Cussirat se detiene un momento en la escalera, mira, benévolo, a los ojos expectantes del otro, sonríe melancólico y dice:
—Voy a decirle que. . .
La distinción y la belleza de su rostro se quiebran por un momento, al meter la lengua entre labio y dientes y hacer el sonido de un pedo monumental; al tiempo que, con destreza que nadie hubiera sospechado, mueve ambos brazos y las manos en una seña soez. El animo de don Carlitos pasa del escandallo a la postración. Hunde el pecho, suelta los hombros, baja los ojos, las cejas se le van de lado, la boca se le entreabre. Cussirat recobra la compostura y sigue bajando la escalera.
—Vamos al Casino —dice.
El vejete lo sigue, alicaído. Y mas alicaído iría si supiera que desde el antepecho, entre los querubines y la penumbra, Belaunzarán, que lo ha visto todo, los contempla apretando la mandíbula y alzando una ceja. Cuando se pierden de vista da media vuelta y echa a andar, meditabundo, cruzando las manos a la espalda, por el pasillo oscuro. Lo que comienza como un paseo filosófico, se convierte en una embestida feroz, cuando Belaunzarán se da cuenta cabal de la afrenta de que ha sido objeto.
Deja atrás el Salón de Acuerdos, el Salón Chino, el Despacho Particular, y el Salón Verde, se detiene ante la ultima puerta del pasillo, y la abre con violencia.
Desde el butacón en donde ha estado leyendo El Mundo y dormitando, Cardona alza los ojos y se estremece. Belaunzarán entra, como un elefante enloquecido, dando un portazo.
—¡Se acabo! ¡No habrá Fuerza Aérea! ¡Con este petimetre no se puede tratar! ¡Le propongo nombrarlo Vicealmirante del Aire, me contesta que necesita tiempo para pensarlo, dos días! Se los concede, y unos minutos después, cuando va bajando la escalera, le dice al tercerón que lo trajo, que me va a contestar. . . prrrt! —emite el pedo ficticio y tuerce las manos en replica exacta de la seña que hizo Cussirat. Cardona se ruboriza. Belaunzarán prosigue:
—¡Si prrrt es su respuesta, prrrt le voy a dar!
X. JUERGA Y DESPUÉS
En el Casino están de juerga. En el comedor de los socios se ha arreglado y consumido una cena, para festejar el regreso de Pepe Cussirat. Sobre la mesa redonda, se ha puesto mantel blanco y cubiertos para doce; se ha comido, se ha bebido y se ha manchado el mantel con la tinta de los chipirones, la salsa de pollo a la galopina y la mousse de chocolate. Andrés Arrechederre, gachupín cerrado venido a Maitre d'hotel en el Casino de Puerto Alegre, levanta las botellas vacías de Chablis y Valpolicella, ayudado por Pablito el Pendejo, que saca, en una bandeja, los restos del comelitón, para dejar a los señores en la intimidad del café, los habanos, el Martell y la cháchara de Malagón.
—Cuando se caso el Rey Narizotas, la cosa fue del otro jueves: bomba en la Gran Vía, bomba en San Antonio, y bomba en la sacristía. No lo matamos, pero ha de haber pasado una noche de bodas fenomenal.
Pepe Cussirat, Coco Regalado, Paco Ridruejo y el Caballo González, amigos desde la infancia y tarambanas de la ultima camada, juntan sus carcajadas con las de sus predecesores: don Miguel Barrientos, muy mejorado de la pierna, don Bartolomé González, padre del Caballo, y don Casimiro Paletón, que ha dejado el traje negro y se ha vestido de bohemio. Don Carlitos sonríe desganado, porque, con la bilis, se le ha indigestado la cena. Bonilla y el señor de la Cadena, que son modelos de civismo, ponen caras reprobatorias. Don Ignacio Redondo, que fue monárquico en sus mocedades, antes de venir a Arepa, y ahora es timorato, le dice a Malagón:
—¿Y por una mala noche que le dio al Rey, acabo usted con sus huesos en Arepa?
Malagón se pone de pie, y mirando el candil de prismas, dice:
—Tierra bendita, que no me vio nacer.
Una carcajada y aplausos patrióticos.
—¿Valió la pena? —pregunta Redondo.
Los jóvenes abren la boca y fingen ofenderse, por el insulto a su patria que la pregunta implica. Malagón contesta que considera un privilegio haber llegado a estas tierras, y Redondo, batiéndose en retirada, acaba jurando que se siente “arepano como el que mas”.
Bonilla y el señor de la Cadena se ponen de pie, para despedirse.
—Es hora de recogernos —explica Bonilla, que no bebe gota, cuando alguien los urge a quedarse. Acercándose a Cussirat, le dice—: Mañana, con calma, hablaremos de su campana, Ingeniero.
Don Carlitos, verde, dice:
—Yo me voy con ustedes.
Redondo, que no quiere meter mas la pata, y que se siente de mas, también se va.
Sin caras largas, la fiesta se alegra.
—¡Que nos traigan putas! —pide Coco Regalado.
— ¡Si, que nos las traigan! —piden varios, aplaudiendo.
—Si nos las traen —advierte don Bartolomé al Caballo—, a tu madre, chitón, o dejas de ser socio del Casino.
Otra carcajada.
—Pierda cuidado mi padre —dice el Caballo, que ha salido en Don Juan Tenorio—, que en esta boca no entran moscas.
Pepe Cussirat toma la iniciativa y llama a Andresillo, que es procurador general, y le dice de encargar putas a la casa de doña Faustina.
—Que nos traigan a la Princesa —ordena Paletón, en conocedor— para que baile una jota.
—Y a una mulata para mi —pide Cussirat. Y esa noche vino la Princesa, con siete muchachas, en una carretela de alquiler, y bailo la jota con Cussirat. Cuando, con una zapateta, volcaron la mesa y rompieron la cristalería, Pepe le dijo a Ridruejo, que lo ayudo a levantarse del piso: —¡Como en los buenos tiempos! Después se echo encima de una negra tísica. Así pasaron la noche, y el día los descubrió, en plena euforia, manteando a Pablito el Pendejo, en el patio del Casino.
A las doce de un día sofocante, el siguiente de su llegada, Pepe Cussirat abre los ojos en su habitación, y no la reconoce. Pasea la mirada opaca por los muros tapizados, el ropero monumental, el tocador con placa de mármol, la garrafa y la palangana; la detiene, perplejo, en la fotografía de su abuelo, vestido de estudiante, empuñando una mandolina; por fin, la lleva a las persianas, por donde se filtran la luz, el bochorno del mediodía, y el crujido perezoso de una carreta, que va pasando por la calle de Cordobanes. Hasta entonces comprende que esta en Puerto Alegre. Comprende también que el ruidito que oye son las burbujas de la sal hepática que Martín Garatuza esta preparando en un vaso, sobre la mesa de noche. —Son las doce, señor.
Cussirat se incorpora. Tiene la boca pastosa, el aliento fétido, la garganta reseca, los músculos doloridos, y en el fondo de su ser, aprehensión. Bebe la sal hepática. Garatuza abre las persianas.
—¿Un filete con papas, señor?
Cussirat hace gesto de asco.
—¿Quiere usted ropa de casa, o le preparo la que va a ponerse esta tarde, para ir a casa de los señores Berriozabal?
Cussirat quiere volver a dormirse, hace con la mano un gesto, a Garatuza, de que se vaya, que el otro ignora.
—Don Francisco Ridruejo esta en la sala, esperándolo, señor.
Cussirat se incorpora en la cama, malhumorado.
Unos minutos mas tarde, Paco Ridruejo entra en la habitación, vestido de campirano.
—De pie, flojazo —ordena—, que hoy es veinticuatro de mayo.
—¿Y eso que?
—¿Ya no te acuerdas? Es el aniversario de la toma del Pedernal. Quiero que veas a tu contrincante en acción.
Cussirat, haciendo a un lado el cansancio, los efectos de la borrachera y su mal humor, se pone de pie.
XI. LA TOMA DEL PEDERNAL
A fines del siglo XVI, los españoles decidieron construir un fuerte para defender Puerto Alegre de los corsarios. Para erigirlo, escogieron el islote del Pedernal (llamado así, porque alguien había encontrado allí pedernal), que esta en la bocana de la bahía.
El Fuerte del Pedernal, que tenia por objeto impedir la entrada (o la salida) de barcos hostiles al puerto, nunca sirvió para nada, porque los corsarios nunca llegaron a Santa Cruz de Arepa. Los que lo construyeron nunca se hubieran imaginado que las barbacanas que estaban haciendo habrían de convertirse, con el paso del tiempo, en la trampa donde iba a caer un ejercito español, porque al Pedernal se fue a refugiar, con los restos de sus mermadas fuerzas, después de la Batalla de Rebenco, el General Santander.