—¿Dónde aprendió usted a tocar el violín? —pregunta Gussirat.
Pereira se sobrecoge.
¿Yo?
Cussirat comprende que ha sido demasiado brusco y decide echarle una mentira para darle confianza:
—Le pregunto, porque lo hace muy bien.
Pereira sonríe, halagado.
—Aquí, en Puerto Alegre. Me enseñó el señor Quiroz, que es director de la orquesta dónele trabajo.
Cussirat, a quien la respuesta no interesa, sino la reacción del interrogado, finge sorpresa.
—¡No me diga! ¡Es formidable! Yo hubiera pensado que había estudiado en el extranjero.
—No, señor, nunca he salido de Arepa.
Al ver a su interrogado tranquilo, Cussirat le pone una mano en el hombro y le dice:
—Venga, tenemos que hablar.
Caminan por el pasillo. Pereira, más halagado todavía, Cussirat, mirando al piso, como pensando cuidadosamente lo que va a decir.
—¿Qué opina usted de la situación política?
Pereira lo mira extrañado.
—Nada, Ingeniero.
Cussirat se detiene y mira al otro de hito en hito, Pereira se intranquiliza.
—¿Qué quiere usted decir? —pregunta.
—Quiero decir que qué piensa usted de los fusilamientos.
Pereira se tarda un momento en contestar.
—Bueno, pues alguien que sabe, me ha dicho que los fusilamientos fueron muy buenos. Que el ambiente político va a estar más limpio. Dicen, porque yo, en lo personal, no tenía nada que reprocharle a don Casimiro Paletón, que conmigo fue muy bueno. Bueno, no muy bueno, pero tampoco fue malo.
Cussirat sigue mirándolo un momento, después sonríe y dice:
—Es una opinión interesante, hasta luego.
Deja a Pereira confuso y se aleja de él, en dirección al lugar que ocupaba anteriormente. Al sentarse junto a Ángela, le dice:
—Este hombre es un imbécil.
—Es lo que dice mi hijo —contesta Ángela, indiferente.
XVIII. LA CENA DE LOS ASESINOS
De noche, en la sala de la casa vieja de los Cussirat, entre sofás cubiertos y alabastros arrumbados, se reúnen los elegidos. Malagón, rascándose la melena espesa, Paco Ridruejo, de dandy, moviéndose con libertad en la casa de su amigo, Anzures, tieso, en la orilla de una silla forrada de brocado luido, y Barrientos, chupando un aperitivo. Cussirat, bien vestido, en el centro de la sala, con la mano apoyada en la mesa de tortuga, les advierte:
—Ésta no será una reunión social. Hablaremos de cosas muy serias. Después, nos traerán la cena del Hotel de Inglaterra.
Los invitados lo miran, más intrigados de lo que estaban al principio.
Se oye retumbar el aldabón.
—Es Ángela —dice Cussirat, saliendo del cuarto.
Va bajando la escalera con ligereza, cuando se detiene, asombrado, al ver a Ángela y a Pepita Jiménez en el vestíbulo.
Las mujeres empiezan a subir, y encuentran al anfitrión en la mitad de la escalera.
—Pepe —dice Pepita al llegar junto a él—, gracias por haberme invitado a tu cena.
Cussirat, tenso, le da la mano con sonrisa y amabilidad fingidas, y cuando ella sigue su camino hacia el final de la escalera, le dice a Ángela, severo, en voz baja:
—¿Por qué la trajiste?
—Porque no me quedó más remedio —contesta Ángela, en voz baja también—. Se encontró a Malagón en la calle y le dijo que tenías cena. Llegó a mi casa hecha un mar de lágrimas.
—¡Te dije que siempre había indiscreciones! —dice Cussirat.
Después de este intercambio, siguen los dos, con sonrisas heladas, su camino hacia arriba, en donde los espera Pepita Jiménez, mirando a su alrededor con melancolía, respirando hondo el aire pútrido de la casa vieja.
—¡Todo esto me trae tantos recuerdos! —dice.
Cussirat las conduce a la sala. En el umbral, antes de entrar, Pepita saca de su bolsa de mano un legajo y se lo da a Cussirat.
—Toma. Es un poema que escribí pensando en ti.
