Charlie me mira y luego se vuelve de nuevo hacia sus colegas.
– Será mejor que hablemos a solas. Espere aquí, Naomi. Vamos a salir afuera -dice, pero se detiene a medio camino-. A menos que sea usted quien prefiera salir.
Siento tres pares de ojos fijos en mí. No quiero quedarme aquí, en el lugar donde fui torturada, sobre todo sola, pero fuera correría peligro si Graham Angilley regresara de repente. Sería la primera persona a la que vería. Pero Steph dijo que creía que estaba en casa de Charlie.
– ¿Por qué iba a estar en su casa Graham Angilley? -le pregunto.
La sospecha empieza a crecer dentro de mí al ver que Gibbs y Sellers parecen tan avergonzados como Charlie. Ellos saben algo.
– ¿Qué está ocurriendo? -Trato de disimular que estoy suplicando la información, rogándoles que la compartan conmigo-. ¿Usted y Graham…? ¿Han estado saliendo juntos? ¿Se ha acostado con él?
Por muy demencial que suene, no se me ocurre otra explicación. -¿Cómo? -le grito-. ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Le conocía antes de conocerme a mí? Cuando le di esa tarjeta…
– Eso tendrá que esperar -me interrumpe Sellers-. Tenemos que hablar, inspectora.
Charlie se mesa el pelo con los dedos.
– Denos cinco minutos, Naomi. Por favor. Y luego hablamos ¿de acuerdo?
Ninguno de ellos se mueve y me doy cuenta de que me están mandando afuera. A toda prisa, me dirijo hacia la puerta, que parece estar a un millón de millas de distancia. La cierro detrás de mí. Tratar de escuchar a escondidas es inúticlass="underline" las paredes son demasiado gruesas, la casa tiene una construcción muy sólida. Es como un contenedor sellado: no se oye nada.
Ya es de noche, pero en una de las paredes del chalet hay un foco. Me siento como si estuviera en medio del círculo de luz, atrayendo todo su resplandor. Si Graham Angilley aparece con su coche me verá de inmediato. Me pongo en cuclillas y levanto las rodillas, como una presa a la que estuvieran persiguiendo.
Empiezo a respirar entrecortadamente, jadeando. Hay demasiadas cosas que están relacionadas, demasiadas conexiones absurdas que no deberían existir. Tú no deberías ser el hermano del hombre que me violó. Yvon no debería haber tenido su tarjeta ni haber diseñado su página web. Charlie no debería haberse acostado con él, pero lo ha hecho, seguro.
Sellers y Gibbs no sabían que Charlie estaba en Escocia ni que yo la había acompañado. ¿Por qué se fue sin decírselo a nadie? ¿Por qué me llevó con ella? ¿Como una especie de cebo? Antes, cuando Sellers la miró, vi un shock en la expresión de su rostro. Una expresión casi de horror. Como si nunca hubiera pensado que ella fuera capaz de hacer lo que sea que haya hecho.
Podría volver a ocurrir.
Aquí estoy, en el lugar donde me violaron, con una mujer que me ha mentido alegremente a mí y a sus colegas. ¿Qué demonios estoy haciendo? Me pongo de pie. Necesito moverme, dejar de pensar y actuar antes de que mis sospechas se conviertan auténtico terror.
El bolso de Charlie está en el asiento del conductor de su coche. La puerta está cerrada, pero no con llave. La abro y registro su bolso, buscando las llaves. Si tuviera valor, huiría andando, pero no soy una gran corredora y este sitio está en medio de la nada.
Las llaves no están en el monedero ni en el bolsillo; no están en el bolso. Maldita sea. Desesperada, me agacho para echar un vistazo al contacto, consciente de que no soy de esa clase de personas que suelen tener tanta suerte. Parpadeo varias veces para comprobar que no se trata de una alucinación provocada por el estrés; ahí están las llaves, en un manojo: las de casa, las del trabajo, las del coche. Puede que también estén las de la casa de un vecino. Me quedo mirando el oscilante puñado metálico, preguntándome por qué no le molesta a Charlie mientras conduce. Yo sacaría la llave del coche y la llevaría suelta.
