– ¿Qué pensáis de su personalidad? -preguntó Simón. Se le hizo la boca agua al percibir el olor del pescado con patatas fritas de Sellers. Cuando volvieran se compraría un sándwich-. ¿Manipuladora? ¿Tortuosa? ¿Desafiante?
– No. Extrovertida, alegre y sociable. Aunque un poco obsesiva, según dijo su padre; cuando estaba estresada por el trabajo podía ser intratable y poco razonable. Me dijo que antes de la crisis tenía mucho carácter. La madre se cabreó, como puedes imaginarte; pensó que la información que su marido me había dado perjudicaba a Juliet. Hasta que el padre abrió el pico no les expliqué la delicada situación en la que se encontraba su hija. Lo más curioso es que ambos hablaban como si existieran dos Juliets como si se tratara de dos personas distintas.
– ¿Antes y después de la crisis? -preguntó Simón-. Supongo que es posible.
– Su madre habló de la crisis…, de lo que pasó, ya sabes. -Sellers se frotó los ojos y disimuló un bostezo-. Una vez empezó a hablar, no pude pararla.
– ¿Y qué dijo exactamente?
Simón ignoró el gruñido de desdén de Gibbs.
– Un día Juliet tenía que ir a cenar a casa de sus padres y no se presentó. La llamaron una y otra vez, y nada. De modo que fueron a su casa. Juliet no les abrió la puerta, pero según ellos estaba en casa: vieron su coche y escucharon música a todo volumen. Al final, su padre forzó una ventana. La encontraron en su taller; parecía que no hubiera comido, dormido ni se hubiera duchado desde hacía muchos días. Y tampoco habló con ellos, sólo los miraba sin verlos, como si no estuvieran ahí, y siguió trabajando. Todo lo que dijo fue: «Tengo que terminar esto.» Y lo dijo una y otra vez.
– ¿Terminar qué? -preguntó Simón.
– Lo que fuera que estuviera haciendo. Su madre dijo que solía recibir muchos encargos y que a menudo los clientes tenían prisa…, regalos, aniversarios. Cuando lo hubo terminado, de madrugada, después de que sus padres se sentaron a mirarla durante toda la noche, le dijeron que iban a llevársela y ella no opuso resistencia. Según su madre, fue como si no le importara lo que hiciera.
Gibbs le dio un codazo a Sellers.
– Waterhouse empieza a sentir compasión por ella, ¿no es así?
– Continúa -le dijo Simón a Sellers-. Si es que hay algo más.
– En realidad no mucho. Sus padres le preguntaron para quien era el encargo en el que había estado trabajando hasta las tres de la madrugada; pensaron que si era algo urgente podrían entregarlo ellos. Pero Juliet no tenía ni idea. Todo ese frenético trabajo, diciendo que tenía que terminarlo, y ni siquiera era capaz de recordar para quién era.
– Estaba majara -resumió Gibbs.
– Sin embargo, después de esa noche no quiso saber nada de su trabajo, ni siquiera podía estar en una habitación en la que hubiera algo que fuera obra suya. Había hecho unas cuantas cosas para sus padres, y tuvieron que bajarlas al sótano para que ella no las viera. Y todas las que tenía en su casa también fueron a parar al sótano de sus padres. Y eso es todo… No ha vuelto a trabajar desde entonces.
– Sí lo ha hecho, sólo que ha cambiado de profesión -dijo Gibbs-. Es una obsesa del trabajo, capaz de acabar volviéndose loca… Puede que sea lo que también le ha ocurrido ahora. El negocio de los secuestros y las violaciones era todo un éxito y no pudo aguantar la presión, de modo que perdió la razón y fue a por su marido con una piedra.
– Su madre dijo que ella sabía que algo iba mal -dijo Sellers, mirando su pinta-. Me refiero a ahora. Antes de que descubriera lo que le ocurrió a Robert.
– ¿Cómo? -preguntó Simón.
– Cuando sus padres menos se lo esperaban, Juliet los llamó y dijo que quería recuperar todas sus cosas, sus miniaturas de cerámica.
– ¿Cuándo fue eso?
Simón hizo todo lo posible para disimular su enojo. Sellers debería haberle contado eso al principio, y luego todo lo demás.
– El sábado pasado.
– Dos días después de que Haworth no acudió a su cita con Jenkins en el Traveltel -dijo Simón, pensativo.
