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—Tienes que intervenir —le dice Barrientos.

Don Carlitos, en el colmo del abatimiento, contesta.

—Ya traté de hacerlo. De nada sirvió. No me recibieron. Ángela, ¿te das cuenta de lo que esto significa? Sin diputados moderados en la Cámara, la Ley de Expropiación se nos viene encima, la Cumbancha se nos va. . . estamos perdidos.

Dicho esto, tragándose un sollozo, caminando con paso inseguro, pero levantando la cabeza con dignidad, como si fuera él el fusilado, don Carlitos sale.

Después de un momento de silencio, Ángela exclama:

—¡Qué vergüenza! ¡Tres vidas en peligro y este hombre pensando en su hacienda de la Cumbancha!

Se pone de pie y sale tras de su marido. Cussirat baraja y reparte las cartas.

Ángela llega al hall del primer piso con agitación de gasas, jadeante. Camina hasta la alcoba de su marido, abre la puerta y lo ve, sentado en la cama, con un pie desnudo, el calcetín en la mano, y la mirada fija en el fondo del zapato que se ha quitado.

Ángela se suaviza. Entra en el cuarto y va hacia la cama. Él la mira y cree que viene a consolarlo. Cuando ella está cerca, él se echa a llorar, apoyando la cara contra la barriga de su mujer, quien, después de dudarlo, le acaricia levemente la cabeza.

Gaspar, el gato de Pereira, sentado en la mesa del comedor, posa somnoliento para su dueño, que está haciéndole un retrato, a lápiz, sobre un bloc de dibujo.

En la sala, Rosita Galvazo, en refajo, se mira en el espejo. Esperanza da la última puntada al percal floreado con que trata de cubrir las carnes rotundas de su amiga y cliente. Doña Soledad, en una mecedora, le da de comer al canario recién nacido que tiene en el puño, sobre el regazo, metiéndole por el pico abierto un palillo de dientes mojado en una sopa inmunda: dice una frase célebre:

—En mis tiempos, las cosas no eran así —y luego, dirigiéndose al canario, le dice—: Come tonto, que tu madre no está aquí. ¿Cuándo se iba a ver, a las seis de la tarde, a un hombre, sentado en el comedor, retratando a un gato? Los de antes se emborrachaban, pero traían dinero a casa.

Rosita, absorta en sus redondeces, comenta:

—¡Cada día estoy más gorda! Suerte que a Galvazo le gusto así.

Esperanza, con la boca llena de alfileres, se pone de pie, extiende el vestido, que es vasto, y dice, entre dientes:

—Nomás está hilvanado.

—¡Qué chulo! ¡Qué elegante! ¡Qué distinguido! —comenta doña Soledad, picándole, por distracción, un ojo al canario.

Rosita se enfunda en el vestido, que Esperanza trata de hacerle pasar por las nalgas.

Galvazo, satisfecho, con bultos de comestible entre las manos, rebosante de buen humor, entra en la casa y se mete de rondón en la sala. Las mujeres, entre risitas coquetas, gritan:

—¡Jesús, los moros!

—¡Cierre los ojos, picarón!

—¡Fuera, intruso!

Galvazo, el Terror de la Jefatura, cierra los ojos, haciéndose el delicado, como si nunca hubiera visto a su mujer en calzones, y deja que entre Esperanza y Rosita le den la vuelta y lo empujen hasta la puerta, diciendo:

—¡Al comedor, hombrón, que aquí no tienes nada que hacer!

Doña Soledad, echando atrás la cabeza y la mecedora, empuñando todavía el canario, suelta la carcajada gozando del momento equívoco y pudibundo.

Galvazo irrumpe en el comedor, despertando a Gaspar y secando la vena creativa del dueño. Mientras Gaspar baja de la mesa y huye a la cocina, y Pereira cubre el dibujo con una hoja en blanco, Galvazo deja los bultos sobre la mesa y dice:

—¡Un día pesadísimo, pero fructífero!

—¿Qué hiciste?

—¡Nada menos que acabar con la oposición!

—¿Cuál oposición?

—Tu patrón, don Casimiro.

Pereira se alarma.

—¿Don Casimiro? ¿Qué pasó?

