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Al cabo de los quince días, se acaba la tregua, y los acontecimientos toman rumbos inesperados. Belaunzarán, con el enemigo en sus manos, tiene nuevos planes.

Por medio de una ordenanza y recado de su puño y letra, invita a comer, en su finca de la Chacota, a don Carlitos, Barrientos y don Bartolomé González.

Don Carlitos se levanta de la cama y se baña, Barrientos sale del despacho, don Bartolomé convoca a un cónclave de invitados para decidir si aceptar o no la invitación. Se reúnen en el despacho de Barrientos.

—¿Querrá fusilarnos a nosotros también? —pregunta don Carlitos.

Los otros lo tranquilizan. Para eso no necesita invitarlos, basta con mandarles la tropa.

—Creo que debemos ir —opina don Bartolomé González—, yo estoy dispuesto a venderle mi alma, con tal de que no me quite el dinero.

—Además —dice Barrientos—, no nos queda otro remedio. Yo no me atrevo a rehusar una invitación del Gordo.

En realidad, para lo único que sirve el cónclave, es para ponerse de acuerdo en cómo se han de vestir.

—Yo voy a ir de blanco, con sombrero panamá —advierte don Carlitos.

Cuando llegan a la Chacota, los tres juntos, en el Rolls de los González, el Mariscal, con botas y ropa de campo, los espera en el porche de la casa morisca, los saluda cordialmente, les enseña la gallera y, de regreso a la casa, les presenta a su mujer, Gregorita, que tiene bigotes, un ojo de vidrio y nunca aparece en público, y a sus hijas, Rufina y Tadifa, famosas porque nunca han abierto la boca más que para reírse de una sandez.

Después de las presentaciones, las mujeres se retiran, los hombres toman el aperitivo en el porche, con vista a un parque (que está protegido de extraños por un batallón de guardias presidenciales), sueltan el cuerpo, entran en confianza, comen, los cuatro solos, lechón en un kiosco, y ya de sobremesa, Belaunzarán abre fuego o, mejor dicho, pone sus cartas sobre la mesa.

—Quiero advertirles que yo soy el primero en lamentar la muerte de los moderados —dice Belaunzarán.

—Y nosotros los segundos —dice Barrientos, para darle la razón al Mariscal y defender su terreno.

Todos están de acuerdo: Bonilla, Paletón y el señor de la Cadena forzaron al Mariscal a fusilarlos, y él, al hacerlo, no hizo más que cumplir con su deber, conservar la paz interna y salvar las instituciones.

—Aparte de la pérdida sensible que hemos padecido con el deceso de estas personas —dice Belaunzarán—, queda el hueco que dejaron en la Cámara. El Partido Moderado no tiene representación.

Los otros están de acuerdo; ésa es una de sus principales preocupaciones, conceden.

—La Cámara ha quedado desequilibrada —dice Belaunzarán—. Un debate acalorado podría conducir a la aprobación de leyes que resultaran perjudiciales para algún grupo, o clase social.

Todos le dan la razón, sin saber muy bien qué terreno pisan.

—Para resolver esta situación —prosigue el Mariscal (los demás contienen la respiración)—, se me ha ocurrido que, quizá, la solución más expedita consistiera en que yo, personalmente, nombrara tres sustitutos. . .

Silencio, Belaunzarán sigue:

—Que contaran, desde luego, con el apoyo y la confianza del Partido Moderado.

Aprobación.

—¿Ha pensado usted en nombres, señor Presidente? —pregunta Barrientos, con gran cautela.

—Sí, señor Barrientos —dice Belaunzarán— he pensado en nombres. Son ustedes tres.

Los tres elegidos suspiran aliviados, se miran entre sí, sonríen, están de acuerdo.

—Creo que su elección ha sido acertada —concluye Barrientos.

Todos de acuerdo, Belaunzarán prosigue, esbozando su plan:

—Una vez ustedes en la Cámara, restablecido el equilibrio, tendrían oportunidad de hacer muchas cosas, entre otras, la siguiente: proponer una ley que ratifique los derechos de propiedad de todos los ciudadanos arepanos, cualquiera que sea su origen o su ascendencia.

