la conmoción que había sufrido al encontrarse a Sam frente a su puerta. Se dijo que seguramente pasarían varios días antes de que ella se pusiera en contacto con él para pedir más información.

Ella siempre había confiado poco en sí misma; dudaba de todo cuanto decía, salvo de lo que era inequívoco. Sam esperaba tener más suerte con Sandy Freeguard. Cuando se levantó para irse, Prue Kelvey se hundió, aliviada, y Sam se sintió mal al pensar que, aparte del rostro de su violador, el suyo debía de ser el que ella relacionaba más estrechamente con aquella horrible experiencia.

El trayecto entre el domicilio de Kelvey y el de Freeguard duró alrededor de una hora. Aquélla no era la primera vez que Sam lo recorría. No le importaba tomar la M62, a menos que estuviera colapsada. La parte que sí odiaba era el trecho que había entre Shipley y Bradford, lleno de mugrientos y medio derruidos pisos de protección oficial y el luminoso aunque igualmente deprimente centro comercial, con sus inmensos aparcamientos y cadenas de restaurantes. Edificios enormes, grises, excesivos. ¿Acaso podía existir una arquitectura menos imaginativa?