Regresa a la sala de espera, y le dice al ujier:
—A usted buscaba. Dígale al señor Presidente que no pude esperar mas, que si me necesita, ya sabe donde encontrarme —ha recobrado su tono autoritario.
El ujier, admirado de que alguien trate al Mariscal con tal desparpajo, no atina a contestar. Ve como Cussirat se pone el sombrero, da media vuelta y se va.
—Así deberían ser todos los hombres —comenta la viuda del Coronel, mirando al vendedor de aceitunas.
Cussirat cruza el umbral de Palacio entre dos guarupas de morrión que hacen guardia. Una vez en la calle, libre, respira profundamente, cruza la Plaza Mayor mirando las palomas que hay en el atrio de la Catedral, llega al Café del Vapor, se sienta en una silla de mimbre, y dice al mesero que se acerca:
—Un madrileño.
Cuando el mesero se va, Cussirat fuma perezosamente un English oval mirando los muros de piedra del Palacio Presidencial, en espera de que le traigan el café y de que una explosión horrísona los haga cuartearse.
Belaunzarán, aburrido, inflexible, malencarado, y terrible, dice:
—De ninguna manera.
El Licenciado Bonilla mira a los otros dos moderados en busca de algún signo que le de ánimos, y no lo encuentra. Sin ánimos, pues, reúne sus fuerzas y echa una ultima carga, fútil.
—Nosotros, los moderados, nos atrevimos a proponer que se pospongan las elecciones, pensando que esta disposición sería benéfica para ambos partidos, y basándonos en el artículo 108 de la Constitución Arepana.
—No precede —dice Belaunzarán—. El articulo 108 estipula una petición conjunta, y el Partido Progresista, a pesar de haber cambiado de candidato, no ha hecho petición alguna al respecto, lo que indica que no necesita tiempo extra para hacer su campana electoral. Esta información yo la tengo de primera mano, puesto que soy el candidato y el Presidente del Partido.
—¿Podemos hacer una petición por escrito? —pregunta Bonilla, para guardar apariencias.
—Si quieren ustedes perder el tiempo —contesta Belaunzarán.
Bonilla se pone de pie, y los otros lo imitan.
—En ese caso —concluye Bonilla—, no hay mas que hablar.
—En eso estamos de acuerdo, señor Licenciado —responde Belaunzarán, con una sonrisa.
En un ambiente gélido, los moderados se despiden de Belaunzarán, que no se levanta, con un apretón de manos y haciéndole una ligera cortesía; tienen otra vez la pequeña discusión sobre quien sale primero y, por fin, uno tras otro, salen, Bonilla, Paletón y el señor de la Cadena, que cierra la puerta.
Una vez solo, Belaunzarán resopla y echa el puro en la escupidera.
En el Café del Vapor, Cussirat, con un madrileño enfrente ve, con desconsuelo, al Doctor Malagón, que cruza la calle diciendo:
— ¡Hola, esporman!
Y se sienta a su lado.
Belaunzarán hace pipí con atención, inclinado hacia adelante para que la barriga no le impida la visibilidad, con la barbilla hundida en la papada y la papada aplastada contra el pecho; la mirada fija en la punta del pizarrín. Al terminar se abrocha, y después, tira de la cadena, con cierta dificultad. Se extraña al oír, en vez del agua que baja, un crujido, un cristal que se rompe, y una efervescencia. Levanta la mirada y la fija en el deposito. En ese momento, como una revelación divina, ve la explosión. ¡Pum! Un fogonazo. El deposito se abre en dos, y el agua cae sobre Belaunzarán.
Con las reacciones propias de un militar que ha pasado parte de su vida en campana, Belaunzarán brinca, es presa del pánico, huye hacia su despacho, y de un clavado se mete debajo del escritorio. Al poco rato, comprende que el peligro ha pasado, se repone y monta en cólera:
—¡Alarma! —grita, saliendo del escritorio.
Regresa al lugar de la explosión, ve los pedazos del deposito, el chorro de agua que pega contra el espejo y rebota, el piso inundado. Toca el timbre que esta junto al excusado.
