– No pensé que tendrías una habitación para ti solo -digo-. Es bonita. Todo está muy limpio. ¿Vienen a limpiar todos los días?
Hago una pausa antes de seguir hablando. Quiero que sepas lo mucho que deseo que me contestes.
– Y tienes unas vistas magníficas. Un pequeño patio cuadrado, con un pavimento irregular. Tiene bancos en tres lados y un jardín clásico de estilo Tudor en el centro. -Miro a la inspectora Zailer-. ¿Se llama jardín clásico de estilo Tudor?
Ella se encoge de hombros.
– No soy la persona adecuada para que le pregunten sobre jardines. No me gustan. Nunca he tenido ninguno ni quiero tenerlo. Sí, se llama jardín clásico de estilo Tudor. En uno de los lados del patio hay una hilera de arbustos; si vuelves la cabeza hacia la derecha y abres los ojos podrás verlos.
El móvil de la inspectora Zailer empieza a sonar. El ruido me sobresalta y te suelto la mano. Espero que se disculpe y apague el teléfono, pero contesta a la llamada. Dice «Sí» varias veces y luego «¿De veras?». Me pregunto si la llamada tendrá algo que ver contigo o con Juliet.
– ¿Sabes lo que te ha ocurrido? -susurro, acercándome un poco más-. Yo no lo sé con exactitud, pero la policía cree que Juliet te atacó. Creo que eso fue lo que ocurrió. Estuviste a punto de morir pero gracias a mí te encontraron a tiempo. Te sometieron a una operación…
Llaman a la puerta. Me vuelvo y veo a la enfermera que nos hizo pasar, una mujer joven y rolliza de pelo rubio recogido en una corta cola de caballo. Temo que me diga que tengo que irme pero está mirando a la inspectora Zailer.
– Ya se lo dije antes: nada de teléfonos móviles; provocan interferencias en los aparatos. Apáguelo.
– Disculpe.
La inspectora Zailer mete el móvil en el bolso. Una vez que se ha ido la enfermera, me dice:
– Esta historia de los aparatos es una gilipollez. Los médicos hablan constantemente por el móvil. ¡Qué mujer más estúpida!
– Sólo está haciendo su trabajo -digo-. Como en la mayoría de los casos, hay que aplicar aleatoriamente reglas que carecen de sentido. Teniendo en cuenta su profesión, debería entenderlo.
– Dos minutos más y nos vamos -me advierte-. Tengo cosas que hacer.
Le vuelvo la espalda para estar de nuevo contigo.
– No creo que te importe estar aquí, ¿verdad? Hay mucha gente que odia los hospitales, pero no creo que sea tu caso. Nunca hemos hablado de ello, pero apuesto a que si lo hubiéramos hecho habrías dicho que te gustan, por la misma razón que te gustan las áreas de servicio.
– ¿Le gustan las áreas de servicio? -me interrumpe la voz de la inspectora Zailer-. Lo siento, pero… era algo que nunca había oído. Todo el mundo odia las áreas de servicio.
Yo nunca las he odiado, y desde que nos conocimos me encantan. No sólo la de Rawndesley East…, todas las áreas de servicio de las autopistas. Tienes razón: son un mundo totalmente aparte, sitios que podrían estar en cualquier lugar y en ninguno, libres de lo que en una ocasión llamaste la tiranía de la geografía «Todas son como un mundo que existe al margen del espacio y el tiempo real -dijiste-. Me gustan porque tengo una imaginación hiperactiva.»
– ¿Todos los camioneros piensan lo mismo acerca de ellas? -te pregunté, en broma-. ¿Se trata de algo vocacional?
Me respondiste como si lo hubiese preguntado muy en serio:
– No lo sé. Podría ser.
Ahora, cada vez que me cruzo con un cartel que dice «Área de servicio» o «Área de descanso» y veo el dibujito de una cama en blanco sobre fondo azul, pienso en nosotros y en la habitación once.
– Estuve allí anoche -te digo-. En nuestra habitación. Pensé que… no podría soportar perderme una noche.
– ¿Estuvo anoche en el Traveltel? -me interrumpe de nuevo la inspectora Zailer.
Asiento con la cabeza.
– Pero esta mañana la recogí en su casa.
– Salí del Traveltel a las cinco y media, y a las seis estaba en casa -le digo-. Me está costando dormir. Puedo hacer eso, ¿no?
– Si es lo que realmente le apetece…
Su móvil vuelve a sonar. Esta vez no te suelto la mano.
– Sí -dice-. ¿Qué? -Me mira de forma extraña-. Sí. Luego te llamo.
– ¿Qué ocurre? -pregunto, sin que me importe pasarme de la raya.
– Espere aquí -me dice-. Vuelvo enseguida.
Una vez que se ha ido, me dirijo hasta la mesa y me sirvo un vaso de agua.
– No puede dejarnos solos -digo-. Me lo dijo mientras veníamos hacia aquí. Pero lo ha hecho, lo cual es estupendo. Significa que confía en mí más que al principio. Quizás al vernos juntos ge a dado cuenta de que… -Respiro profundamente-. Juliet intentó matarte, Robert. Puedes divorciarte de ella y luego podemos casarnos. ¿Seguiremos yendo al Traveltel después de casarnos? No me sorprendería que tú…
Dejo de hablar. Se me sube el corazón a la garganta. Pestañeo para comprobar que no me lo estoy imaginando. Tus párpados y tus labios se están moviendo. Y tienes los ojos abiertos. Tiro el agua, corro hacia ti y te cojo de la mano.
– ¿Robert?
– Naomi.
Es más una exhalación que una palabra pronunciada en voz alta.
– ¡Oh, Dios! Robert. Yo…
Me da miedo hablar. Tus labios se mueven, como si intentaras decir algo más. Tu rostro se crispa.
– ¿Te duele? -pregunto-. ¿Llamo a una enfermera?
– Vete. Déjame en paz -susurras.
Me quedo mirando fijamente las secas líneas blancas de tus labios y sacudo la cabeza. Es imposible. No puede ser. No sabes lo que estás diciendo.
– Soy yo, Robert. No soy Juliet.
– Sé quién eres. Déjame en paz.
Noto que algo se hunde dentro de mí. Esto no puede estar pasando. Tú me quieres. Sé que me quieres.
– Tú me quieres -digo, en voz alta-. Y yo te quiero.
Es algo que ya he sentido antes, una sensación de desgarro, de que me arrebatan todo lo bueno que tengo en el mundo. Sé por experiencia que sólo es cuestión de segundos que me eche a llorar y sienta que voy a la deriva: el último vínculo con la seguridad y la felicidad ha sido destruido y no hay nada a lo que agarrarse.
– Vete -dices.
– ¿Por qué?
Estoy demasiado conmocionada y petrificada para llorar. Si estuvieras en tu sano juicio no habrías dicho lo que acabas de decir, pero sigo necesitando una explicación. ¿Qué más puedo hacer? Tengo ganas de golpearte el pecho con los puños y conseguir que vuelvas a ser el de siempre. Ésta es mi peor pesadilla. Antes de que la policía te encontrara, cuando mi imaginación estaba llena de horribles y trágicos desenlaces, nunca pensé en algo así.
– Ya sabes por qué -dices, mirándome a los ojos.
Pero no lo sé. Estoy a punto de decírtelo, de suplicarte, cuando de pronto arqueas la espalda y lanzas un gemido. Pones los ojos en blanco y tu cuerpo empieza a convulsionarse, como si se estuviera produciendo un terremoto dentro de ti. Empiezas a soltar espuma blanca por la boca unos segundos antes de que me acuerde del timbre de emergencia. Lo pulso. Escucho un leve y repetido pitido procedente del pasillo.
– ¿Naomi?
Oigo la voz de la inspectora Zailer detrás de mí. Se queda mirando mi dedo, pegado al timbre, y el vaso y el agua derramada en el suelo.
– ¡Dios mío!
Me agarra por el brazo y me saca al pasillo.
– ¿Qué coño ha pasado? -grita.
Me siento helada y sin vida, como una esponja metida en agua fría. Frenética, busco mentalmente una salida de emergencia, una forma de deshacer los últimos minutos de mi vida.
No me importa lo que hayas dicho. Moriría feliz si eso significa que vas a vivir.
Lo último que veo antes de que me saquen de Cuidados Intensivos es a tres enfermeras que entran precipitadamente en tu habitación.
– No le he dicho la verdad -le confieso a la inspectora Zailer-. Mentí. Lo siento.
Esta mañana me importaba un bledo lo que ella pensara. Pero ahora no tiene ni idea de cuánto la necesito, de cómo ha cambiado el equilibrio de poder. Mientras estaba segura de que me querías, yo era omnipotente.