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—¿Y tú, sinvergüenza, qué haces aquí? Emborrachándote, y ese primor de muchacha, ese ángel, allí sentado —señala a Pepita—. Vente, badulaque, ahora mismo te pongo donde te mereces. O, mejor dicho, donde no te mereces: en el mero cielo.

Le quita la copa y, a empujones, lo lleva hasta donde está Pepita Jiménez; haciendo las cosas de tal modo, que Cussirat no tiene más remedio que invitarla a bailar. En el momento en que se toman y dan un paso, se acaba la pieza. Pepita lo mira, arrobada. Cussirat, aprovechando la ocasión, la lleva hasta donde están Ángela y Belaunzarán.

—Mariscal —dice Cussirat—, no había tenido el gusto de saludarlo.

Ambos se estrechan la mano, tiesos, pero amables:

—¿Cómo está, Ingeniero?

—Quiero presentarle a la señorita Jiménez, mi novia. Es gran admiradora de usted.

Belaunzarán, galante, besa la mano de Pepita. Ángela remata:

—Es una poetisa admirable.

Pepita, casi desmayándose de cortedad, sonríe. Belaunzarán la mira, sin saber qué se les dice a las poetisas. Ángela, comprendiendo la situación, le pregunta:

—¿A usted no le interesa la poesía, Mariscal?

Belaunzarán, franco, contesta:

—Rara vez tengo tiempo de leerla. Pero me han dicho que es muy interesante.

Ángela, indicando a Pepita con la mano, dice:

—Pues aquí tiene usted a nuestra gran autoridad. Ella puede hablar sobre poesía durante horas.

La orquesta empieza a tocar un fox trot. Belaunzarán se inclina ante Pepita, y dice:

—Tendré mucho gusto en platicar con usted, en otra ocasión —se dirige después a Cussirat—. Ha sido un placer, Ingeniero —y, por último, a Ángela—. Señora, si me concede usted el honor. . .

Y, tomándola en sus brazos, se aleja, bailando fox trot. Cussirat, haciendo de tripas corazón, toma a Pepita, y baila con ella. Pepita, que es de las que “sienten la música”, mueve los pies con ritmo único, que nada tiene que ver con el de su compañero, mira a Cussirat, encantada, y le dice:

—Dijiste que era tu novia. ¡Gracias!

Cussirat deja de bailar, suelta a su compañera, le pone enfrente la palma extendida, y le dice:

—Dame el alfiler.

Pepita, comprendiendo que lo ha exasperado, saca de su escote el alfiler, y se lo entrega con compunción trágica. Cussirat se lo guarda en la bolsa, toma a Pepita otra vez, y baila con ella, conduciéndola, discretamente, a la orilla de la pista. Pepita, mustia, le dice: —¿Ya te enojaste conmigo? ¿Qué vas a hacer con el alfiler?

—Dárselo a Ángela. Si Belaunzarán quiere bailar con ella toda la noche, será ella quien tenga que hacer el trabajo.

Han llegado al final de la pista. Cussirat lleva a Pepita a la silla más próxima, le hace seña de que se siente, y cuando ella obedece, él se aleja sin cumplimientos, dejándola, abandonada, entre sillas vacías. Cussirat se acerca al chofer ujier que, desocupado, mira el baile desde la puerta, con orgullo de artista, como si sólo los gritos que ha dado hubieran hecho posible la fiesta.

—Cuando termine la pieza —le ordena—, dígale a la señora que hay un recado urgente para ella, aquí, en la puerta.

—Muy bien, señor —dice el chofer. El chofer empieza a rodear la pista, preparándose para estar cerca de Ángela cuando termine la música. Cussirat, desde la puerta, ve cómo, al terminar la pieza, el chofer se abre paso entre las parejas para llegar al lugar en donde están Ángela y Belaunzarán, quienes, a su vez, se desplazan hacia donde está sentada Pepita Jiménez. Después, ve, con angustia, que los tres hablan, que el chofer llega y le dice algo a Ángela, quien se disculpa de los otros, se separa de ellos, viene hacia la puerta y que, cuando la orquesta empiézala tocar un bolero, Belaunzarán baila con Pepita. Ángela llega junto a Cussirat, encantada.

—¡Lo logramos! —le dice.

Cussirat está furioso consigo mismo.

—¡Soy un imbécil! ¡Acabo de quitarle a Pepita el alfiler, para dártelo a ti!