En el cuarto de la ropa blanca, suena el timbre furiosamente y se enciende, en el tablero, el foquito que dice: “WC presidencial”.
Sebastián, negro y holgazán, con filipina, despierta alarmado, da un brinco, toma un rollo de papel higiénico y sale corriendo, para auxiliar al patrón.
Belaunzarán regresa al despacho, sereno, dueño de si mismo y de la situación. Descuelga la bocina del tubo acústico, sopla en ella y da ordenes:
—¡Todo el mundo a sus puestos de combate! ¡Hay una bomba en Palacio! ¡Cierren las puertas! ¡Agarren a los tres que van saliendo, y si resisten, fuego contra ellos!
Cuelga el tubo acústico. Entra Sebastián, agitado, y le ofrece el rollo de papel. Belaunzarán, frenético otra vez, exclama:
—¡Traición! ¡Un plomero!
Los guarupas de morrión, cierran las puertas de Palacio. La corneta toca a zafarrancho de combate. La guardia se arma. Se quita la lona que cubre la ametralladora Hodchkiss que nunca se ha disparado.
Los moderados, solemnes, sin comprender lo que ocurre, ignorantes de lo que les espera, extrañados por las voces de mando, el ir y venir de los soldados y los cornetazos, van cruzando el patio para llegar al vestíbulo, en donde esta un pelotón en posición de firmes. El oficial de guardia, al verlos llegar, le dice al sargento:
—Sargento, ¡arreste a esos tres!
El oficial de guardia va al tubo acústico y mientras se comunica con el despacho particular, el sargento grita:
—¡Flanco derecho! ¡Armas al hombro! ¡Pasoredoblado! ¡Cuarto de conversión a la izquierda! Formación por escuadras! ¡Doble distancia al frente! ¡Alto!
Los moderados están copados en medio de dos filas de soldados.
—¿Que significa esto? —pregunta Bonilla.
Todos los parroquianos del Café del Vapor están mirando las puertas cerradas de Palacio, y oyendo las voces de mando y el zafarrancho de combate.
—¿Que pasara allí adentro? —le pregunta a Malagón don Gustavo Anzures, que esta en la mesa vecina.
Malagón hunde un terrón de azúcar en el café, lo saca, se lo mete en la boca y, áulico, contesta:
—¿Que ha de pasar? ¡Que Larrondo se levanto en armas y va a deponer los poderes! Ya estaba yo enterado.
Don Gustavo para las cejas y se va por las mesas, corriendo la voz:
—¡Que agarraron al Gordo en su madriguera y lo van a tronar!
—Todo esto se tramo en la Embajada Americana —le explica Malagón a Cussirat, que esta aplastando un cigarrillo en un plato, con mucho cuidado.
Duchamps, el reportero de El Mundo, deja el café y la amistad de sus amigos, y se va a Palacio, con la libreta de notas preparada y las piernas temblonas.
En la cima de la escalera veneciana, rodeado de achichincles solícitos y aterrados, dueño de la situación, Belaunzarán da ordenes perentorias:
—Cerrojos. Todas las puertas de Palacio con candados. Las llaves las tiene usted y yo —le dice al Intendente, que le responde con zalemas y actos de contrición. Se vuelve al Coronel Larrondo, Jefe de la Guardia Presidencial—: De ahora en adelante, todo el que entre en Palacio, al Cuarto de Guardia y esculcarlo de pies a cabeza.
—Muy bien, señor Presidente —contesta Larrondo, el presunto pronunciado, cuadrándose con tremenda marcialidad.
En ese momento, van subiendo por la escalera los tres moderados, lívidos, despeinados, la ropa en desorden, después de haber sido maltratados y despojados de todo lo que tengan de valor. Una fuerte escolta los acompaña.
—Los culpables, señor —anuncia el oficial.
Con la misma precisión que ha dado las ordenes anteriores, Belaunzarán da la siguiente:
—Que los interrogue Galvazo para ver quienes son sus cómplices, y al paredón.
—Tropa: Media vuelta a la derecha. . . ¡Derecha! —grita el teniente.