—Un momento —dice Cussirat—. Existen las sustancias, de acuerdo, pero la aplicación es difícil. No vamos a pedirle a Belaunzarán que se deje vacunar. —Pero es un baile, amigo Cussirat —advierte Anzures, en su prisa por echarles el muerto a las damas—, Belaunzarán tiene que bailar, y un alfilerazo. . .
—¡Cualquiera lo perdona! —termina Malagón.
—Pero se necesita valor y unos nervios de hierro para bailar con una persona y, sonriendo, darle un puntazo con algo que sabe uno que es mortal —dice Cussirat.
—Yo estoy de acuerdo —dice Barrientos—, es difícil.
La reunión pasa por un momento indeciso. Pepita Jiménez toma la palabra:
—Yo estoy dispuesta a hacerlo.
Anzures respira aliviado; Cussirat, exasperado, se calla; Paco Ridruejo mira a Pepita con curiosidad por primera vez en su vida. Malagón exclama:
—¡Bendita sea la madre que te parió, Pepita! ¡Tú eres de las mías!
Ángela le dice a Cussirat:
—¿Ves? No estuvo mal que viniera.
Cussirat no ceja:
—¿Y qué pasa si a Belaunzarán no le da la gana de bailar con Pepita? Perdemos la oportunidad.
Malagón sale a defender a la poetisa:
—¡Vamos, hombre, que la mujer es guapa! ¿Qué te crees? ¡Lo que te ha hecho a ti, puede hacérselo a cualquiera! ¡Con una caída de ojos, esta niña arrastra no a un Mariscal, sino a un ejército!
Pepita mira a Cussirat, con parpadeo espectacular. Él se da por vencido. Pregunta a Malagón:
—¿Y esta sustancia de que habla, se puede conseguir?
—De eso me encargo yo —dice Malagón.
Cussirat mira a su alrededor.
—¿Están todos de acuerdo?
Nadie dice no. Cussirat, mirando el mantel, y moviéndose incómodo, dice:
—Bien. Haremos lo dicho, los detalles los arreglaremos después.
Ángela extiende el brazo y toca la mano de Pepita, que está sentada frente a ella, en un gesto de felicitación.
—Creo que se impone un brindis —dice Barrientos.
Con esto, la reunión se anima, todos hablan a un tiempo, menos Pepita, que está mirando a Cussirat, que la rehuye.
XIX. ¿FRENTE A LA MUERTE?
Volando a gran altura, en el aire limpio de la mañana, el avión de Cussirat zumba y parece colgado sobre la Bahía de Alcanfores. En la cabina delantera, entre el ventarrón, Tintín Berriozábal saca la cabeza para ver el mar azul, los bancos cristalinos, la rompiente espumosa, la arena dorada de la playa y el cocal negruzco.
Sin prisas, el avión deja atrás el mar, y pasa, en la primera estribación de la montaña, sobre unos tabacaleros que lo miran pasmados; en la otra vertiente pierde altura, toma rumbo a la Ventosa, y vuela en círculo sobre ella, descendiendo constantemente pasa, rugiendo, a pocos metros de las sombrillas de Ángela y Pepita Jiménez, y aterriza, brincando, ante las miradas broncas de las damas.
Tintín se baja tambaleando y vomita en tierra, ayudado por su madre, que le detiene la frente con la mano, extendiendo el brazo para no mancharse.
Cussirat, quitándose las gafas, se reúne con Pepita.
—¿Tuvieron mal tiempo? —pregunta la poetisa.
—¿Cómo vamos a tener mal tiempo? ¿No estás viendo que el día está más tranquilo que nada?
La poetisa se cohibe y se disculpa:
—Yo creí que arriba era distinto. Que había tormentas de las que uno no se daba cuenta desde aquí.
—Creíste mal. Es exactamente la misma cosa.
Ella le busca los ojos.
—Pepe, ¿qué tienes contra mí?
Cussirat, que ha estado mirando al Blériot, comprende que su brusquedad ha ido demasiado lejos, y se suaviza.
—¿Contra ti? Nada. ¿Qué voy a tener contra ti? Al contrario —le hace un cariño en la mejilla.
Pero ella no se deja convencer.
