Naomi Jenkins asintió con la cabeza.
– Nos conocimos el 24 de marzo de 2005. El 24 de marzo, un jueves.
Su voz era grave y áspera.
– Muy bien.
Charlie intento que su voz sonara más firme que brusca. Un exceso de información podía resultar tan problemático como la escasez de ella, sobre todo en un caso sencillo. Habría sido muy fácil llegar a la conclusión de que no había caso: había un montón de hombres casados que abandonaban a sus amantes sin dar ninguna explicación. No obstante, Charlie se recordó a sí misma que había que darle una oportunidad. No podía permitirse cerrarse ante una mujer que decía necesitar ayuda; ya lo había hecho antes y aún se seguía sintiendo mal, aún seguía pensando cada día en toda la escalofriante violencia que habría podido evitar si no hubiera llegado a la conclusión más fácil.
Hoy escucharía como debía hacerlo. Naomi Jenkins parecía una mujer seria e inteligente. Sin duda alguna, estaba alerta. Charlie tenía la sensación de que se había contestado todas las preguntas antes de que se las hubieran formulado.
– Robert tiene cuarenta años; es camionero. Está casado con Juliet Haworth. Ella no trabaja. No tienen hijos. Usted y Robert habían decidido verse todos los jueves en el Traveltel del área de servicio Rawndesley East, entre las cuatro y las siete de la tarde. -Charlie levantó la vista-. ¿Todos los jueves durante un año?
– Desde que nos conocimos no habíamos fallado nunca. -Naomi se echó hacia delante y se colocó el pelo detrás de la oreja-. Siempre pedimos la habitación once. Es lo habitual; Robert es quien paga.
Charlie se encogió de hombros. Podría habérselo imaginado, pero le pareció que Naomi Jenkins estaba imitando su forma de hablar: resumía los hechos rápida y eficientemente. Se esforzaba demasiado.
– ¿Y qué hacen si la habitación once no está libre? -preguntó Simón.
– Siempre está libre. Saben que queremos esa habitación, de modo que la dejan libre. Nunca hay demasiada gente.
– Así pues, el pasado jueves fue allí para encontrarse con el señor Haworth, como de costumbre, sólo que él no se presentó. Y no se ha puesto en contacto con usted para explicarle por qué no acudió. Su móvil está desconectado y no ha respondido a sus mensajes -resumió Charlie-. ¿Correcto?
Naomi asintió con la cabeza.
– Eso es todo lo que tenemos hasta ahora -dijo Simón. Charlie repasó por encima el resto de las notas. Hubo algo que le llamó la atención y que despertó su interés por lo inusual. -¿Es diseñadora de relojes de sol?
– Sí -repuso Naomi-. ¿Por qué? ¿Acaso es eso importante?
– No, no lo es. Es una profesión poco habitual, eso es todo. ¿Diseña relojes de sol para venderlos?
– Sí.
Naomi parecía un poco impaciente.
– ¿Para… empresas o…?
– Ocasionalmente para empresas, pero, en general, para particulares que tienen jardines muy grandes. A veces para algunas escuelas o universidades.
Charlie asintió con la cabeza. Pensó que sería bonito tener un reloj de sol en su minus patio delantero. Su casa no tenía jardín, gracias a Dios. Charlie odiaba la idea de tener que segar o cortar…, ¡vaya pérdida de tiempo! Se preguntó si Naomi compraría tallas pequeñas en un sitio como Marks & Spencer.
– ¿Ha llamado por teléfono a casa del señor Haworth?
– Mi amiga Yvon, que está viviendo en mi casa, llamó anoche. Contestó Juliet, su mujer. Dijo que Robert estaba en Kent, pero su camión está aparcado delante de su casa.
– ¿Estuvo usted allí?
Se lo preguntó Charlie, al mismo tiempo que Simón decía:
– ¿Qué clase de camión?
Esa era la diferencia entre un hombre y una mujer, pensó Charlie.
– Es grande, de color rojo. No sé nada sobre camiones -dijo Naomi-pero Robert se refiere a él como un cuarenta y cuatro toneladas. Lo verán cuando vayan a su casa.
Charlie ignoro este último comentario y evitó la mirada de Simón.
– ¿Estuvo en casa de Robert? -insistió Charlie.