—Trató de asesinar al señor Presidente. Él, y otros dos. Fallaron, afortunadamente. Los agarraron y me los llevaron. No querían confesar, los muy cobardes. Agarré a don Casimiro, “hínqueseme allí”, le dije. Le di un tirón en donde tú ya sabes. ¡Santo remedio! Confesaron los tres. Mañana los fusilan.

Pereira está demudado.

—¿A don Casimiro lo fusilan? ¡Van a cerrar el Instituto! ¿De qué voy a vivir?

—De la guitarrita que tocas.

—Pero eso no deja.

—Mira, no seas egoísta. Piensa en lo que este hecho significa para el país: se acabó la oposición moderada, el ambiente político va a quedar más limpio que una camisa acabada de lavar. Ahora sí vamos a vivir en paz.

Pereira, incapaz de concentrarse en las ventajas que trae consigo la desaparición de los moderados, se pasa, desolado, la mano por los cabellos. Galvazo trata de consolarlo:

—No te preocupes, que tienes amigos pudientes que te van a ayudar.

Le pasa el brazo por los hombros. Pereira lo mira, preocupado, pero agradecido por la amistad que le demuestra. Galvazo, viendo que la preocupación de su amigo disminuye, retira el brazo, abre los paquetes que están en la mesa, y dice:

—Ahora vamos a pensar en comer.

Separa una lata y se la muestra a Pereira, que la observa con melancolía y le dice:

—¿Sabes lo que es esto? Paté de foie gras. La cosa más deliciosa que puedas comerte. Lo agarramos en un contrabando. ¿Tienes pan?

Al día siguiente, Bonilla, Paletón, y el señor de la Cadena, se levantaron a buena hora, hicieron sus necesidades ante guardia de vista, se rasuraron con navaja prestada, se confesaron con el Padre Inastrillas, caminaron por los pasillos de la Jefatura entre un pelotón de la Policía Montada y se pararon en el patio de servicio, dando la espalda al muro de prácticas, mirando cómo los montados se hincaban, cortaban cartucho, apuntaban y disparaban. Murieron rayando el sol.

A la ejecución asistieron Jiménez, envuelto en un capote prusiano que lo hacía sudar a chorros, Galvazo, desveladón, un Ministro de la Suprema Corte, que fue quien dio fe, Cardona, en representación de la presidencia, con órdenes de asegurarse de que quedaran bien muertos los culpables, el Padre Inastrillas, que echó la bendición, y varios periodistas y fotógrafos.

El tiro de gracia estuvo a cargo del teniente Ibarra, personaje oscuro, que no volverá a aparecer en esta historia, ni en ninguna otra, porque murió esa misma noche de congestión alcohólica.

XV. NUEVOS RUMBOS

El entierro fue sencillo, pero emotivo. Todos los asistentes estuvieron de acuerdo en que Bonilla, Paletón y el señor de la Cadena habían muerto por una causa justa, “librar a Arepa del tirano”, y después se fueron a sus casas, a refunfuñar en privado, en contra de los nuevos mártires, quienes, con su torpeza, no habían logrado más que acabar con la oposición en la Cámara, provocar la ira de Belaunzarán, y poner a sus partidarios en un aprieto.

Durante quince días nadie se paró en el Casino, por temor de ser acusado de complicidad en el intento de asesinato. Algunos, como don Carlitos, estuvieron en cama, enfermos, leyendo, temblorosos, El Mundo, en espera de la noticia de que la Ley de Expropiación fuera aprobada en la Cámara, por unanimidad, y puesta en vigor. Otros, como Barrientos, se encerraron en su despacho a estudiar la manera de invertir en el extranjero. Pepe Cussirat se fue al campo, escopeta en mano, a buscar liebres, que resultaron más fáciles de matar que el Mariscal, pero menos que los moderados. Ángela pasó los quince días llena de pesar por los difuntos, decepcionada con los vivos, y dedicó sus energías a organizar una velada poética en memoria de Paletón, un patronato para el Instituto Krauss, y a ordenar a la servidumbre que preparara y sirviera a tiempo los consomés de su marido. Pepita Jiménez siguió esperando, en vano, que Cussirat le hablara de matrimonio. Pereira, gracias al patronato, no perdió el empleo.