Ángela lo mira con horror, y dice la frase más fuerte de su vida:

—¡Maldita sea! —después, se repone, y agrega—:

Bueno. Todo se puede arreglar. Dámelo. Yo se lo pasaré en el siguiente entreacto.

Cussirat le entrega el alfiler a Ángela, y ella emprende el camino en dirección a Pepita, esquivando, con maestría notable, a la gente que se le acerca para felicitarla, para pedirle una pieza, etc. Cuando termina el bolero, Ángela llega junto a Pepita, que está con Belaunzarán y, pretendiendo hacerle una caricia a ella, le pasa un brazo por los hombros, y con la otra mano, toma la de Pepita, y le da el alfiler, al tiempo que pregunta a Belaunzarán:

—¿Qué le parece nuestra poetisa?

Belaunzarán se inclina, retorciéndose los bigotes.

—Encantadora. Usted no lo creerá, señora, pero me ha ilustrado.

Mientras Ángela habla, Belaunzarán, rapidísimo, mueve los ojos a su alrededor, encuentra a Cardona, que está en la orilla de la pista, montando guardia, atento a cualquier necesidad de su patrón, y le hace seña de que se acerque. Ángela, mientras tanto, ha estado diciendo:

—Debemos invitarlo un día a una de nuestras veladas literarias de los miércoles. Estoy segura de que le interesarán, Mariscal. ¿No crees, Pepita?

Pepita, poniendo el fistol en su escote, dice:

—Cuando menos, haremos lo posible por interesarlo.

En ese momento, la orquesta da el primer acorde de un tango. Ángela dice:

—Los dejo.

Pero antes de que se pueda retirar, llega Cardona, y con caravana tiesa y voz agria, le dice a Pepita:

—¿Me concede usted esta pieza?

Pepita se desconcierta, y responde:

—Estoy bailando con el Mariscal;

Belaunzarán, escurriendo galantería, le dice a Pepita:

—Me acusan de déspota, pero no de egoísta. No sería justo privar al pobre Cardona del placer de bailar con usted —y luego, dirigiéndose a Ángela, le dice—: Señora, ¿me hace usted el favor de consolarme? —y le ofrece el brazo.

Ángela, desolada, acepta, y cae en brazos de Belaunzarán, que la empuja por la pista, con pericia, al compás de un tango. Pepita y Cardona bailan también, sin ganas, sin ritmo, mirándose a las caras con sonrisas heladas.

Cussirat, con los labios tensos, lívido, se pone una mano en la frente. Desde el otro lado de la pista, Barrientos, suspira aliviado, al ver que el peligro ha pasado. Paco Ridruejo y Anzures, sigilosos y optimistas, se acercan a Cussirat.

— ¡Todo salió a pedir de boca! —dice Paco Ridruejo.

—¡No chistó! —dice Anzures, y agrega, dirigiéndose a Malagón, que se acerca, con la cara llena de extrañeza—: ¡Bien decía usted que un alfilerazo cualquiera lo perdona!

—Yo creí que el efecto era más rápido —dice Malagón—. ¿Me habré equivocado de sustancia?

Cussirat, impaciente, les da la noticia:

—No ha pasado nada todavía.

Los tres hombres lo miran, asombrados:

—¿Pero no bailó con él? —pregunta Ridruejo.

—Claro que sí —dice Anzures—, yo los vi.

—De nada sirvió —dice Cussirat—. No tenía el alfiler.

—¿Cómo que no lo tenía? —dice Malagón—. Si yo se lo di.

—Pero yo se lo quité —dice Cussirat.

—¡Mierda! —dice Malagón.

—¿Dónde está el alfiler, entonces? —pregunta Ridruejo.

—Lo tiene Pepita.

—¿No que no lo tenía? —pregunta Anzures, exasperado.

—Se lo mandé con Ángela —explica Cussirat sintiéndose imbécil.

— ¡Mierda! —vuelve a decir Malagón.

—Estamos como el que vendió la vaca —dice Anzures, acudiendo, en su furia, a un símil campirano.

—¿Qué pasó? —pregunta Barrientos, que llega en esos momentos junto al grupo.

Paco Ridruejo procura explicarle, con paciencia, pero sin éxito.

Cussirat, con la mirada perdida entre las parejas que bailan, reflexiona. Los otros cuatro se miran unos a otros, desencantados, desconcertados y alarmados, ante la perspectiva de tener que intervenir directamente en el asesinato.