—Ponte el uniforme.
Belaunzarán se impacienta.
—¿Cómo demonios quieres que vaya a esta fiesta vestido de militar? ¿No te das cuenta del significado que tiene este smoking? Yo, en casa de los moderados, vestido de moderado. Quiere decir, que de ahora en adelante, no sólo soy jefe de los progresistas, sino también de los moderados. Se acabaron los partidos, soy el rey de la isla. Bien vale un riesgo. Así que, ¡fuera coraza!
Sebastián y la mujer, dóciles, lo ayudan a quitarse los. pantalones, la corbata, el cuello de palomita, la pechera, la camisa, y el chaleco a prueba de balas.
XX. BAILEN TODOS
En el vestíbulo de la casa de los Berriozábal, Ángela y don Carlitos saludan a los González del Rolls, que acaban de llegar. Después de besos en las mejillas y apretones de manos, don Bartolomé, exhalando Vetiver, y doña Crescenciana, sobre cuyo pecho las perlas y las berrugas sientan como en escaparate, se toman del brazo.
—Nos vemos al ratito —le dice doña Crescenciana a Ángela, despidiéndose de ella con movimiento de dedos.
—Con esta fiesta tan morrocotuda —le dice don Bartolomé a don Carlitos—, vas a ganarte una exención de impuestos.
Don Carlitos, halagado, le guiña el ojo al otro, y le recuerda:
—La tarjeta, no se te olvide.
Los González, gordos y satisfechos, emprenden la marcha hacia el Salón principal, con su tarjeta de visita por delante, tomados del brazo y dándose un nalgazo a cada tres pasos.
El chofer de los Berriozábal, disfrazado de ujier, con librea recién comprada y cadenas, está en las puerta del Salón. Toma la tarjeta de manos de don Bartolomé, se vuelve al interior del Salón, y pega un grito:
—¡El excelentísimo señor don Bartolomé González y Arcocha, y su excelentísima esposa, doña Crescenciana Céspedes!
La fiesta está en sus comienzos y el Salón medio vacío. Desde el umbral, los González saludan a sus amigos como si tuvieran meses de no verlos, acabaran de llegar de Europa y estuvieran todavía en la cubierta del trasatlántico. Después, se separan, y él, que tiene trapiches, va a reunirse con don Baldomero Regalado, mayorista en ultramarinos, don Ignacio Redondo, dueño de almacenes, don Chéforo Esponda, dueño del Botín Rojo, y don Arístides Regules, que trafica en banano y copra. Ella, en cambio, se va a las sillas de alrededor, y se sienta entre doña Segunda Redondo, que bosteza, y doña Chonita Regalado, quien desde su lugar les echa un ojo agrio a sus hijitas, las que, del otro lado del círculo y vestidas de tules, se ríen de algo que acaba de decirles Tintín Berriozábal, a quien por primera vez se le ha permitido bajar a una fiesta.
El maestro Quiroz, con cara de muerto fresco, mueve los brazos con parsimonia, al compás del Vals Triste, hasta que la orquesta está “a punto”, y luego, tomando la viola, empieza a tocar su parte. Pereira, con un smoking viejo de don Carlitos y zapatos descosidos, absorto en la música, no tiene ojos para ver a los invitados, que se van juntando, y hace que su violín se queje con precisión.
Cussirat, ausente, en medio de un grupo de amigos que lo festejan, mira con aprehensión a Pepita Jiménez, que está sentada, con desgano, en una silla, oyendo la cháchara de la Parmesano.
Barrientos y Anzures, con oporto en la mano, se abren paso entre los calaveras y, con gran misterio y en voz baja, le preguntan:
—¿Tienes alguna orden que darnos?
Cussirat, tratando de mostrar confianza, les pide:
—Estar alerta, y esperar.
Malagón, mientras tanto, que se ha metido en el comedor sin ser visto, pasea la mirada entre las langostas, los robalos, las galantinas y los jamones mechados, y se come un bocadillo de paté, que se le atraganta, al retumbar por la casa el grito del ujier:
— ¡El excelentísimo Señor Presidente de la República, Mariscal de campo, don Manuel Belaunzarán y Rojas!