Coloco el bolso en el asiento del acompañante, subo al coche y lo pongo en marcha. El motor es silencioso. Conduzco por el césped hasta el final del parterre y me incorporo al sendero de grava. Unos segundos después me alejo por el estrecho camino de los chalets Silver Brae. Me siento bien. Mejor que esperando de pie bajo el foco, en la propiedad de Graham Angilley, aguardando a que vuelva y me encuentre.
Pero eso no ha ocurrido, porque él está en casa de Charlie. Y tengo sus llaves. Podría ir hasta allí y encontrarle. Él no sabe que sé dónde está ni que sé quién es.
Me quedo boquiabierta al pensar que, finalmente, le he sacado ventaja. Y no quiero perderla. No voy a hacerlo; no puedo hacerlo. Ya he perdido demasiadas cosas. Ahora sería un buen momento para recordar con detalle todas las fantasías de venganza que solía llevar a cabo en mi imaginación todos los días hasta que te conocí. ¿Cuál de ellas preferiría? ¿Clavarle un cuchillo? ¿Dispararle? ¿Envenenarle? ¿Atarle y hacerle lo que él me hizo a mí?
Tengo que abandonar el coche de Charlie en el arcén lo antes posible; lo dejaré en cuanto encuentre una carretera en condiciones y haré autostop. En caso contrario, no pasará mucho tiempo hasta que me pare un coche de la policía. Créeme, Robert, esta vez nada me va a detener. Con o sin Charlie, voy a ir a ese hospital, y si me dices otra vez que me vaya y que te deje en paz, me dará igual.
Porque ahora lo entiendo. Sé por qué dijiste eso. Pensaste que había estado hablando con Juliet, ¿verdad? Lo diste por sentado. O, mejor dicho, pensaste que ella había estado hablando conmigo, dándome su versión de los hechos, arruinándolo todo, contándome todo lo que no podías permitir que yo supiera. Y por eso te rendiste.
En el hospital te dije que te amaba. Seguro que fuiste capaz de comprender que hablaba en serio, muy en serio, por mis ojos y por mi voz, y aun así te rendiste. Y esperabas que yo hiciera lo mismo, que me fuera. Hasta que vuelva de nuevo a ese hospital tú creerás que nunca voy a regresar.
¿Cómo puedes creer eso, Robert? ¿Acaso no me conoces bien?
CAPÍTULO 27
– ¡Se ha llevado mi maldito coche! -exclamó Charlie en medio de la oscuridad.
– No dejarías las llaves puestas, ¿verdad? -preguntó Sellers, que corrió detrás de ella.
– Las llaves, el bolso, el teléfono, las tarjetas de crédito… ¡Dios! No lo digas, no quiero oírlo. Y tampoco quiero que me digas que no debería haberla traído conmigo, ni quiero que me recuerdes que no debería haber dejado el coche abierto con el bolso dentro, ¿de acuerdo? ¿Podríamos dejar de discutir sobre lo que debería y no debería haber hecho? Aún sigo siendo tu inspectora, ¿recuerdas?
Charlie quería preguntarles qué era lo que sabía Proust, pero no deseaba mostrar su flaqueza. Las situaciones límite exigían volver a emplear las crudas tácticas que se ponían en práctica en la escuela durante el recreo: nunca hay que demostrar que te importan.
– Sellers, saca el móvil. Quiero recuperar mi coche.
– Seguro que tienes suerte, inspectora. Ya sabes cómo es la policía escocesa.
– Ella no va a estar mucho tiempo en Escocia. Se dirige al Hospital General de Culver Valley para visitar a su querido psicópata, Robert Haworth. Llama y haz que algunos agentes se reúnan con nosotros en el aparcamiento. Gibbs, tú y yo vamos a hablar con la señora de Graham Angilley.
La llegada de Sellers y Gibbs había activado a Charlie; ahora volvía a ser un poco la de siempre. Al menos para poder dar una impresión aceptable.
Steph estaba en el despacho, sentada detrás de una de las mesas. Frente a ella tenía un rollo de papel higiénico rosa y un frasco de quitaesmalte; se frotaba una uña con un poco de papel. La piel de su cuello estaba roja. Hizo un esfuerzo por no levantar la mirada. Su rostro -como su trasero, si es que había que fiarse de su marido-era de color anaranjado, salvo la parte superior e inferior de los ojos, donde seguía habiendo líneas blancas. «Parece un búho», pensó Charlie.
– Despedidas de soltero -dijo Charlie en voz alta, apoyando las palmas de la mano en la mesa.