Bocas abiertas. La idea es demasiado buena para ser aceptada sin deliberación. Don Bartolomé ve la falla:

—Pero nosotros somos tres solamente. El proyecto tendría siete votos en contra.

Belaunzarán se divierte, habla francamente:

—Si les propongo una idea, señor González, es porque creo que es viable. Yo me encargo de que los diputados progresistas voten por la Ley de Ratificación del Patrimonio, como se llamaría esta que estoy esbozando.

Júbilo contenido. Sus interlocutores se miran entre sí, lelos de gusto, ante la muerte inminente de la Ley de Expropiación.

—¿Creen ustedes que podemos trabajar de acuerdo? —les pregunta Belaunzarán.

—Se oyen tres “¡Sí, señor!”. Sigue Belaunzarán:

—Perfecto. Una vez aprobada la Ley de Ratificación del Patrimonio, ustedes tendrán que hacerme un favor. ¿Están dispuestos a hacerme un favor?

—¡El que usted nos pida! —dice don Carlitos.

—Siempre y cuando esté dentro de nuestras posibilidades —advierte Barrientos.

—Y no vaya en perjuicio de nadie —agrega González, pensando en sus pesos.

Belaunzarán los tranquiliza:

—Está dentro de sus posibilidades y no perjudica a nadie.

Se tira a matar:

—Es muy sencillo. Consiste en proponer la creación de la Presidencia Vitalicia.

Silencio. Desaliento. Desconfianza. Titubeo. Belaunzarán expone sus razones:

—Este país necesita progreso. Para progresar necesita estabilidad. La estabilidad la logramos quedándose ustedes con sus propiedades y yo con la presidencia. Todos juntos, todos contentos, y adelante.

—Yo estoy en completo acuerdo con usted, señor Presidente —dice don Carlitos.

—Me alegro, señor Berriozábal —dice Belaunzarán y advierte a los otros dos—: sin Presidencia Vitalicia, las cosas serían más difíciles. La Ley de Ratificación del Patrimonio, por ejemplo, no tiene la mejor esperanza en la Cámara.

Barrientos y don Bartolomé González doblan las manos, aceptan la proposición de Belaunzarán y brindan con él por la nueva alianza.

—Otra cosa que sería conveniente —dice Belaunzarán limpiándose el cognac de los labios, después del brindis—, es que el Partido Moderado, que no tiene candidato a la presidencia, me nombre a mí.

Silencio otra vez. Belaunzarán sigue explicando:

—De esa manera, matamos dos pájaros de un tiro. El Partido Moderado podrá participar de mi triunfo, y evitamos el peligro, muy remoto, de que la Presidencia Vitalicia caiga en manos de algún desconocido.

—Yo estoy en completo acuerdo con usted, señor Presidente —vuelve a decir don Carlitos.

—Me alegro, señor Berriozábal —vuelve a decir Belaunzarán—. ¿Y ustedes? —pregunta, volviéndose a los otros.

—Nosotros somos moderados, señor Mariscal —explica Barrientos—, pero no somos el Partido.

—Son miembros notables —dice Belaunzarán—. Yo estoy convencido de que pueden presentarme con los demás, proponerme como candidato, y explicarles a sus compañeros las ventajas que pueden derivarse de este arreglo. Por otra parte, como creo que esto es fundamental, si no hay candidatura, no hay trato.

Don Carlitos se pone de pie, y dice:

—Señor Presidente, cuente usted conmigo. Yo le hago a usted una fiesta en mi casa, lo presento con todos los socios del Casino, y de esta manera tendrá usted oportunidad de conversar con ellos, ver cuáles son sus aspiraciones y estudiar sus problemas. Estoy convencido de que mis compañeros, aquí presentes, nos ayudarán en esta labor de convencimiento, a usted y a mí.

Todos están de acuerdo, nuevo brindis, fin de la reunión.

En el camino de regreso, Barrientos le pregunta a don Carlitos:

—¿Y tu mujer, que no baja de asesino al Gordo, va a recibirlo en su casa?

Don Carlitos, que ha estado pensando en lo mismo, no contesta. Se seca la frente con un pañuelo.