Entre las nucas sudorosas de la escolta que baja la escalera corno un gigantesco gusano verde, se ve la cara descompuesta de Bonilla, que dice:
— ¡Piedad! ¡Somos inocentes!
En el Café del Vapor, se ha formado un corrillo alrededor de la mesa de Malagón y Cussirat.
—La artillería esta en el complot —dice Malagón, en su salsa, conjeturando—, porque esta mañana vi a los del Primero de Campana maniobrando una pieza y poniéndola con la boca hacia el Cuartel de Zapadores.
—Impondrán la Ley Marcial y no podremos ir de farra— dice Coco Regalado, que acaba de llegar.
Los desocupados del Café del Vapor, de traje blanco, camisa a rayas, cuello de celuloide, corbata inglesa, carrete importado, mancuernillas en los puños y cadena de oro alrededor de la barriga, se ríen de dientes afuera, del chascarrillo de Coco Regalado, chupan el puro, y piensa, cada cual, en las ventajas que le vendrían si de veras agarraran al Gordo en su madriguera y lo tronaran.
En ese momento, el furgón de los muertos se detiene frente a la puerta de Palacio. Entre una muchedumbre de mendigos y vendedores de fritangas, rodeados por la escolta majadera, a empujones, los tres moderados suben al furgón.
Los señores decentes no se atreven a cruzar la Plaza, y mandan a uno de los meseros a investigar.
Duchamps regresa al Café con la boca repleta de noticias:
—Alguien puso una bomba en Palacio. No paso nada. El Gordo anda de un lado al otro dando gritos. Agarraron a los culpables y los llevan a la Jefatura para darles tormento.
Dicho esto, se va corriendo a la redacción de El Mundo, a escribir la noticia de la edición especial.
— ¡Mierda!, por que no traman mejor las cosas? —dice Anzures, malhumorado.
—¿Y a ti, Pepe, que te parece tu tierra? —le pregunta Coco Regalado a Cussirat—. No le falta vida, ¿verdad?
Cussirat abre la boca para contestar, y en eso se queda. El Reloj de la Catedral da las dos, y cuando apenas acaba de sonar el ultimo campanazo, como un eco, el relojito despertador, que está dentro del portafolio, olvidado en la silla que está al lado de Cussirat, empieza a sonar, furioso y ahogado.
Confusión, sobresalto, los pelos se erizan debajo de los carretes. La mano de Cussirat, automática, viaja en dirección al portafolio, se detiene a medio camino y se retira, prudentemente, a descansar sobre el pantalón del dueño.
Don Gustavo Anzures toma el portafolio y lo abre. Malagón, que no quiere ser menos, ni quedarse atrás, mete la mano y saca el relojito. Se vuelve al corrillo y, sabio, explica:
—¡Es un reloj despertador!
—¿De quién es el portafolio? —pregunta Anzures.
Coco Regalado, repuesto del sobresalto, tiene ánimos para decir el gran chiste del día:
— ¡Alarma, que ha llegado el momento de fusilar pendejos!
Nadie se ríe.
—¿De quién es el portafolio? —repite Anzures.
Nadie contesta, algunos señores regresan a sus mesas, hay quien pide un café; Cussirat abre la cigarrera, y de ella extrae el último English oval, que enciende con mano temblorosa, deteniéndolo entre los labios tiesos.
XIV. CONSECUENCIAS
— ¡Hay que hacer algo! —dice Ángela, con El Mundo todavía entre las manos.
Barrientos, Anzures y Malagón, que acaban de traerle el periódico, fúnebres, están de pie frente a ella en la sala de música.
—A eso vinimos, Ángela —explica Barrientos—. Carlos debe intervenir. Él es amigo personal de Belaunzarán.
Ángela se pone de pie.
—De nada serviría —dice—. Carlos cree que es amigo de Belaunzarán, pero, en realidad, no ha hecho más que jugar dominó con él dos veces.
Va al teléfono que hay en el hall y pide comunicación con Lady Phipps.
—La Embajada Inglesa podrá hacerlo mejor, estoy segura —explica a sus amigos, antes de dejarlos.
Malagón se mesa la melena, y la caspa le cae sobre los hombros del traje a cuadros.