Fingiendo, no sólo la sonrisa, sino el agradecimiento, Cussirat se guarda en la bolsa el legajo y cede el paso a Pepita que entra en la sala, en donde los otros, de pie, han saludado a Ángela.
—¡Hola, guapa! —dice Malagón, abriendo los brazos, al ver entrar a Pepita.
El principio de la reunión fue un desastre. Cussirat tuvo que hacer como que leía los ciento veintitrés versos apasionados que escribió Pepita, mientras deliberaba, en su fuero interno, si seguía el plan trazado. Ángela lo sacó de su indecisión, cuando dijo:
—Dinos lo que nos tenías que decir.
Entonces, Cussirat, como quien se lanza de cabeza en un pozo, explicó el objeto de la reunión.
Después de la cena, solemnes, como si acabaran de oír el Sermón de la Montaña, los recién conjurados oyen la última advertencia de Cussirat:
—El que no esté de acuerdo con estos principios, que se vaya.
Barrientos, a quien el plan y la cena han sentado como una piedra, está a punto de hacerlo, pero lo detiene la idea de que si la conjuración se sale con la suya y matan al Mariscal, el levantarse de la mesa en ese momento va a constituir un delito imperdonable. Por un instante piensa en la posibilidad de explicarles a los allí presentes el nuevo arreglo al que se ha llegado con Belaunzarán, pero como sabe que no se puede razonar con idealistas (y cuando menos Ángela y Cussirat lo son), decide callarse.
Anzures, maldiciendo el momento en que aceptó la invitación a cenar, dice que está de acuerdo. Paco Ridruejo y Pepita Jiménez, sinceramente emocionados con las perspectivas, también lo están. Malagón toma la palabra:
—Mi querido esporman, recuerda que soy un apátrida. Este país me ha dado asilo, y no quiero violar sus leyes.
—Sus consejos, Doctor —dice Cussirat, pueden ser de un valor inestimable.
—Si aconsejas vamos —dice Malagón—, me quedo.
La tensión disminuye. Todos ríen, bonachones. Paco Ridruejo pregunta:
—Muy bien, estamos de acuerdo, ¿pero qué hay que hacer?
—Ángela tiene un plan —dice Cussirat.
Ángela explica: el trece de julio, en su casa, fiesta para Belaunzarán y muerte del mismo. Todos están invitados.
—¿El trece de julio? —pregunta Anzures—. Queda poco tiempo.
—¡Pamplinas! —dice Malagón—. Si hay tiempo para preparar un baile, lo hay para preparar un asesinato.
—No diga esa palabra, Doctor —dice Ángela—, éste será magnicidio.
Ángela mira a Cussirat, y éste a ella, con aprobación. Barrientos, por su parte piensa: “¡Mierda! ¡Lo que iba a ser nuestro triunfo va a ser el precipicio!”
Ángela, en su papel, llena de autoridad, continúa:
—Una cosa debo advertirles: no quiero sangre.
—De acuerdo —dice Malagón—, yo pongo la belladona.
—¿En qué se la damos? —pregunta Paco Ridruejo.
—En coñac —dice Barrientos—, es un gran bebedor.
—Desgraciadamente —dice Cussirat—, no es el único. Cualquier descuido podría producir una hecatombe.
—Eso nunca. Ni por un momento debe estar en peligro la vida de mis invitados —pide Ángela.
—Bien —dice Malagón—, pensemos otra cosa.
—Yo tengo una idea —dice Pepita Jiménez, entre rubores.
Todos la miran con interés, menos Cussirat, que está inquieto.
—Está tomada de una novela de Mauricio Balzán —dice Pepita, con cierta pedantería, citando a Mauricio Balzán como autoridad—, ella está provista de una jeringa llena de una sustancia venenosísima, y se la inyecta al villano.
—¡Por supuesto! —dice Malagón—. ¡Ésa es la solución!
—¿Conoce usted una sustancia que tenga esas propiedades, Doctor?— pregunta Barrientos, interesado.
—¿Una? ¡Docenas! —exclama el aludido, y explica—: El extracto de filidora álgida, el sublimado de ácido trémico, una solución al diez por ciento de arándula vertiginosa, y la más fácil de conseguir: el curare. Los guampas lo usan todavía para cazar jabalíes.