«Ha hablado con Sellers y Gibbs. Sólo es contigo con quien no quiere hablar.»
¿Y por qué demonios iba a hacerlo? ¿Acaso le había servido de algo a Charlie alguna vez? Unos meses atrás, mientras se dirigían a una reunión en la comisaría de Silsford, ella le había obligado a prestar atención a una canción que estaba sonando en la radio del coche. Simón aún se acordaba de la letra: hablaba de una persona que sólo le causaba dolor a otra. Ella le dijo: «No sabía que eras fan de los Kaiser Chiefs. ¿O es que has puesto esta canción por otro motivo?» Al principio ella se mostró desdeñosa, pero en seguida se sintió decepcionada cuando Simón le dijo que lo que estaba sonando era la radio y no un CD. No había sido él quien había elegido la canción; de hecho, ni siquiera la conocía.
Estaba pensando en qué canción escogería ahora, cuando llegó Proust. El inspector jefe tenía los ojos rojos y no se había afeitado.
– Son las dos de la madrugada, Waterhouse -dijo-. Ha interrumpido un sueño que tenía. Nunca sabré cómo terminaba.
– ¿Era un sueño o una pesadilla?
Simón estaba ganando tiempo para retrasar todo lo posible la reprimenda.
– No lo sé. Lizzie y yo acabábamos de comprarnos una casa nueva y nos mudábamos a ella; era mucho más grande que la que tenemos. Llegamos muy cansados y nos fuimos directamente a dormir. Pero no sé más, gracias a ti.
– Era una pesadilla -dijo Simón-. Sé cómo acaba. Usted se daba cuenta de que había cometido un gran error al comprar esa casa. Sin embargo, la vieja ya ha sido vendida a una gente a quien le encanta y que está decidida a quedarse en ella; no hay forma de recuperarla. Una pesadilla sobre el arrepentimiento eterno.
– Fascinante. -Proust parecía contrariado-. Muchas gracias. Y, ya que tienes ganas de hablar, quizás podrías explicarme porque me has despertado para darme una información que me habrías podido comunicar perfectamente esta tarde.
– Entonces no sabía que Charlie se había llevado a Naomi Jenkins con ella a Escocia.
Proust frunció el ceño.
– ¿Por qué no?
– Yo… no debí escucharla cuando me lo dijo.
– Hum…, ¿oyes eso, Waterhouse? ¿El sonido de un escepticismo apenas disimulado? La inspectora Zailer y tú sois como dos hermanos siameses. Siempre sabes dónde está ella, con quién y qué ha tomado para desayunar. ¿Por qué no ha sido así en esta ocasión?
Simón no dijo nada. Paradójicamente, mientras Muñeco de Nieve le estaba echando la bronca se sentía mejor; era como si se hubiese quitado un peso de encima, algo de lo que quería deshacerse.
– Entonces, a ver si nos entendemos: te has enterado de que la inspectora Zailer se había llevado a Jenkins a Escocia sólo después de que Sellers te ha llamado, ¿es eso lo que me estás diciendo?
– Sí, señor.
– ¿Y cuándo recibiste esa llamada?
– Por la noche.
– ¿Y por qué no me lo dijiste entonces? Me habrías ahorrado la molestia de ponerme el pijama.
Simón se quedó mirando al suelo. En aquel momento pensó que aún podía capear el temporal. Sin embargo, a medida que iba avanzando la noche y Charlie seguía sin ponerse en contacto con él, empezó a ponerse más nervioso. Había esperado que ella le llamara después de que lo hubiera hecho Sellers para decirle lo que debía hacer. Pero no lo hizo, y de pronto pensó que quizás nunca lo haría. Y, en ese caso, Simón tendría que contarle a Proust parte de la verdad para cubrirse las espaldas.
El inspector jefe entornó los ojos, dispuesto a analizar cada nueva mentira.
– Si la inspectora fue a ese chalet para arrestar al propietario y a su mujer, ¿por qué no fue allí contigo y con unos cuantos agentes? ¿Por qué llevarse a Naomi Jenkins, que en el mejor de los casos es una testigo y en el peor una sospechosa?
– Tal vez necesitaba a Jenkins para que identificara a Angilley como el hombre que la violó.