— ¡Y yo, sentado en la mesa del café, bromeando! ¡Cómo iba yo a pensar que mi gran amigo Paletón estaba en semejantes aprietos!
Va de un lado a otro de la sala. Barrientos se sirve una copa del cognac que saca de un armario. Anzures va a la ventana y se queda mirando los pavorreales en el atardecer.
—En el fondo, se lo merecen, por hacer las cosas tan mal. Si la bomba hubiera explotado, estarían velando al Gordo, y nosotros de fiesta.
En el hall, Ángela cuelga el teléfono en el momento en que entra Cussirat.
Pepe —le dice Ángela—, dime la verdad: ¿fuiste tu?
Cussirat finge no comprender.
—¿Fui yo qué cosa?
—Quien puso la bomba en Palacio.
Con seriedad digna, Cussirat responde:
—Ángela, si yo fuera el culpable, me entregaría.
Ángela se excusa:
—Sí, claro. Ni por un momento pensé que dejaras a otros en el atolladero si tú fueras quien puso la bomba.
—De esa manera —agrega Cussirat con un dejo de ironía—, nos fusilarían a los cuatro.
Ambos entran juntos en el Salón.
—Lord Phipps está en Palacio tratando de arreglar las cosas —anuncia Ángela.
Barrientos, cojeando, se sienta en un canapé, desde donde reflexiona en voz alta, incrédulo, mientras se calienta el cognac que tiene en la mano.
—Lo que no me explico es cómo, después de quince años de hablar de civismo, se les pudo ocurrir una cosa tan descabellada a esos tres hombres.
—¡Tan torpes! —concluye Anzures, dando la espalda a la ventana.
Ángela le reprocha:
—¡Gustavo, no hables así! ¡Su vida está en peligro!
—¿Qué podemos hacer? —pregunta Cussirat.
—Se puede formar una comisión —dice Barrientos, sin entusiasmo—, juntar firmas, pedir clemencia. . . pero eso lleva tiempo. Y no lo tenemos. Esto lleva toda la traza de juicio sumario. Lo único que puede salvarlos es una intervención personal de alguien que tenga influencia sobre esta bestia.
—¿Por qué no interviene usted? —le pregunta Cussirat.
—Yo no soy más que el Director del Banco de Arepa. Estamos peleados a muerte. ¿Por qué no interviene usted? —le pregunta, a su vez, Barrientos a Cussirat.
—Porque antier no me quiso recibir. Me dejó plantado, haciendo antesala.
—Carlos es la solución —dice Barrientos.
—¡No, qué Carlos! —dice Malagón, dejando de pasear—. ¡Hay que lanzar otra bomba!
—¿Con qué objeto? —pregunta Anzures.
—Que se vea que no estamos de acuerdo —dice Malagón.
—¿Quién va a lanzarla? —pregunta Barrientos.
—Yo la lanzaría, de mil amores —dice Malagón, pero advierte—, si no fuera un exiliado político.
—Un momento —dice Anzures—. Si alguien tiene valor para poner una bomba, debe tenerlo para afrontar las consecuencias. Si nosotros intervenimos, es por humanidad, no por obligación.
—Gustavo —dice Ángela—, debes tener en cuenta que lo que hicieron estos hombres lo hemos pensado muchos, sin atrevernos.
Hay un silencio. Un mozo entra.
—Lady Phipps al teléfono, señora.
Ángela sale, rápidamente, llena de esperanzas.
Barrientos se levanta trabajosamente y va a servirse otra copa, Malagón sigue sus paseos, Anzures vuelve a mirar por el ventanal, Cussirat se sienta. Ángela entra, desolada. Todos la miran.
—Han confesado su culpabilidad. La Embajada Inglesa no puede intervenir. Están perdidos.
Todos se abaten.
—No queda más que esperar a Carlos —dice Barrientos.
Esperan a don Carlitos jugando tute. Cussirat gana tres partidas al hilo.
Cuando don Carlitos llega, viene desencajado. Se para a medio Salón, y con lágrimas en los ojos, y abriendo los brazos, dice:
—¡Han sido condenados! ¡Los van a fusilar!
Todos lo miran consternados.