– ¿Y si Graham la obligó a hacerlo? -dijo Naomi-. ¿Y si realmente no sabe nada de todo el asunto?
– Sí lo sabe. Nadie la obligó a hacer nada. ¿Acaso no ve cuando alguien está mintiendo?
Naomi se frotó las manos y sopló.
– Usted y Graham… -empezó, indecisa.
– Vamos a dejar eso -la cortó Charlie.
Ni aunque lo hubiera intentado, Naomi no habría podido elegir peor las palabras.
La puerta del despacho se abrió y apareció Steph. Empezó a andar por el sendero, con paso más firme que antes. Se había puesto un chándal negro y unas zapatillas deportivas. Desde lejos, Charlie vio la fotografía que Steph llevaba en la mano y se dio cuenta de que Naomi daba un paso atrás.
– Sólo es una foto -le dijo-. No puede hacerle daño.
– Ahórreme las chorradas de la terapia -le espetó Naomi-.¿Cree que su cara puede hacerme algún daño después de todos estos años? ¿Y si vuelve? No estoy segura de poder hacer esto. ¿No podríamos irnos?
Charlie negó con la cabeza.
– Ya estamos aquí -repuso, como si aquella situación fuera algo irreversible. Así es como se sentía. Clavada allí, en los chalets Silver Brae, con el húmedo césped haciéndole cosquillas desde los tobillos hasta los muslos.
Steph parecía tan aterrada como antes. A medida que se aproximaba, empezó a hablar frenéticamente; estaba demasiado desesperada como para aguardar hasta acercarse del todo.
– Yo no sabía que violaban a esas mujeres -dijo-. Graham me dijo que eran actrices, que lo de hacerse la víctima era una comedia. Igual que cuando lo hacía yo.
– ¿Cuando lo hacías tú? -repitió Charlie.
Le arrebató la fotografía a Steph y se la tendió a Naomi, que la miró durante un segundo y se la devolvió en seguida. Charlie quiso observarla, aunque sin éxito; Naomi se quedó mirando fijamente en dirección contraria, hacia unos árboles. Charlie metió la foto en el bolso y lo dejó en el asiento del conductor de su coche. No quería tener cerca una foto de Graham. ¿Por qué Naomi no decía nada? ¿Era o no era Graham el hombre que la había violado?
– La mayoría de las veces yo era la víctima -continuó Steph, sin aliento-. Yo era la mujer que Graham ataba a la cama, la que tenía que gritar, suplicar y forcejear. Era agotador, porque además tenía que ocuparme de limpiar los chalets, de las reservas, de las confirmaciones…
– Cierra el pico -dijo Charlie, extendiendo la mano-. Dame la llave. Vete y espérame en el despacho. Y no hagas nada más, ¿me oyes? No intentes llamar a Graham al móvil. Si llamas a alguien, lo sabré. Puedo conseguir fácilmente la información a través de BT, tu compañía de teléfonos. Un paso en falso y te pasarás los próximos veinte años en una celda sucia y apestosa; no verás la luz del día hasta que seas una anciana, y cuando salgas es probable que alguien te apuñale por la calle. -Ojalá, pensó Charlie. Aun así, estaba disfrutando con la idea-. Las mujeres que son cómplices de un violador en serie no suelen ser muy populares -concluyó.
Gimoteando, Steph le tendió la llave y se alejó tambaleándose hacia el despacho.
– ¿Y bien? ¿Es éste el hombre que la atacó? -le preguntó Charlie a Naomi.
– Sí.
– ¿Cómo sé que no está mintiendo?
«Por favor, que esté mintiendo.»
Naomi volvió su rostro hacia ella y Charlie vio que se había puesto muy pálida; su piel era casi translúcida, como si se hubiera blanqueado tras el shock sufrido al ver esa cara, la cara de Graham.
– No quiero que sea él -dijo Naomi-. No quiero decir que sí. En cierto modo, es más fácil no saberlo, pero… es él. Éste es el hombre que me violó.