La orquesta toca el Himno Arepano. Con la boca llena, y limpiándose los labios con el dedo, Malagón, de puntas, va a la puerta, la entreabre, y ve a Belaunzarán, Cardona, Borunda y Mesa, a quienes sientan mal los trajes de etiqueta, entrando en el Salón, al lado de los anfitriones.
Ángela, con gran desparpajo, como si se hubiera pasado la vida en la corte, va caminando por el Salón, conduciendo a Belaunzarán, y presentándolo con la crema y nata de sus invitados, quienes, después de un momento de desconcierto, causado por la total ignorancia del protocolo, acaban haciendo cola para estrechar, entre sonrisas y cortesías, la mano del personaje a quien detestan.
Pereira, desde su atril, mira la operación con gran respeto. Cussirat sale a la terraza, y sacando una pistola minúscula expulsa la carga y vuelve a cargarla. Se sobresalta al ver que se abre la puerta y salen de la casa dos figuras, que tarda un momento en identificar como las de don Ignacio Redondo y don Bartolomé González.
—Dicen que tiene un sentido del humor formidable —comenta don Ignacio.
Don Bartolomé distingue a Cussirat.
—¡Alto allí! ¿Quién vive?
—Gente de paz —contesta Cussirat, guardándose la pistola.
—¡Pepe Cussirat! ¿Y qué haces tú aquí? ¿Ya te presentaron a Belaunzarán?
—Ya lo conozco —dice Cussirat.
Don Ignacio y don Bartolomé se acercan a él sedantes y conciliadores, creyendo, ambos, con razón, haber descubierto un dejo de rencor en sus palabras.
— ¡Vamos, hombre, éste es el momento de olvidar rencillas! —dice don Bartolomé.
—Por el bien de la Patria —dice Redondo, que es extranjero.
—Anda, muchacho, ve a saludarlo, que tu familia es de las más antiguas, y le darás un gustazo enorme —dice González.
—No tan antigua como la de él —dice Cussirat, y haciendo alarde de darwinismo, agrega—: esos andaban aquí desde que eran monos.
Los viejos ríen incómodos. Redondo compone la cosa:
—No digas eso, que Belaunzarán es nombre vizcaíno.
Cussirat, por huir del par de mequetrefes, se deja conducir a la puerta, cruza el Salón de música, desierto y en penumbra, y llega al Salón principal en el momento en que la orquesta empieza a tocar un vals, y Belaunzarán, con galantería aprendida en burdel, se acerca a la dueña de la casa haciendo una reverencia, le ofrece el brazo, y ante las miradas vidriosas de los invitados, la conduce al centro del Salón, en donde echándole un brazo por el talle, empieza a dar brinquitos. Ella, que es una bailadora admirable, lo sigue a la perfección.
Los jóvenes bailan, los viejos se van a la mesa de los vinos, las viejas, a las sillas, y Pepita Jiménez, que no es ninguna de las tres cosas, se apoya primero en el quicio de una puerta, y después, se deja caer en una silla forrada de brocado.
Cussirat se desespera. Cruza el Salón hacia la mesa de los vinos y allí encuentra a Anzures, más sonrosado que nunca, sonriendo bajo el bigote impecable, encantado con la fiesta.
—La cosa va saliendo bien —comenta.
—Mejor saldría si el Gordo bailara con quien debe —contesta Cussirat—. Mozo, un oporto.
Al ver la insatisfacción del jefe, Anzures pone cara de cuaresma. Cussirat se vuelve a mirar el baile. Ángela, dando vueltas en brazos de Belaunzarán, lo mira, con intermitencias. Él, le hace un gesto, con la mirada y un dedo, que señala a Pepita Jiménez y significa, “metérsela por los ojos”. Ella asiente. Don Carlitos se acerca a Cussirat.
—¿Qué te parece, Pepe? Tú, que has visto, y sabes. ¿No es una gran fiesta?
—Una de las mejores y, desde luego, la mejor que se ha dado en Arepa —contesta Cussirat, dejando a un lado, por un momento, su mal humor.
—¿Te parece? ¿De veras crees eso? —pregunta don Carlitos encantado.
—Se lo juro.
Don Carlitos, tranquilizado en lo social, recuerda viejas mañas de alcahuete: