Once meses resistieron los españoles en aquel ultimo reducto. En realidad, no les costo trabajo, porque nadie los ataco durante ese tiempo, ni resistieron porque tuvieran ganas, sino porque nadie paso a recogerlos. La guarnición había sido olvidada por el mundo civilizado, como dijo un diputado a Cortes cuando se supo la noticia de la matanza.
A los once meses de sitio (relativo, porque los españoles viajaban todas las tardes a la tierra firme con el objeto de abastecerse de víveres), Belaunzarán, el mas joven de los caudillos insurgentes, decidió dar un golpe que había de acabar, para siempre, con la dominación española de Arepa. Junto en la playa a los negros de la Humareda y a los guarupas del Paso de Cabras, y cuando oscureció y la marea estuvo mas baja, se despojo de su vistoso uniforme de general brigadier, y en cueros, con solo un machete en la mano, se metió en el agua hasta la cintura, se volvió a los negros y a los guarupas, que lo miraban sin entender que tramaba, y alzando el machete, grito:
— ¡Voy por la gloria! ¡El que la quiera, que me siga!
Dicho esto, se puso el machete entre los dientes, y empezó a nadar en dirección al islote. Mil hombres lo siguieron, nadando encuerados, mordiendo machetes. Muchos se ahogaron, pero, muchos también, salvaron los cien metros que tiene de ancho el canal que separa al islote de la tierra firme, y cayeron como un rayo sobre los ciento cuarenta y tres españoles, que estaban desapercibidos, haciendo una fiesta, en honor de María Auxiliadora, y memoria del prodigioso triunfo de las naves españolas en Lepanto. Era el veinticuatro de mayo. No quedo uno con vida.
Don Casimiro Paletón, que a la sazón era un joven poetastro, canto esta gesta con un poema de mil sonoros versos (uno por cada uno de los participantes), en el que califico a Belaunzarán, que tenia veinticuatro años, de “Héroe Niño”, de lo que nunca se arrepintió bastante.
Cada año, el veinticuatro de mayo, los negros de la Humareda y los indios del Paso de Cabras, se juntan en la playa, bailan durante seis horas al son del bongo, ante el Cuerpo Diplomático, los funcionarios y la chusma porteña; a las seis llega Belaunzarán a caballo, vestido de brigadier. Se quita la ropa, se queda en calzones, se pone un machete entre los dientes y repite la hazaña de nadar hasta el Pedernal, en donde lo esperan, con música, la Banda de Artillería, y una señorita, disfrazada de Patria, que lo corona de laurel.
Muchos son los que lo siguen en la travesía y, cada ano, alguien se ahoga. La esperanza proverbial de los ricos de Arepa es “que el Gordo se ahogue nadando hacia el Pedernal”. Deseo que no se les ha cumplido en los veintiocho años que van transcurridos desde la independencia.
Pepe Cussirat y Paco Ridruejo comieron en el Hotel de Inglaterra y llegaron a la playa vestidos de blanco, con panamas en la cabeza, a las cuatro y media, cuando la danza entraba en su apogeo.
Bajo una enramada, sentado en un sillón de mimbre, Sir John Phipps duerme tranquilamente, gracias a su sordera. A su lado, el primer secretario de la Embajada Británica, se espanta las moscas.
Abriéndose paso entre los restos de pescado frito y las cascaras de coco verde que cubren la arena, los dos jóvenes dandies llegan hasta la “enramada de paga”, saludando, al pasar, a Bonilla, Paletón y el señor de la Cadena, que bostezan en la enramada de los diputados. Mientras Paco Ridruejo paga por las sillas, alguien, que esta en galena, saluda cordialmente a Cussirat. Este contesta el saludo y, cuando su compañero se sienta a su lado, le pregunta:
—¿Quien es ese?
Ridruejo mira hacia el hombre que, sentado en una banca corrida, se quita el carrete por segunda vez, inclina la cabeza y sonríe.
—Es un músico, protegido de Ángela Berriozabal.
Cussirat no recuerda a Pereira, quien acompañado de su mujer, su suegra y doña Rosita Galvazo, aprovecha el espectáculo, gratis, porque Galvazo, que esta encargado de la seguridad, les ha dado pases.
Los guarupas bailan al son de atabales, cascabeles, flautas de carrizo y guitarrones; los negros, al son de bongos y tumbas. Todos al mismo tiempo y sin concierto. Todos se emborrachan, algunos se pelean, otros se caen en la arena, postrados por el agotamiento, y se quedan durmiendo la mona.
La Banda de Artillería y los niños de las escuelas, llegan al Pedernal, por entregas, en la lancha de la Capitanía. Don Carlitos y don Ignacio Redondo, que temen que su ausencia sea notada, y que de eso se deriven males irreparables sin cuento, se presentan de mal humor y a ultima hora. Coco Regalado y el Caballo González, que siguen la farra, aparecen borrachos, dando traspiés, “a ver como se ahoga el Gordo”.
Por fin llega Belaunzarán, entre el griterío de la plebe, y el estruendo de las bandas de guerra. Se desviste, se mete al mar, dice su frase celebre, y cruza, sin contratiempo, el canal, a la cabeza de cientos de borrachos.
Cuando aparece en la otra orilla, y es coronado de laurel por la “Patria”, al son del Himno Arepano y a la luz de los fuegos de artificio, Cussirat, entre los aplausos, los bongos y el griterío, de pie sobre la silla, para ver mejor, se vuelve a Paco Ridruejo y le dice:
—Contra este hombre no se puede luchar en unas elecciones. Hay que matarlo.
Pasa un momento antes de que el otro se convenza de que su amigo esta hablando en serio. Después, dice:
— ¡Si, claro! ¿Pero, como?
Esa noche, en el Casino, los moderados se llevaron la sorpresa, y algunos hicieron el coraje de su vida. Pepe Cussirat, su ultima esperanza, rechazo la candidatura a la presidencia.
—Pero si usted mando un cable diciendo que aceptaba su postulación —le reclama Bonilla, con severidad.
—Que la aceptaba “en principio” —corrige Cussirat—. Ahora la rechazo. He reflexionado, y he visto la realidad. En primer lugar, creo que no tengo esperanzas de salir electo; y en segundo, creo que, aunque ocurriera un milagro, y ganáramos las elecciones, Belaunzarán, que evidentemente no quiere dejar el poder, como lo demuestra la muerte del Doctor Saldaña y los cambios que se han hecho en la Constitución, tiene la fuerza y la popularidad necesarias para hacer una revolución y arrebatarnos la presidencia en dos días. Entonces si estaríamos en un aprieto. Yo y ustedes.
Su argumento, que parecería incontrovertible, y que puede formularse con una pregunta: “¿Para que luchar cuando no hay esperanzas?”, no convence a los moderados mas tercos, y mas moderados, como Bonilla, Paletón y el señor de la Cadena, que tienen quince años hablando de dar batallas cívicas; ni a los mas medrosos, como don Ignacio Redondo, a quien el fantasma de la Ley de Expropiación quita el sueño. Los demás, que consideran que si no se puede ganar, hay que estar, cuando menos, bien con el que gane, como don Carlitos, don Bartolomé González y Barrientos, comprenden a Cussirat, lo excusan, y hasta lo defienden cuando se levanta, sale del Salón de Actos, y va a tomarse un Tom Collins en el bar del Casino; pero pierden la batalla cuando don Carlitos propone a Belaunzarán como candidato del Partido Moderado a la presidencia, porque las fuerzas reaccionarias, intransigentes y oscurantistas, como las llamaría Belaunzarán, son mas numerosas.
—No podemos ponernos en sus manos y dejar que nos corte el pescuezo —dice Redondo, no pensando en el pescuezo, sino en el ingreso que le producen los almacenes que llevan su nombre.
Después de mucho debate, y mediante la creación de malas voluntades, se acuerda hablar con Belaunzaran y pedir que se pospongan las elecciones, con el objeto de tener mas tiempo para decidir que candidato nombrar.