—¿Por qué, entonces, no me has hablado de matrimonio? Si quieres retirar tus promesas, yo te dejo en libertad de hacerlo.
La barrera que separaba a Cussirat de la exasperación, se rompe, y dice:
—¿Cómo te voy a hablar de matrimonio, si mañana vas a intentar asesinar a un hombre? No es el momento de hablar del futuro. Estamos frente a la muerte.
Ella lo mira, con ojos redondos, comprendiendo que éste es el final del noviazgo. El, lleno de insatisfacción, arrepintiéndose de lo que ha dicho, y no atreviéndose a confesarlo, se aleja de ella, se acerca a Garatuza, que está junto al avión, y le da instrucciones.
Ángela, después de limpiar con su pañuelo los labios de su hijo, le pone un brazo sobre los hombros y lo conduce al Dussemberg. En el camino se detiene asombrada, al ver la cara de tragedia que tiene la poetisa.
—¿Qué tienes? —le pregunta.
Pepita Jiménez mueve la cabeza, sin contestar.
Ángela la mira, llena de aprensión.
La jeringa parece un fistoclass="underline" una hipodérmica fina, rematada en una perla calabacilla, rosada, enorme y falsa, en cuyo interior está la ampolleta del veneno. —Tú encajas, y aprietas —explica Malagón a Pepita, mostrando el fistol con orgullo de artífice—. Con un segundo basta. El veneno actúa rápidamente. Antes de que se dé cuenta de que lo pinchaste, ya va a estar en el piso. Yo diré que fue un ataque. Después vendrán las averiguaciones.
Le entrega la ampolleta con ceremonia. Están en el boudoir de Ángela, todos elegantes de echar tiros: Ángela de negro y largo con aigrets en la cabeza, Pepita, con vestido prestado, Cussirat con un smoking bien cortado, y Malagón, reventando las costuras y oliendo a naftalina.
—Buena suerte —dice Malagón.
Ángela le quita el fistol a Pepita y, con mano nerviosa, lo prende en el escote de la poetisa.
—Aquí lo tendrás a mano —le dice.
—¿Tendrás valor para clavárselo? —pregunta Cussirat, preocupado.
Ángela sale en defensa de Pepita:
—¡Qué preguntas haces, Pepe! ¡Por supuesto que tendrá valor!
Pepita está desencajada, con ojeras reales debajo de las pintadas; entre la palidez y los polvos de arroz, su cara está blanca como una pared, con una herida en medio, que es la boca, y que se mueve.
—Todavía es tiempo de arrepentirse y de preparar otra cosa —dice Cussirat, cuya desconfianza no disminuye con la apariencia de la juramentada.
Pepita, de pronto, cobra vida, como un títere. Mueve la nalga, el pescuezo y los brazos, y con voz estridente, dice:
—¡Quiero bailar, quiero bailar! ¡Quiero bailar un tango con Manuel Belaunzarán, que éste es él día más feliz de mi vida!
Malagón se pone alegre, da un paso de jota aragonesa, y exclama:
—¡Así se habla, guapa!
Ángela, refundiendo sus preocupaciones en lo más hondo del alma dice:
—Claro que vas a bailar, y vas a salvar a tu Patria, pero antes tómate un calmante.
A Cussirat se le va el alma al suelo.
Ángela abre un armario, saca de allí un frasco, y del frasco un gotero, y pone tres gotas de calmante en un vaso de agua. Están viendo cómo la poetisa bebe la solución, cuando don Carlitos, de frac, despampanante, entra en escena, frotándose las manos, y diciendo, en broma:
—¿Qué traman ustedes? ¿Qué conjuración es ésta?
Ante el espejo, en su casa de la Chacota, ayudado por su mujer bigotona, y por Sebastián, el negro, Belaunzarán se pone el chaleco a prueba de balas, la camisa, la pechera, el cuello de palomita, la corbata negra, los pantalones, y al ponerse el chaleco del smoking, y tratar de abrochárselo, se da cuenta de que no cierra:
— ¡Mierda, no cierra! —exclama, frustrado.
Doña Gregorita, que se ha alejado unos pasos y lo contempla como a una estatua, aconseja: