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La inspectora Zailer se encoge de hombros.

– ¿De modo que qué? -digo, irritada-. ¿Pretende decirme que él no es de fiar, que es de esa clase de personas que pueden ser cálidas y un minuto después ser todo frialdad? Ni hablar. Me ha querido durante un año. No es posible que se vuelva contra mí.

– Sandy Freeguard tampoco fue capaz de entenderlo -dice la inspectora Zailer pacientemente-. Naomi, hay un montón de hombres, sobre todo los casados, que declaran amor eterno de buenas a primeras hasta que no quieren saber nada de ti.

– Robert no es como la mayoría de los hombres, y sus motivos son otros. No lo entendería a menos que lo conociera.

La inspectora Zailer pone el motor en marcha.

– Cierre la puerta -dice-. Tengo que volver. No vamos a resolver esto quedándonos aquí sentadas. -Enciende un cigarrillo mientras conduce. Ojalá fumara yo también-. Sandy Freeguard y Robert nunca mantuvieron relaciones sexuales. Y deduzco que eso no es así en su caso y el de Robert.

– No. Manteníamos relaciones sexuales todos los jueves, durante tres horas. De todas formas, no me sorprende que ella no quisiera tenerlas si sólo habían pasado tres meses.

– Ella sí quería. Fue Robert quien insistió en esperar; decía que posiblemente no estuviera preparada. Ella le contó lo que le había ocurrido.

Se me humedecen los ojos.

– Eso es muy propio de él -digo-. Es muy considerado.

– A Sandy Freeguard le pareció irritante. Quería que la trataran con normalidad, y él no paraba de decirle que se lo tomara con calma, que no quisiera correr demasiado. Dijo que él la desanimó cuando ella quiso fundar un grupo de apoyo y formarse como consejera y con respecto a todo lo positivo que deseaba hacer. Le dijo que no estaba preparada y que no sería capaz de soportarlo si asumía demasiadas responsabilidades.

– Probablemente tenía razón.

A pesar de que me hayas roto el corazón, te defiendo. Un día aclararemos el malentendido y retirarás lo que has dicho hoy. ¿Por qué estabas en Huddersfield, conduciendo tu coche en vez del camión? ¿Por qué no trabajaste ese día?

La inspectora Zailer está negando con la cabeza.

– Por lo que dice Sam Kombothekra, Freeguard es como una máquina. Se enfrenta a lo sucedido dando la cara y contando su experiencia, tratando de convertirla en algo positivo, para ella y para los demás. La define como una mujer muy inspiradora.

– Vale, pues mejor para ella -digo, sin entusiasmo.

No puedo evitarlo. ¿Cómo espera que reaccione al oír que he sido derrotada en el concurso de mujeres violadas?

– No quería decir eso. -Deja escapar un suspiro-. Sandy Freeguard le dijo a Kombothekra que no creyó el motivo que Robert e daba para terminar con la relación. Vamos a ver, si realmente le importaba tanto salvar su matrimonio no habría empezado una relación con usted tan sólo unos meses después, ¿verdad? Me inclino por lo que dice Freeguard: no pudo enfrentarse al hecho de saber lo de la violación, de modo que al final la dejó. Eso también explicaría por qué no quería mantener relaciones sexuales.

– ¡Eso que dice es terrible! Robert nunca se comportaría así.

– ¿Está segura? Quizás le daba miedo que se comportara así y por eso no le contó lo que le había ocurrido.

– No se lo he contado a nadie.

– Y aun así Juliet sabe lo que le ocurrió. Si no fue Robert, ¿quién se lo dijo?

– Le está dando la vuelta a todo para que encaje…

– Eso intento -admite-. Pero da igual, por mucho que lo intente no puedo dejar de pensar en ello. Usted dijo que Robert no la violó y, en lo que a mí respecta, la creo. Pero no creo en las coincidencias.

– Yo tampoco -digo, tranquilamente.

Hace una mueca.

– Entonces, le guste o no, me guste o no, tenemos que afrontar los hechos. De alguna manera, Robert Haworth está relacionado con esas violaciones.

