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Yvon no entiende por qué de pronto quiero salir, y aún no estoy preparada para explicárselo. Hay que dosificar el horror.

– Si no es nostalgia, entonces, ¿por qué el Bay Tree? -pregunta-, hayamos a otro sitio y así no nos arruinamos.

– Voy a ir al Bay Tree -le digo, levantándome-. ¿Vienes o no?

El Bay Tree se encuentra en uno de los edificios más antiguos de Spilling. Fue construido en 1504. Tiene unos techos muy bajos, unas paredes gruesas e irregulares y dos chimeneas, una en la zona del bar y la otra en el restaurante propiamente dicho. Parece una cueva muy bien reformada, aunque está a nivel de calle. Sólo hay ocho mesas y normalmente hay que reservar con al menos un mes de antelación. Yvon y yo tenemos suerte; es tarde y nos dan una mesa que alguien reservó hace semanas para las siete y media. Cuando llegamos, hace un buen rato que los comensales se han ido…, saciados y considerablemente más pobres.

El restaurante tiene una puerta exterior, que siempre está cerrada, y otra interior, para asegurarse de que el aire de Higher Street no enfría el cálido ambiente. Hay que pulsar un timbre y el camarero que te deja entrar siempre se asegura de cerrar la primera puerta antes de abrir la segunda. La mayor parte del personal es francés.

Sólo he estado aquí en una ocasión, con mis padres. Celebrábamos el sesenta cumpleaños de mi padre. Cuando entró, se dio un golpe en la cabeza. Si eres alto, los techos del Bay Tree son un peligro. Pero a ti no tengo que decírtelo, ¿verdad, Robert? Conoces este sitio mejor que yo.

Esa noche, con mis padres, nos atendió un camarero que no era francés, aunque mi madre insistió en hablarle despacio; en un inglés muy elemental y con un acento casi continental, le dijo: «¿Podría traernos la cuenta, por favor?». Me abstuve de decirle que probablemente había nacido y se había criado en Rawndesley. Era una fiesta, y las críticas estaban prohibidas.

No has conocido a mis padres. Ellos ni siquiera saben que existes. Pensé que me estaba protegiendo de sus críticas y su desaprobación, pero resulta que son ellos quienes están a salvo. Es una idea extraña: las vidas de la mayoría de la gente -papá y mama, mis clientes, los vendedores que me cruzo por la calle-no han sido destruidas por ti. No te conocen y nunca te conocerán.

Y ocurre exactamente a la inversa. El camarero que esta noche n0s atiende a Yvon y a mí -quizás con excesiva atención: se inclina demasiado sobre la mesa, rígido y muy formal, con un brazo en la espalda, y se apremia para llenarnos las copas de vino cada vez que tomamos un sorbo-probablemente vio devastada su vida, en algún momento, por alguien cuyo nombre no me diría nada.

Sólo vivimos en el mismo mundo que el resto de la gente de una forma ínfima e insignificante.

– ¿Qué tal está tu plato? -pregunta Yvon.

He pedido un primero, foie gras, pero se da cuenta de que apenas lo he probado.

– ¿Es una de esas preguntas con trampa? -digo-. Del tipo: ¿has dejado de pegar a tu mujer? ¿Es calvo el actual rey de Francia?

– Si no piensas comer nada, ¿qué diablos estamos haciendo aquí? ¿Te das cuenta de lo que va a costar esta cena? En cuanto entramos tuve la sensación de que mi cuenta bancaria se había convertido en un reloj de arena: todo el dinero que tanto me ha costado ganar es arena y se me escapa de las manos.

– Pago yo -le digo, haciéndole una seña al camarero. Tres pasos y está junto a la mesa-. ¿Podría traernos una botella de champán, por favor? El mejor que tenga. -El camarero se escabulle-. Lo que sea con tal de deshacernos de él -le digo a Yvon.

Se queda mirándome, boquiabierta.

– ¿El mejor? ¿Te has vuelto loca? Costará un millón de libras.

– Me da igual lo que cueste.

– ¡No te entiendo! Hace media hora…

– ¿Qué?

– Nada. Olvídalo.

– ¿Preferirías que estuviera sentada en el sofá, mirando al vacío?

