Afortunadamente, las carreteras estaban desiertas, y Sam estaba frente a la casa de Sandy Freeguard cuarenta y cinco minutos después de haber salido de Otley. Freeguard era, en muchos sentidos, el polo opuesto de Prue Kelvey. Desde el principio lo había hecho sentirse cómodo y él dejó de preocuparse en seguida por qué podía decirle. Cuando se presentaba sin avisar, siempre le sonreía, no paraba de bromear y apenas le dejaba meter baza. Si por un momento él perdía la concentración, era difícil recuperarla. Sandy sacaba a colación docenas de temas por minuto. A Sam caía bien y sospechaba que su verborrea era una estrategia deliberada para que él se sintiera menos tenso. ¿Se imaginaría lo difícil que le resultaba enfrentarse a mujeres que, como ella, habían vivido un infierno a manos de un hombre? Aquello le hacía sentirse culpable y ser aprensivo. Ningún hombre de los que conocía era así; la idea de conocer a alguno que hiciera lo que les habían hecho a Prue Kelvey y Sandy Freeguard le ponía enfermo.
– …pero, evidentemente, podía ser que Peter y Sue fueran quienes estuvieran en un error, y ésa fue la razón por la que Kavitha pensó que yo me enfadaría.
Sam no tenía ni idea de qué estaba hablando. Peter, Sue y Kavitha eran sus colegas. Sandy Freeguard se tuteaba con todo su equipo. Ella les había dado esperanzas, aun cuando todo hacía pensar que no iban a detener al hombre que la había atacado. Ella no se rindió. En vez de eso, fundó un grupo local de apoyo a las víctimas, hizo un curso de consejera y trabajó como voluntaria para varias asociaciones. La última vez que Sam la había visto le comentó la posibilidad de escribir un libro.
– ¿Por qué no? -le había dicho, sonriendo con pesar-. Después de todo, soy escritora, y éste es un tema que no me afecta sólo a mí. Al principio pensé que quizás sería como sacarle provecho a la experiencia que viví, pero…, ¡a la mierda!, porque la única persona de la que me aprovecharía sería de mí misma, de modo que, si a mí no me importa, ¿por qué debería importarle a alguien?
Sam interrumpió su parloteo.
– Tengo una fotografía que quiero enseñarle, Sandy -dijo-. Pensamos que podría ser él.
Ella dejó de hablar y se quedó con la boca abierta.
– Bien -dijo-. ¿Quiere decir que puede que lo tengan?
Sam asintió con la cabeza.
– Adelante, enséñeme esa foto, entonces -dijo ella.
Sandy empezó a observar su traje y a mirar sus manos Dará Ver si sostenía algo. Si no sacaba de inmediato la fotografía, sería capaz de cachearle.
Sam sacó la fotografía del bolsillo de su pantalón y se la tendió. Ella le echó un rápido vistazo y luego observó a Sam con curiosidad.
– ¿Se trata de una broma? -preguntó.
– Por supuesto que no. ¿No es él?
– No. No lo es, sin duda.
– Lo siento…
Sam se sintió invadido por la culpabilidad y se quedó bloqueado. Debería haberle dicho que no albergara esperanzas. No debería haber sacado la foto tan deprisa, por mucho que Sandy lo deseara. Quizás ella no era tan fuerte como parecía, quizás eso la haría…
– Sam, conozco a este hombre.
– ¿Qué? -Sam se levantó, estupefacto-. Pero usted dijo que…
– Dije que éste no es el hombre que me violó. -Sandy Freeguard se echó a reír al ver su expresión de asombro-. Este es Robert Haworth. ¿Qué diablos le hizo pensar que se trataba de ese hombre?
CAPÍTULO 17
Viernes, 7 de abril.
Te estoy agarrando de la mano. Es difícil explicar la intensidad de esta sensación a alguien que no la haya experimentado. Mi cuerpo arde y crepita mientras tú calcinas la oscuridad que había dentro de mí con un violento calor. Algo se ha encendido al notar tu contacto y me siento como me sentí el primer día en el área de servicio: ardiente y segura. Me había arrastrado hasta acercarme al precipicio. Me estaba marchitando y ahora, justo a tiempo, me he vuelto a conectar a mi fuente de vida. Y tú, ¿sientes lo mismo? No me molestaré en preguntárselo a las enfermeras. Me hablarían de probabilidades y estadísticas. Me dirían: «Los análisis señalan que…».