CAPÍTULO 18

7/4/06

– ¿Vuelve a estar inconsciente?

Sin razón alguna, Sellers se sintió ofendido, como si Robert Haworth lo hubiera hecho para fastidiarlos.

– Ha sufrido un ataque epiléptico y otra hemorragia debida a la conmoción cerebral. Y desde entonces ha tenido breves pero repetidos ataques epilépticos. No tiene buena pinta.

Gibbs se sacudió los hombros de la chaqueta y tomó un sorbo de su pinta. Él y Sellers estaban en The Brown Cow; no era el pub que estaba más cerca del trabajo, pero era el único de Spilling donde servían diversas clases de cerveza Timothy Taylor. Las paredes y el techo estaban cubiertos de paneles de madera oscura, y junto a la puerta de entrada había un salón para no fumadores, en cuya pared había un retrato enmarcado de la vaca parda que daba nombre al local. Ningún policía ni ningún inspector se arriesgaría a sentarse allí, ni siquiera los que no fumaban, por si alguien los veía. La inspectora, que sí fumaba, pensaba que no era justo que los no fumadores tuvieran en su sala el retrato de la vaca, el único cuadro que había en todo el pub. «Lo único que tenemos son las pizarras con el menú», solía quejarse a menudo. Un cartel, situado a la derecha de la barra, advertía a los clientes que, a partir del lunes, 17 de abril, se podría fumar en todo el pub.

– Status epilepticus -dijo Gibbs, con voz fuerte y áspera-. Maldita suerte la nuestra. ¿Qué me has pedido?

Tomó otro largo sorbo de su pinta y eructó.

– Pastel de carne con patatas fritas. Para Waterhouse no he pedido nada.

– Se tomará una pinta, pero no comerá nada. Tiene un estúpido complejo y no come delante de otra gente. No me digas que no te habías dado cuenta.

Cuando todo marchaba bien, Sellers y Gibbs solían comentar a veces las rarezas de Waterhouse, pero Sellers no quiso hacerlo al ver que Gibbs estaba de mal humor.

– Apuesto a que has pedido pollo con algo que le han metido por el culo, fruta o alguna mierda por el estilo.

– ¿Dónde está la inspectora?

Sellers ignoró su despectivo tono de voz. De hecho, había pedido un perfectamente respetable filete de abadejo con patatas fritas.

– En el hospital, repasando la jerga médica.

Todo cuanto decía Gibbs sonaba como una excelente forma de terminar una conversación. Sellers lo intentó de nuevo.

– Veo que han reclutado a más gente para hacer el trabajo sucio. ¿Cómo se las habrá arreglado Proust para conseguirlo?

– Es una pérdida de tiempo. La mitad están con lo de los teatros y la otra mitad rastreando páginas porno sobre violaciones en Internet, pero, por ahora, nada de nada. Esa zorra de Juliet Haworth sigue sin hablar y no podemos hacer nada al respecto.

– ¿Qué quieres decir?

– Pues quiero decir que le ha machacado la cabeza a su marido con una piedra. Ese putón ha dejado muy claro que lo que digamos le trae sin cuidado. Ha llegado el momento de agarrar la porra.

– ¿Ahora quieres empezar a atizar a mujeres? Eso quedará muy bien en tu historial.

– Si eso va a evitar que mujeres inocentes sean secuestradas en plena calle y violadas…

– ¿Y qué tiene que ver Juliet Haworth con eso?

Gibbs se encogió de hombros.

– Ella sabe algo. Sabía lo que le había ocurrido a Naomi Jenkins, ¿verdad? Adivina lo que pienso. Haworth es nuestro violador, diga lo que diga Jenkins. Y la zorra de su mujer le echó una mano.

«¿Y por qué me miras como si fuera culpa mía?», se preguntó Sellers, como si con la edad se estuviera volviendo paranoico.

– He hablado con los responsables de SVISA sobre Tanya, la de Cardiff -dijo Gibbs-. Tenían sus señas.