– Exacto. Juliet no dio explicaciones, sólo dijo que quería recuperar sus cosas. Fue a casa de sus padres y se lo llevó todo el sábado. Según su madre, estaba de buen humor…, mucho mejor de lo que había estado en mucho tiempo. Por eso sus padres se sorprendieron tanto al enterarse de que…
– Así pues, las casitas que Naomi Jenkins vio en el salón de Haworth el lunes…, llevaban allí menos de veinticuatro horas.
– ¿Y qué? -dijo Gibbs.
– No lo sé. Pero es interesante. La coincidencia.
– Quizás pensaba volver a trabajar -sugirió Sellers-. Si ella y Haworth estaban metidos en lo de las violaciones, y ahora él está en el hospital y puede que nunca se recupere…
– Sí. -Gibbs asintió con la cabeza-. Ella pretende que todo esto nunca ha ocurrido y piensa dedicarse de nuevo a la cerámica. Un verdadero encanto.
– ¿Qué hay del pasado de Haworth? -dijo Simón-. ¿Y de Naomi Jenkins?
Sellers miró a Gibbs.
– Aún no tenemos nada sobre Haworth -dijo Gibbs-. Y tampoco sobre su hermana, Lottie Nicholls. Esta mañana he estado ocupado con las páginas web, pero estoy en ello.
– Naomi Jenkins dice la verdad -dijo Sellers-. Nació y se crió en Folkestone, Kent. Se educó en un internado y fue una buena estudiante. Pertenece a una familia de clase media: su madre es profesora de Historia y su padre es odontólogo. Estudió Tipografía y Diseño Gráfico en la Universidad de Reading. Tiene muchos amigos y ha tenido un montón de novios. Es alegre y extrovertida…
– Igual que Juliet Haworth -dijo Simón.
Sus tripas protestaron.
– ¿Por qué no pides algo para comer? -sugirió Gibbs-. ¿Se trata de algún síndrome de culpa católico? ¿Castigar el cuerpo para purificar el espíritu?
En otra época, Simón habría querido pegarle un puñetazo. Pero el carácter, en respuesta a un hecho traumático o significativo, puede cambiar. Y entonces la vida se divide en dos zonas temporales distintas: el antes y el después. En un momento dado, todo el mundo, incluido Gibbs, tuvo dudas acerca del temperamento de Simón. Pero ya no. Y eso tenía que ser bueno.
Simón había decidido no llamar a Alice Fancourt. Era demasiado arriesgado. Había sido un loco por permitir que lo que sentía por ella volviera a desestabilizarle. Evitar las complicaciones y los problemas…, ésa era su regla de vida. Su decisión no tenía nada que ver con Charlie. ¿Qué le importaba que ella estuviera enfadada con él? Como si eso no hubiera ocurrido antes.
Vio una fugaz expresión de pánico en la mirada de Sellers al tiempo que sentía un aire frío golpeando su nuca. Supo quién acababa de entrar en el pub antes de escuchar su voz.
– Pastel de carne con patatas fritas; pescado con patatas fritas. Recuerdo lo que se siente al no tener que preocuparse por el colesterol.
– ¿Qué está haciendo aquí, señor? -Sellers fingió que se alegraba de verle-. Usted odia los pubs.
Simón se volvió. Proust estaba mirando fijamente la comida.
– Señor, ¿recibió…?
– Recibí tu nota, sí. ¿Dónde está la inspectora Zailer?
– Está volviendo del hospital. Se lo decía en la nota -le dijo Simón.
– No la leí entera -repuso Proust, como si eso fuera algo obvio. Apoyó las manos en la mesa, que se tambaleó-. Es una lástima que el ADN del camión no coincida con el de Haworth. Y también es una lástima que Naomi Jenkins y Sandy Freeguard insistan en que Haworth no las violó.
– ¿Señor? -dijo Sellers, en nombre de los demás.
– Las cosas siguen complicándose. Me gusta la vida cuando es sencilla, y esto no lo es. -El inspector jefe cogió una patata frita del plato de Sellers y se la llevó a la boca-. Está aceitosa. -Ése fue su veredicto, secándose la boca con la palma de la mano-. He estado contestando a vuestros teléfonos como si fuera una secretaria mientras estabais en este pub tomándoos una cerveza. Llamó Yorkshire.