Sé que sabes que estoy aquí. No tienes que moverte ni decir nada; puedo sentir la energía del reconocimiento que fluye desde tu mano hasta la mía.
La inspectora Zailer está de pie en un rincón de la habitación, vigilándonos. Mientras nos dirigíamos hacia aquí me advirtió que ver el aspecto que tienes podría angustiarme, pero se dio cuenta de lo equivocada que estaba cuando llegamos y fui corriendo hasta tu cama, tan ansiosa por tocarte como siempre. Te estoy viendo a ti, Robert, y no a las vendas y los tubos. Sólo a 1 y a la pantalla que da fe de que tu corazón sigue latiendo, que estás vivo. No necesito que ningún médico me diga que tu corazón late firme y seguro.
Han ajustado la cama, levantando la parte de arriba para que Puedas apoyar la espalda. Pareces estar cómodo, como si te hubieras quedado dormido en una tumbona con un libro sobre el regazo. Pacíficamente.
– Ésta es la primera vez -le digo a la inspectora Zailer-. Es la primera y la única vez que ha logrado escapar en toda su vida. Es por eso por lo que aún no está listo para despertar.
Parece escéptica.
– Recuerde que no tenemos todo el día -dice. Te aprieto la mano.
– ¿Robert? -empiezo, indecisa-. Todo va a salir bien. Te quiero.
Estoy decidida a hablarte exactamente igual que lo haría si estuviéramos solos; no quiero que notes ninguna diferencia en mi actitud y te sientas desorientado y asustado. Sigo siendo yo, y tú sigues siendo tú; la extraña situación que vivimos no nos ha cambiado en nada, ¿verdad, Robert? Debemos pensar que la inspectora Zailer es parte del mobiliario, como la pequeña televisión que hay colgada en la pared, frente a tu cama, la silla verde con brazos de madera en la que estoy sentada o la mesita de plástico de esquinas redondeadas en la que hay una jarra con agua y un vaso.
A los de este hospital les gustan las esquinas redondeadas. No hay ángulos rectos entre el suelo y las paredes, sino que ambos están unidos por un sello curvado de caucho gris que recorre toda la habitación. Al verlo pienso en los peligros que debe haber ahí fuera, lejos de ti.
Detrás de la cama, en la pared, hay un enorme botón rojo para emergencias. El hecho de que tenga que irme pronto es una emergencia.
– Esto es un poco ridículo -digo, acariciándote el brazo-. Han dejado agua y un vaso en la mesa, pero, ¿cómo se supone que te la vas a beber? En este hospital hay alguien con un extraño sentido del humor.
Mi tono de voz es ligero y frívolo. Siempre he sido yo la que estaba de buen humor por los dos. No pienso sentarme a tu lado y retorcer las manos mientras sollozo. Ya has sufrido bastante y no quiero empeorar las cosas.
– En realidad, quizás sea una especie de soborno -digo-. Igual que la tele de la pared. ¿Acaso vienen los médicos y te dicen que si te despiertas pronto podrás ver Cash in the Attic y tomarte un vaso de agua? Como incentivo no es gran cosa, ¿verdad? En vez de eso deberían llenar esa jarra con champán.
Si pudieras sonreír, lo harías. En una ocasión me dijiste que te encanta el champán, aunque sólo lo tomas en el restaurante. Me sentí dolida y pensé que fuiste poco diplomático al decir eso, teniendo en cuenta que nunca hemos ido juntos a un restaurante, y en aquel momento pensé que nunca lo haríamos. Te imaginé a ti y a Juliet en el Bay Tree -el sitio donde fuiste a recoger mi magret de canard aux poires-, felices al poder hablar sin parar con el chef cuando salió de la cocina, porque sabíais que tendríais mucho tiempo para hablar más tarde…, el resto de la vida. Aún puedo ver esa imagen en mi cabeza, y me duele el corazón.