Galvazo y Jiménez miran a su alrededor en el Salón desierto. El decorado gótico y los muebles moriscos, cedidos galantemente al burdel por un millonario libidinoso, están patas arriba. En el perchero hay un sombrero de fieltro. Galvazo y Jiménez, dándole vueltas, lo contemplan como quien ve un tesoro: tiene en la banda las iniciales de Saldaña.
La viuda de Saldaña, envuelta en velos sofocantes, se presenta en la Jefatura, para identificar y recibir, personalmente, el cuerpo de su marido. Viene acompañada de tres grandes amigos y consejeros políticos del difunto: los diputados moderados Bonilla, el hombre más honrado de Puerto Alegre, y uno de los más ricos, don Casimiro Paletón, poeta cívico y director del Instituto Krauss, y el señor de la Cadena, que no tiene más méritos que los de llamarse así y haber sido diputado.
El Coronel Jiménez, en consideración a las virtudes cívicas del finado, hace pasar a la viuda y sus acompañantes a su despacho, los invita a sentarse, y le pone enfrente a la viuda un recibo por un cadáver acuchillado, abierto, destripado, vuelto a rellenar, y remendado. Mientras la viuda firma, un ordenanza entra llevando un paquete con las prendas personales del difunto.
—Sólo faltan aquí el sombrero, el reloj y la cartera del Doctor —explica Jiménez—, que serán usados como instrumentos del juicio.
La viuda lo mira a través de los velos, y los otros tres, a través de sus respectivas antiparras. Ninguno dice nada.
—Esperamos saber quiénes son los culpables en unas cuantas horas —dice Jiménez, incómodo.
La viuda no puede más; se pone de pie.
—¿Unas cuantas horas? Yo sé quién es el culpable desde que me dieron la noticia. Para aprehenderlo basta con ir al Palacio Presidencial.
La viuda empieza a sollozar. Don Casimiro va junto a ella, y le da palmaditas en la mano. Bonilla se pone de pie y se acerca a Jiménez, que tiene los pelos erizados y no atina qué hacer. Le dice:
—La señora está deshecha, Coronel. No tome en cuenta lo que ha dicho.
El señor de la Cadena mira por la ventana.
La viuda sigue sollozando inconteniblemente. Jiménez se sobrepone a su confusión, y le dice a Bonilla:
—Que quede bien claro, diputado: el móvil fue el robo y los culpables serán castigados.
—Sí, Coronel.
Jiménez pone fin a la entrevista señalando el bulto que contiene los zapatos de charol, etcétera, y diciéndole a Bonilla:
—Llévese el bulto.
Bonilla toma el bulto, Jiménez va a la puerta y la abre con cierta violencia; se queda parado a un lado, esperando a que los otros salgan del despacho. Don Casimiro Paletón conduce a la viuda, que sigue cimbrándose, hacia la puerta; Bonilla los sigue, llevando el bulto, y el señor de la Cadena sale haciendo una reverencia tiesa. Cuando han salido, Jiménez cierra la puerta y, aliviado, suspira profundamente.
Los acusados del asesinato del Doctor Saldaña forman un grupo lamentable; son dos putas, un maricón y dos rateros. En su cámara de horrores, atrás de una barandilla, Galvazo los forma en fila, y los alecciona.
—Dentro de un momento van ustedes a entrevistarse con la prensa. Esto es un privilegio. Ya cada uno sabe lo que confesó, y lo que tiene que decir. Si alguno mete la pata, lo pasamos por las armas. ¿Está claro?
Los acusados, aterrados, dicen que sí. Galvazo abre la puerta, y entran los periodistas.
II. VELORIO
Belaunzarán, en mangas de camisa, visita a los gallos de pelea que tiene, enjaulados, en su quinta de la Chacota. Les dice tonterías, como una solterona a sus canarios.
— ¡Qué bonito, qué bonito gallito! ¡Qué bonito piquito tiene mi gallito!
Agustín Cardona, vestido de luto riguroso, entra en la gallera.
