– Me lo tomaré como un sí -dijo Naomi-. Pues imagínense que un día han quedado con esa persona y no se presenta. Y no llama. ¿Acaso no pensarían, en cuanto llegara cinco minutos tarde, incluso tan sólo un minuto, que le había ocurrido algo malo? ¿No pensarían eso?
– Déjelo en nuestras manos -dijo Charlie, levantándose. Probablemente, en aquel preciso instante, Robert Haworth estaba durmiendo en el suelo del apartamento de algún amigo, refunfuñando, junto a una pinta de cerveza, sin poder creer cómo había sido tan estúpido, como otros tantos hombres, y había dejado tirado por ahí el recibo de una tarjeta de crédito para que su mujer pudiera encontrarlo.
– ¿Eso es todo? -espetó Naomi-. ¿Eso es todo cuanto tienen que decir?
– Déjelo en nuestras manos -repitió Charlie con firmeza-. Nos ha dado mucha información, y sin duda vamos a investigarla. En cuanto sepamos algo, nos pondremos en contacto con usted. ¿Cómo podemos localizarla?
Naomi chasqueó la lengua, rebuscando en su bolso. El pelo cayó sobre sus ojos y se lo colocó detrás de la oreja, soltando una maldición entre dientes. Charlie estaba impresionada: la mayoría de la gente de clase media trataba de no maldecir en público y, si lo hacían, se disculpaban de inmediato, lo cual resultaba irónico, ya que la mayoría de los policías sueltan maldiciones continuamente. De todos los que Charlie conocía, el inspector jefe Giles Proust era el único que no lo hacía.
Naomi dejó caer una tarjeta sobre la mesa y también una fotografía suya y de un hombre de pelo castaño oscuro que llevaba unas gafas sin montura. Las lentes eran dos finos rectángulos que apenas cubrían sus ojos. Era fornido pero atractivo y parecía estar evitando la cámara.
– ¡Aquí lo tienen! Y si no se ponen en contacto conmigo pronto, lo haré yo. ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Quedarme sentada sin hacer nada, sin saber si Robert está vivo o muerto?
– Piense que está vivo hasta que tenga una buena razón para pensar lo contrario -dijo Charlie secamente.
¡Por Dios! Aquella mujer era la reina del melodrama. Charlie levantó la tarjeta y frunció el ceño.
– ¿Chalets de Lujo Silver Brae? ¿Propietario G. Angilley?
Naomi hizo una mueca de dolor y se echó ligeramente hacia atrás, negando con la cabeza.
– Pensé que diseñaba relojes de sol…
– Me equivoqué de tarjeta. Sólo… Sólo…
Naomi rebuscó de nuevo en su bolso, ruborizándose.
– ¿Fue a una de esas casas con el señor Haworth?
Charlie sentía curiosidad. Bueno, era poli.
– Ya le dije adónde iba con Robert. Al Traveltel. ¡Aquí está!
La tarjeta que en esta ocasión le tendió a Charlie era la suya. En ella había una fotografía en color de un reloj de soclass="underline" la mitad de una esfera inclinada, de piedra verdosa, con números romanos y una enorme ala de mariposa dorada que sobresalía del centro. También había una frase en latín, en letras doradas, aunque sólo resultaba visible una parte: «Horas non».
Charlie estaba impresionada.
– ¿Esto lo ha hecho usted? -preguntó.
– No. Quería que mi tarjeta profesional anunciara el trabajo de la competencia.
Naomi fulmino a Charlie con la mirada. Vale, había sido una pregunta estúpida. ¿La competencia? ¿Cuántos diseñadores de relojes de sol podía haber?
– ¿Qué significa «Horas non»?
Naomi dejó escapar un suspiro, ofendida por la pregunta.
– Horas non numero nisi aestivas. «Sólo marco las horas de sol».
Habló deprisa, como si quisiera acabar de una vez por todas. Las horas de sol hicieron pensar a Charlie en sus vacaciones y las de Olivia. Le hizo un gesto de asentimiento a Simón para zanjar el asunto y abandonó la sala de interrogatorios, cerrando de un portazo.
En el pasillo, conectó el móvil y pulsó la tecla de rellamada. Gracias a Dios, su hermana contestó después del segundo tono.