– Muy bien, ¡pero ésa no es la manera de hacerlo! -exclamó Proust, enfadado-. Ésa es la manera de conseguir que te roben el coche y el bolso, como al parecer ha sucedido. ¿Cómo puede haber sido tan estúpida la inspectora Zailer? Se ha puesto en peligro y también ha puesto en peligro a Jenkins y todo el trabajo que hemos hecho…
– Acabo de recibir una llamada de la policía de Escocia -le interrumpió Simón.
– Me resulta más difícil de creer eso que todo lo demás. Esa gente no mueve un dedo.
– Han encontrado el coche de Charlie.
– ¿Dónde?
– No muy lejos de los chalets Silver Brae; en la carretera, a cuatro millas. Pero el bolso no estaba.
Proust lanzó un pesado suspiro y se frotó la barbilla.
– En este asunto hay tantos aspectos contradictorios que no sé ni por dónde empezar, Waterhouse. ¿Por qué Naomi Jenkins, después de haber viajado a Escocia para identificar a su violador, tiene la repentina idea de robar un coche y salir huyendo, comportándose como una criminal a todos los efectos?
– No lo sé, señor -mintió Simón.
No podía contarle a Proust lo que Sellers le había dicho: que Naomi ya no confiaba en Charlie y que por algo que había dicho Steph había descubierto su relación con Graham Angilley.
– Habla con la inspectora Zailer -dijo Proust, impaciente-. Algo debe de haber ocurrido en esos chalets, ¿no te parece? La inspectora Zailer debe saber de qué se trata y a estas alturas tú también deberías saberlo. ¿Cuándo hablaste con ella por última vez?
– No he hablado con ella desde que se fue -reconoció Simón.
– ¿Qué me estás ocultando, Waterhouse?
– Nada, señor.
– Si la inspectora fue a los chalets Silver Brae para detener a los Angilley, ¿por qué Sellers y Gibbs también fueron allí por su cuenta? ¿Hacía falta que fueran los tres? Habría bastado con un inspector y un agente de uniforme.
– No lo sé, señor.
Proust empezó a andar en círculos alrededor de Simón.
– Waterhouse, a estas alturas ya me conoces muy bien. Por eso deberías saber que si hay algo que detesto más que las mentiras son las mentiras en medio de la noche.
Lo mejor que Simón podía hacer era guardar silencio. Se preguntaba si, en cierto sentido, no estaría deseando que Proust acabara con él y le obligara a contar toda la historia. Charlie y Graham Angilley. ¿Acaso Muñeco de Nieve podría decirle algo que le hiciera sentirse mejor con respecto a eso?
– Quizás debería preguntárselo a Naomi Jenkins. Es difícil que sea de menos ayuda que tú. ¿Qué están haciendo para encontrarla?
Por fin una pregunta que Simón podía contestar con toda sinceridad.
– Hay varios agentes en el hospital. Sellers dijo que Charlie estaba segura de que Jenkins iría allí para ver a Robert Haworth.
– De modo que te comunicas con la inspectora a través de Sellers. Interesante. -El inspector jefe siguió andando en círculos alrededor de Simón-. ¿Por qué Jenkins quiere ver a Robert Haworth? Ella sabe que fue él quien violó a Prudence Kelvey, ¿verdad? La inspectora Zailer se lo dijo, ¿no?
– Sí. No sé por qué quiere verle, pero al parecer así es. A toda costa.
– Waterhouse, ¡son las dos de la madrugada, maldita sea! -gritó Proust, golpeando su reloj-. Si era allí adónde se dirigía, a estas horas ya debería haber llegado. Es evidente que la inspectora Zailer estaba equivocada. ¿Hay alguien vigilando la casa de Jenkins?
«Mierda.»
– No, señor.
– Por supuesto que no; he sido un tonto al preguntarlo. -su voz era más sutil; las palabras, como perdigones, iban dirigidas a Simón-. Manda a alguien allí lo antes posible. Si no está allí, intentadlo en casa del ex marido de Yvon Cotchin. Y luego en la de los padres de Jenkins. Me asombra tener que oírme decir todas estas cosas, Waterhouse. -Como si pensara que había sido demasiado sutil en su desaprobación, gritó-: ¿Qué te ocurre? ¡No debería ser un viejo muerto de sueño quien tenga que explicarte los procedimientos más elementales!