– Preferiría que me contaras qué está ocurriendo.

Sonrío.

– ¿Sabes una cosa?

Yvon suelta los cubiertos y se arma de valor para una inope tuna revelación.

– Ni siquiera me gusta el champán. Me irrita la nariz y me provoca gases.

– ¡Por Dios, Naomi!

Una vez que aceptas que nadie va a entenderte nunca y superas esa penosa sensación de aislamiento, resulta bastante reconfortante. Tú eres el único experto en nuestro pequeño universo, donde puedes hacer lo que te apetezca. Apuesto a que así es como te sientes, Robert. ¿No es cierto? Cuando me elegiste a mí, elegiste a la mujer equivocada. Porque yo soy capaz de comprender cómo funciona tu cabeza. ¿Es por eso por lo que ahora quieres que te deje en paz?

El camarero vuelve con una botella cubierta de polvo, que me presenta para que la examine.

– Tiene buena pinta -le digo.

El camarero asiente con la cabeza y vuelve a desaparecer.

– ¿Por qué se la lleva? -pregunta Yvon. -Seguramente habrá ido a por uno de esos cubos tan elegantes y unas copas de champán.

– Naomi, esto me está volviendo loca.

– Mira, si eso te hace feliz, mañana iremos a Chickadee para que puedas pedir una ración de grasientas alitas de pollo, ¿vale? Al parecer no te va la buena vida.

Me río tontamente, como si estuviera pronunciado frases que hubiera escrito otra persona. Juliet, por ejemplo. Sí: estoy imitando su crispada verborrea.

– Dime, ¿qué pasa contigo y con Ben? -le pregunto a Yvon, acordándome de que su vida no ha terminado, aunque la mía si lo haya hecho.

– ¡Nada!

– ¿De verdad? Vaya.

Ben Cotchin no es tan malo. O, si lo es, no es malo en un sentido normal, lo cual, teniendo en cuenta cómo me siento en este momento, me parece bastante bueno…, tal vez lo mejor que alejen pueda esperar.

– Para ya -dice Yvon-. Estaba disgustada y no tenía otro sitio adónde ir, eso es todo… Ben ha dejado de beber.

El camarero vuelve con nuestro champán metido dentro un cubo plateado lleno de agua y hielo, apoyado en un soporte con ruedas, y dos copas.

– Disculpe -le digo. Será mejor que haga lo que he venido a hacer-. ¿Hace mucho que trabaja aquí?

– No -contesta el camarero-. Sólo tres meses.

Es demasiado educado para preguntarme por qué, aunque su mirada sea inquisitiva.

– ¿Quién lleva más tiempo trabajando aquí? ¿Qué me dice del chef?

– Creo que hace mucho que trabaja aquí. -Su inglés es meticulosamente correcto-. Podría preguntárselo, si lo desea.

– Sí, por favor -le digo.

– ¿Puedo…? -dice, señalando el champán con la cabeza.

– Luego. Ahora quiero hablar con el chef.

De pronto, no puedo esperar.

– ¡Naomi, esto es demencial! -exclama Yvon entre dientes en cuanto volvemos a quedarnos solas-. Vas a preguntarle al chef si recuerda que Robert vino a encargar esa comida para ti, ¿verdad?

No digo nada.

– ¿Y si dice que sí? ¿Qué? ¿Qué le vas a decir entonces? ¿Vas a preguntarle qué fue exactamente lo que dijo Robert? ¿Si parecía un hombre que acababa de enamorarse? ¡Es enfermizo que te obsesiones así!

– Yvon -digo, muy tranquila-. Piensa un poco. Echa un vistazo a tu alrededor, mira este sitio.

– ¿Qué le pasa?

– Cómete este carísimo plato; se te va a enfriar -le recuerdo-. ¿Te parece la clase de restaurante al que dejarían entrar a alguien para pedir algo para llevar? ¿Acaso ves un menú de comida rápida por alguna parte? ¿Te parece un sitio donde permitirían que un perfecto desconocido se fuera no sólo con un plato de comida sino también con una bandeja, cubiertos y una carísima servilleta de tela, confiando en que lo devolvería todo cuando hubiese terminado?