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Ayer estuve junto a la Unidad de Cuidados Intensivos. Fue una suerte. Hoy, eso me facilita las cosas.

Tecleo el código en el panel, el mismo que he visto marcar a un médico: CY1789. El truco que le funcionó a tu hermano también me ha funcionado a mí. La puerta lanza un zumbido y, al empujar, se abre sin problemas. Estoy en tu pabellón. De pronto me doy cuenta de que el hecho de entrar físicamente en esta unidad es tan sólo una parte del desafío. Ahora debo fingir que estoy en mi ambiente, como si mi presencia en este pasillo fuera algo normal. Graham debió de hacer lo mismo; debió de darse cuenta de que moverse con sigilo habría sido muy peligroso.

Con la cabeza alta, camino deprisa y, segura de mí misma, paso por delante del mostrador de las enfermeras, dirigiéndome hacia tu habitación, contenta por haber tenido la brillante idea, esta mañana, de ponerme el único vestido elegante que tengo. He dejado el bolso en casa; en su lugar llevo un maletín marrón de piel con cierre de cremallera que me da un aspecto oficial. Sonrío a todo el mundo al pasar; es la sonrisa cálida de alguien que está ocupado y que dice: «Estoy segura de que todos me conocéis. Éste es mi ambiente; ya he estado antes aquí y voy a volver.» Y volveré, Robert, lo quieras tú o no. No seré capaz de alejarme de ti.

La puerta de madera de tu habitación tiene una ventanita de cristal. Cuando vine con Charlie, la cortina estaba abierta; sin embargo, ahora está echada. Agarro el pomo y entro en la habitación, mirando a mi alrededor por si alguien me está observando. Sin dudar.

En tu habitación hay dos enfermeras jóvenes. Una te está lavando la cara y el cuello con una esponja. Mierda. La sorpresa me borra la sonrisa de la cara.

– Lo siento -dice la otra enfermera, que rellena con un líquido una bolsa sujeta a una de las máquinas. Ha confundido mi miedo con irritación. Soy mayor que ella y llevo ropa cara, por lo que supone que soy un miembro cualificado del personal del centro.

Su compañera, la que tiene la esponja en la mano, es menos considerada.

– ¿Quién es usted? -pregunta.

Ahora que estás delante de mí me resulta más fácil. Eres un hombre postrado en una cama, inmóvil. Tienes los ojos cerrados y la piel blanca. Me quedo mirando fijamente tu rostro y me doy cuenta de la gran distancia que nos separa. Podríamos ser perfectamente dos personas que no tienen nada que ver la una con la otra. Todo lo que tiene que ver contigo -tus pensamientos, tus sentimientos, la red de órganos internos que mantiene vivo tu cuerpo-, todo está metido bajo tu piel.

Por un momento me sobrecoge la idea de que otra persona, metida como estás tú ahora en esa carcasa de piel, hubiera podido penetrar en la mía de ese modo. Si un cirujano me operara, encontraría lo mismo. Casi has llegado a reemplazar mi propio ser, Robert. ¿Cómo he podido permitir que tal cosa ocurriera?

– Éste es Robert Haworth, ¿verdad? -pregunto, tratando de parecer alguien que tiene derecho a perder la paciencia todas las noches aunque aún no lo ha hecho.

– Sí. ¿Es usted del Departamento de Investigación Criminal?

– No exactamente -digo. Levanto el maletín, dando a entender que contiene documentos importantes-. Soy asistente social; colaboro con la policía. La inspectora Zailer me dijo que era un buen momento para visitar a Robert. -Doy gracias a Dios por que ayer, al volver del hospital, Simón Waterhouse mencionara la posibilidad de contactar con una asistente social para que se ocupara de mí. Tuve ganas de decirle que era un poco tarde para eso.

Las enfermeras asienten con la cabeza.

– De todas formas, ya hemos terminado -dice una de ellas.

– Estupendo.

Le dedico una sonrisa enérgica, de funcionaría eficiente. Ninguna de ellas cuestiona por qué una asistente social desearía pasar un rato junto a un hombre que está inconsciente. El cargo que me he adjudicado les ha parecido perfecto. Suena bien; hace pensar en trámites, directrices y objetivos. Las enfermeras no tienen por qué preocuparse.

Una vez que se han ido, me acerco a ti y te acaricio la frente, que aún está húmeda por el contacto de la esponja. Tocarte ahora me resulta extraño. Tu piel es tan sólo piel, como la mía, como la de cualquiera. ¿Qué es lo que te hace tan especial? Sé que tu corazón sigue latiendo, pero me interesa más lo que está haciendo tu cerebro. Es esa parte de ti la que te hace diferente a los demás.