– Echemos un vistazo al chalet y acabemos con esto de una vez -dijo Charlie, mientras se dirigía hacia la puerta, sosteniendo la llave entre el pulgar e índice, dispuesta a clavársela a cualquiera que se interpusiera en su camino. Al ver que Naomi no la seguía, se detuvo-. Vamos -dijo.
Naomi se quedó mirando fijamente la ventana.
– ¿Por qué tengo que entrar? -preguntó-. Sé que éste es el lugar.
– Puede que usted lo sepa, pero yo no -dijo Charlie-. Lo siento, pero en su declaración dijo que no vio por fuera el edificio en el que estuvo; necesito que identifique su interior.
Charlie abrió la puerta y entró a oscuras. Palpó las paredes que había a ambos lados de la puerta y encontró un panel de interruptores. La mayoría eran reguladores de voltaje. Probó varios hasta que se encendieron las luces. El chalet era igual que el que habían alquilado ella y Olivia, sólo que más grande. En ese momento no parecía estar ocupado: no había ropa ni maletas. El sitio estaba vacío, salvo por los muebles, inmaculadamente limpios. Las cortinas de color rojo oscuro que había en el altillo estaban descorridas, y Charlie vio una cama de madera. En la punta de los cuatro postes había una bellota esculpida.
Detrás de ella escuchó una fatigosa respiración. Cuando se dio la vuelta, vio que Naomi estaba temblando. Subió las escaleras del altillo, preguntándose si Graham habría escogido esa cama porque las protuberancias permitían atar fácilmente a alguien, un segundo pensó que iba a vomitar.
– ¿Podemos salir de aquí? -preguntó Naomi desde abajo.
Charlie iba a contestarle cuando las luces se apagaron.
– ¿Quién anda ahí? -gritó, al mismo tiempo que Naomi exclamaba:
– ¡Charlie!
Se oyó un ruido sordo, el de la puerta del chalet cerrándose de golpe.
CAPÍTULO 26
Sábado, 8 de abril.
Nos rodea la peor de las oscuridades, esa que se apodera de ti y te hace pensar que nunca volverás a ver la luz del día. Pero la sensación sólo dura un segundo. Oigo un zumbido y el interior del chalet se hace visible de nuevo. Pero sólo un poco, porque todo parece de color gris. Una voz masculina dice:
– ¡Mierda!
Veo dos siluetas en la penumbra: una de ellas es gruesa y la otra más flaca y sutil. La más corpulenta podría ser la tuya, Robert. Por un momento estoy convencida de que lo es y me da un vuelco el corazón. No pienso en la coincidencia del ADN y las mentiras que me has dicho, o en el apellido que compartes con tu hermano, el violador. No de inmediato, al menos. Pienso en tus besos, en la sensación que me producían y en cómo me sentí cuando me dijiste que me fuera y que te dejara en paz. Pienso en tu pérdida.
Poco a poco, la habitación se ilumina. El zumbido procedía del interruptor. Ninguno de esos dos hombres eres tú ni Graham Angilley. Mis hombros se hunden a medida que mi cuerpo se relaja. Son los subinspectores Sellers y Gibbs.
– ¿A qué cono estáis jugando? -les grita Charlie-. ¡Casi me da un ataque al corazón!
Me quedo mirando a Gibbs, esperando que reaccione violenta-mente ante la reprimenda, pero no parece tan fiero como el miércoles pasado, en mi taller.
– Lo siento -dice-. He debido de apoyarme en el interruptor.
Sellers, el más grueso, está enfadado.
– ¿Y a qué estás jugando tú? -dice-. Te has largado sin decir ni una palabra a nadie. ¿Qué se suponía que debíamos contarle a Proust?
Charlie no contesta.
– Conecta el maldito teléfono y llama a Waterhouse -dice Sellers-. Está fatal. Está más preocupado por ti que por tener que mentirle a Muñeco de Nieve. He visto a hombres cuyas mujeres han desaparecido que están mejor que él. Si no tiene noticias tuyas enseguida, Dios sabe lo que es capaz de hacer.
Charlie suelta un grito ahogado, como si lo que iba a decir la hubiera conmocionado o estuviera muy preocupada.
– ¿Dónde está Angilley?