—Estoy listo, Manuel —dice.
Belaunzarán se vuelve, se cruza de brazos, estudia a Cardona de pies a cabeza, y suelta la carcajada.
—Pareces la imagen del dolor. Nadie diría que tú arreglaste el trabajito.
Cardona, que no tiene sentido del humor, se ofende.
—Tú me lo ordenaste, Manuel —dice, muy cargado de razones.
—Era indispensable, Agustín —contesta el otro, imitándolo. Va hasta el, le pone el brazo sobre los hombros, lo obliga a darse la vuelta, y conforme van los dos hacia la salida de la gallera, le dice—: ¿te imaginas?, ¿qué hubiéramos hecho si el doctorcito gana las elecciones? Hubiera sido una catástrofe nacional. La vuelta al oscurantismo.
El cuerpo del Doctor Saldaña, empolvado, con un anillo de topacio metido a fuerzas en la mano tiesa, vestido con un jaquet descosido por detrás, reposa entre las abullonaduras de un ataúd ostentoso.
En cada una de las esquinas del ataúd, haciendo una guardia pomposa y soporífica, están Belaunzarán, Cardona, Bonilla y Paletón.
El Salón de la casa de Saldaña es grande, oscuro, y esta lleno de dolientes.
Belaunzarán mete dos dedos regordetes en el bolsillo del chaleco, saca un reloj de oro, mira la hora, y vuelve a guardarlo. Instantáneamente, otros cuatro enlutados vienen a reemplazarlos.
Belaunzarán y Cardona van juntos, caminando hacia la salida, cuando una voz susurrante, pero perfectamente audible, que sale de entre los dolientes, dice:
—¡Asesino!
Cardona sigue su camino, con el corazón galopante; Belaunzarán se detiene y se vuelve al lugar de donde salió la voz. Esta frente a Ángela Berriozábal, guapa, desafiante, bien vestida, diez centímetros mas alta que don Carlitos, el mequetrefe de su marido, que esta a su lado.
Belaunzarán se inclina cortésmente, y dice:
—Buenas noches, doña Ángela.
Ángela, sin responder, sostiene un momento su mirada, después, bruscamente, gira, le da la espalda, echa a caminar y se pierde entre los dolientes.
Belaunzarán, sin inmutarse, se vuelve a don Carlitos, que tiene una sonrisa helada, y la cara roja. Belaunzarán sonríe, también.
—Me despide usted de su esposa, que parece que no me ha visto.
Don Carlitos no cabe en si de agradecimiento.
—¡Con toda seguridad que no lo ha visto, señor Presidente!
Belaunzarán dice:
—Buenas noches —y sale del Salón.
En el vestíbulo, un periodista, lápiz y libreta en mano, lo detiene.
—Señor Mariscaclass="underline" ¿quiere usted hacer una declaración como motivo de la muerte del Doctor Saldaña?
—El Doctor Saldaña —dice Belaunzarán, buscando elocuencia, con la mirada, en el papel tapiz—, fue un hombre digno e irreprochable. Hay quien tiene la impresión de que fue mi contrincante político. Falso. Nuestra única diferencia estribaba en que el era miembro del Partido Moderado y yo soy miembro del Partido Progresista. Nuestra meta era la misma: el bien de Arepa. Si no apoye su candidatura fue porque, como progresista que soy, debo apoyar al candidato de mi partido, que es el señor Agustín Cardona. La muerte de Saldaña es una perdida irreparable, no solo para sus partidarios, sino para nuestra República. Eso es todo.
Dejando al periodista batallando con las notas en su libreta, Belaunzarán va a la puerta, en donde un mozo le entrega, entre caravanas, el hongo y el bastón.
El Studebaker presidencial, con dos asesinos en el asiento delantero, y Cardona en un rincón del de atrás, esta parado afuera de la casa de Saldaña. Belaunzarán, con hongo en la cabeza y bastón en mano, sube al coche. Antes de cerrar la portezuela, le dice a Cardona, en chunga crueclass="underline"