Robert Angilley.

El grito, el que lancé ayer, sigue ahí, aunque en este momento me aseguro de que sólo yo pueda escucharlo.

– Tu hermano ha perdido un ojo. Graham. He vuelto a verlo. No fue tan horrible como la primera vez. -Hay muchas cosas que decir y no sé por dónde empezar-. También está en el hospital; pero no en éste, en otro. Salió herido por culpa mía. No fue algo intencionado, simplemente ocurrió.

Me parece detectar un movimiento en tus párpados. Puede que sea porque te estoy mirando con mucha atención. Vemos aquello que queremos ver.

– Lo sé todo, Robert. Nadie me lo ha contado. Bueno, de algunas cosas me he enterado por la policía y de otras hablando con Juliet, aunque las más importantes las he descubierto por mí misma. Y desde entonces, lo único en que he podido pensar es en venir aquí para contártelo. Puede que vivas o puede que no, pero, pase lo que pase, quiero que sepas que te he vencido. Lo he hecho, Robert, a pesar de que durante mucho tiempo te has aprovechado de mí. Tú eras quien poseía toda la información y quien podía decidir si la revelaba o no.

Me inclino para besarte en los labios. Esperaba que estuvieran fríos, pero no es así: están calientes. Me aparto.

– Puedo hacerte y decirte cuanto quiera, ¿verdad? No puedes impedirlo; todo depende de mí. Ahora soy yo quien tiene toda la información y el poder. Soy yo quien hablará y a ti no te quedará más remedio que seguir ahí tumbado y escucharme. Es justo lo contrario de lo que ocurrió con Juliet.

Tus párpados, aunque de forma apenas perceptible, vuelven a moverse.

– Sé que Graham también la violó. Y que tú la encontraste, la cuidaste, te casaste con ella, hiciste que confiara en ti y que te necesitara. Igual que hiciste conmigo. Debe de ser fácil conseguir que una mujer se enamore de ti cuando sabes tantas cosas sobre ella. Debe de ser fácil decir lo que ella espera oír. Con Juliet funcionó de maravilla, ¿verdad? Y luego quisiste comprobar si volvería a funcionar con Sandy Freeguard.

Me tiemblan las piernas. Me siento en una silla, junto a tu cama.

– Sin embargo, Sandy no se ajustaba tanto como Juliet a tus propósitos. Debiste de sufrir una decepción, después de un comienzo tan bueno…, ella rindiéndose ante tu caballerosidad. ¿Por qué no iba a hacerlo? Tú sabes cómo hacernos sentir seguras. Pero Sandy no era como Juliet o como yo. Ella no se encerró en sí misma ni convirtió el hecho de ocultar su secreto en su mayor objetivo. Ella se lo contó a la policía, se unió a grupos de apoyo y se enfrentó a su violación mucho mejor de lo que la gente podía esperar. No se le pasó por la cabeza la posibilidad de sentirse avergonzada o de ocultar lo ocurrido. Es tu hermano quien debería sentirse avergonzado, y Sandy Freeguard lo comprendió mucho antes que yo y Juliet.

La rabia que siento es distinta de la que he sentido hasta ahora. Es fría y meticulosa. Me pregunto si esta gélida ira, esa que eres capaz de controlar y canalizar, es lo mismo que el mal. Si lo es, entonces es que el mal está dentro de mí por primera vez en mi vida.

– ¿Cuántas veces te habló Sandy Freeguard de lo que tu hermano le habían hecho? Seguramente muchas. Debía de ser lo único en lo que pensaba. Era una mujer muy habladora y tú eras su novio, un hombre amable y cariñoso.

Me acerco un poco más.

– Para ti debió de ser muy exasperante. ¡Qué derroche de energía! Tu enfermizo juego sólo funcionaba con mujeres que habían enterrado su experiencia y la ocultaban. Mujeres como Juliet y como yo, a quienes nos aterraba que alguien se enterara y lo que la gente pensaría de nosotras. Eso te encantó, ¿verdad? Casarte con Juliet sabiendo que ella no tenía ni idea de nada. Observarla mientras se ponía en ridículo, día tras día, amando y confiando en el hermano del hombre que la había violado y que había ganado dinero con ello. Por muy mal que se sintiera por dentro, al menos había conseguido ocultar su derrota ante el mundo y ahora te tenía a ti; las cosas empezaban a ir mejor. Tú debías intuir todo lo que pasaba por su mente. Disfrutabas con tu secreto, ¿verdad? Te regodeabas en su ignorancia, al ver lo equivocada que estaba.