– ¿Sí? -dijo Olivia, con la boca llena de comida. Salmón ahumado y crema de queso, pensó Charlie. O un bollo relleno de chocolate… Algo que pudiera sacarse de una bolsa y comerse al momento. Charlie no captó ni el más mínimo suspense en la voz de su hermana cuando le preguntó-: -¿Qué otra nueva y previsible estupidez tienes que contarme?
– Gnomon -dijo Simón-. Una palabra interesante.
En la pantalla de su ordenador tenía la página web de Naomi Jenkins. La sala del Departamento de Investigación Criminal tenía un aire de abandono: montones de papeles diseminados en mes vacías, vasos de porexpán rotos por el suelo y silencio, salvo zumbido de los ordenadores y los fluorescentes. No había ni rastro de Sellers ni del gilipollas de Gibbs. El cubil acristalado del inspector jefe Proust, situado en un rincón, estaba vacío.
Charlie leía por encima del hombro de Simón.
– «Un gnomon es un proyector de sombras». ¿Acaso no es así como funcionan los relojes de sol? La forma en que se proyecta la sombra te indica qué hora es. Eh, mira, aquí dice que también los diseña en miniatura. Podría poner uno en el alféizar de la ventana.
– Yo que tú no se lo pediría -repuso Simón-. Probablemente te partiría la boca. Mira, los diseña de muchos tipos: de pared, con pedestal, verticales, horizontales, de metal, de piedra, de fibra de vidrio… Son impresionantes, ¿no?
– Me encantan. Salvo éste. -Charlie señaló la foto de un cubo de piedra liso con unos gnómones triangulares de hierro pegados a dos de sus caras-. Me gustaría más con una frase en latín. ¿Crees que esculpe ella misma las letras? Aquí dice que están esculpidas a mano…
– «El tiempo es una sombra…» -leyó Simón en voz alta-. ¿Quién encargaría un reloj de sol con esa inscripción? Imagínatelo: tomar el sol y cuidar del jardín junto a algo que te recuerda que te acercas rápidamente a la muerte.
– Te ha quedado precioso -dijo Charlie, preguntándose si Simón sabía que estaba hasta las narices de él. Hasta las narices, desilusionada, lo que fuera, aunque tratara de ocultarlo con todo su empeño-. ¿Qué te ha parecido la señorita Jenkins?
Simón dejó el teclado y se volvió hacia ella.
– Ha reaccionado de una forma exagerada. Emocionalmente es un poco inestable. Ha dado a entender que ya había sufrido otros ataques de pánico.
Charlie asintió con la cabeza.
– ¿Por qué crees que estaba tan enfadada y resentida? Creo que la hemos escuchado con atención, ¿no? ¿Y por qué dijo: «No tengo miedo de la policía»? Eso estaba fuera de lugar, ¿verdad? -Charlie asintió con la cabeza al ordenador-. ¿Hay algún perfil sobre ella en su página web? ¿Información personal o algo así?
– Si ese Haworth la está evitando, no lo culpo -dijo Simón-. Puede que sea una forma cobarde de dejarla y todo eso, pero ¿te imaginas tratando de romper una relación con ella?
– Él le prometió que se casarían, o sea que debe haber sufrido una decepción. ¿Por qué los hombres sois tan cabrones?
En la pantalla del ordenador apareció una fotografía de Naomi Jenkins. Estaba sonriente, sentada en un enorme reloj de sol semicircular negro, apoyada en su proyector de sombras plateado en forma de cono, el gnomon. Charlie pensó que habría que acostumbrarse a aquella palabra. Naomi llevaba el pelo de color castaño rojizo recogido hacia atrás y vestía unos pantalones de pana rojos y una sudadera azul descolorida.
– Aquí parece bastante normal -dijo Simón-. Una mujer feliz y de éxito.
– Es su página web -dijo Charlie-. La habrá diseñado ella misma.
– No, mira. Aquí abajo dice: «Summerhouse -Diseño de páginas web».
Charlie chasqueó la lengua, impaciente.
– No hablaba en sentido literal. Me refería a que habrá suministrado personalmente toda la información y las fotos. Cualquier freelance que tenga una página web para promocionar su empresa piensa muy a fondo qué imagen quiere dar.