– Sí. Esta tarde, a primera hora. Después vine directamente aquí… -Dejó de hablar de golpe y entonces bajó la vista hacia sus rodillas.
– ¿Por qué? -preguntó Charlie.
Naomi Jenkins se tomó unos segundos para serenarse. Cuando levantó la mirada, había un destello de desafío en sus ojos.
– Después de estar en su casa, supe que algo iba mal.
– ¿Mal en qué sentido? -preguntó Simón.
– No sé qué, pero Juliet le ha hecho algo a Robert. -Su rostro palideció ligeramente-. Y se las ha arreglado para que él no pueda ponerse en contacto conmigo. Si por algún motivo el pasado jueves no pudo acudir al Traveltel, me habría llamado enseguida. A menos que físicamente no pudiera hacerlo. -Naomi dobló los dedos de ambas manos. Charlie tenía la sensación de que hacía un gran esfuerzo por parecer tranquila y demostrar que lo tenía todo bajo control-. Él no está tratando de ignorarme. -Naomi dirigió su comentario a Simón, como si esperara que él le llevara la contraria-. Robert y yo nunca hemos sido tan felices como ahora. Desde que nos conocimos hemos sido inseparables.
Charlie frunció el ceño.
– Sí son inseparables; de hecho, lo son seis días de cada siete, ¿verdad?
– Usted sabe a qué me refiero -dijo Naomi bruscamente-. Mire, Robert apenas puede esperar hasta el jueves siguiente. Y a mí me ocurre lo mismo. Estamos desesperados por vernos.
– ¿Qué sucedió cuando fue a casa del señor Haworth? -preguntó Simón, jugueteando con su bolígrafo.
Charlie sabía que Simón odiaba cualquier cosa que implicara un desorden emocional, aunque nunca lo hubiera dicho.
– Abrí la puerta y me metí en el jardín. Rodeé la casa hasta llegar a la entrada… Viendo la casa desde la calle, la puerta de entrada está en la parte de atrás. Quería ser muy directa: llamar al timbre y preguntarle a Juliet a la cara dónde estaba Robert.
– ¿Sabía la señora Haworth que usted y su marido tenían una aventura? -interrumpió Charlie.
– Yo creía que no. Él está desesperado por dejarla, pero, hasta que lo haga, no quiere que ella sepa nada de mí. Eso le complicaría demasiado la vida… -Naomi frunció el entrecejo y su expresión se ensombreció-. Pero luego, cuando yo intentaba irme, ella fue detrás de mí… Pero eso ocurrió después. Usted me preguntó qué pasó. Para mí es más fácil contarlo tal como ocurrió, por orden, o no tendría sentido.
– Adelante, señorita Jenkins -dijo Charlie amablemente, preguntándose si aquella regañina era el preludio de un incontrolable ataque de histeria. Ya lo había visto en otras ocasiones.
– Preferiría que me llamara Naomi. «Señorita» y «señora» suena ridículo, por motivos distintos. Estaba en el jardín y me dirigí a la puerta principal. Entonces… pasé por delante de la ventana del salón y no pude evitar mirar dentro. -Tragó saliva con dificultad. Charlie estaba esperando-. Vi que la habitación estaba vacía, pero quise echar un vistazo a las cosas de Robert. -Su voz se quebró.
Charlie se dio cuenta de que Simón tensaba los hombros. Naomi Jenkins acababa de ganarse la antipatía de la mitad de su público.
– No en plan morboso o acosador -añadió, indignada. Al parecer, aquella mujer era capaz de leer la mente-. Es evidente que si la persona a la que amas tiene otra vida de la que no formas parte echas desesperadamente de menos esos detalles cotidianos que comparten las parejas que viven juntas. Es algo que empiezas a desear. Yo sólo… Me había imaginado a menudo cómo sería su salón, y ahí lo tenía, delante de mí.
Charlie se preguntó cuántas veces más oiría la palabra «desesperadamente».
– Mire, no tengo miedo de la policía -dijo Naomi.
– ¿Por qué iba a tenerlo? -preguntó Simón.
Ella negó con la cabeza, como si él no la hubiese entendido.
– En cuanto empiecen a investigar, descubrirán que Robert ha desaparecido. O que ha sucedido algo más grave. Pero no quiero que se fíe de mis palabras, inspector Waterhouse. Quiero que investigue y lo descubra por sí mismo.