—Pereira, Dios lo puso a usted aquí.
Pereira se sienta, halagado, y lo interroga con una pausa. Cussirat mira a su alrededor en busca de espías, y no ve más que indiferencia y los rostros patibularios de la pobreza. Le habla a Pereira en voz baja.
—Necesito esconderme.
Pereira parpadea.
—Me persiguen. Es cosa de vida o muerte.
—Venga usted a mi casa —dice Pereira.
—¿Con quién vive usted?
—Con mi esposa y mi suegra.
—¿Son discretas?
Pereira lo mira un momento antes de contestar; después mueve la cabeza negativamente. Ve cómo Cussirat se hunde en la desesperanza, mirando al piso crujiente del tranvía. Él también mira al piso, creyendo que allí va a encontrar la solución del problema.
—Hay una casa en donde ensaya la orquesta. Nadie duerme en ella.
—¿Puedo pasar allí la noche?
Pereira mueve la cabeza afirmativamente; y dice, lleno de orgullo:
—Tengo la llave.
Cussirat le pone una mano sobre el brazo, y le dice:
—Gracias.
El Coronel Jiménez, jefe de la Policía, en un coche abierto, llega a la Rotonda del Trueno a las nueve de la noche.
—¿Lo agarraron? —pregunta Belaunzarán.
Al enterarse de que en el coche de los perseguidos había un muerto y un herido y de que ninguno es Cussirat, Belaunzarán da órdenes muy concretas:
—Mesa, al telégrafo. Un pésame al Emperador del Japón, firmado por mí. Borunda, a la Gallera: que no empiecen hasta que yo llegue. Jiménez y Cardona, conmigo, a la Ventosa. Hay que cortar la retirada al. . . —dijo algo horrible de Cussirat.
Como un animal dormido, ignorante de que va a ser sacrificado, el Blériot de Cussirat descansa, tranquilamente, repleto de gasolina, en el llano de la Ventosa.
Como una fiera rugiente, echando fuego por los ojos, el coche de Jiménez, con su cargamento de biliosos, avanza saltando, en la noche de luna, hacia su presa indefensa, seguido de un coro de perros furiosos.
Al llegar junto al avión, Belaunzarán, con la mirada vidriosa, baja del coche y le ordena a Jiménez:
—Dame la pistola.
Jiménez, en sus ansias de obedecer, enreda el arma en la fornitura, y cuando logra desprenderla, después de forcejear, se la entrega a su patrón.
Belaunzarán dispara contra el avión toda la carga.
El Blériot no se desploma, pero, como sangre, la gasolina empieza a manarle por los agujeros.
Belaunzarán, su furia calmada con los disparos, se vuelve a Jiménez y le ordena:
—Préndele fuego.
Jiménez saluda marcialmente, se vuelve al sargento que le sirve de chofer, y le ordena, a su vez:
—Préndele fuego.
El sargento saluda y contesta:
—Muy bien, mi Coronel.
Se acerca al avión, enciende un cerillo, lo acerca a un ala y desaparece entre las llamas.
Belaunzarán contempla un rato cómo se incendian el sargento y el avión. Después, satisfecho, se vuelve a Jiménez y Cardona, que están viendo el sacrificio, aterrados, y les dice:
—Vamos a la pelea de gallos. Yo conduzco.
Esa noche Pereira fue como una madre para Cussirat. Abrió el cuartucho, encendió el quinqué, hizo, de los bancos, una cama, aderezándola con una lona vieja y unas hojas de palma, mientras el otro, exhausto, sentado en un taburete, lo miraba hacer; por último, Pereira fue a un fonducho cercano y compró un caldo de pescado, que el sportman devoró en su escondite.
—No va a estar muy cómodo —dice Pereira, mientras el otro come—. No hay almohada.
Cussirat deja el plato a un lado, y confiesa: —Esta noche, Pereira, intenté asesinar al Presidente. No pude hacerlo, y él me reconoció. No me atrevo a acercarme al avión, porque a estas horas ha de estar custodiado. No sé qué pasó con los dos que me acompañaban. Han de estar muertos. Si me agarran, me matan. Tengo que salir de la isla, y no sé cómo hacerlo.
Pereira queda estupefacto. Cussirat le pregunta, para terminar:
—¿Comprende usted ahora cuál es mi situación?
Pereira mueve la cabeza afirmativamente.
—Si cree usted que debe entregarme, vaya a la policía y dígales dónde estoy. No opondré resistencia, porque no tengo fuerzas para defenderme. Por otra parte, si usted me ayuda, corre tanto peligro como yo.
Pereira se pone de pie, lleno de impulsos generosos.
—¿Cómo cree usted, Ingeniero, que yo voy a delatarlo? Puede usted quedarse aquí hasta el jueves, con toda confianza, que nadie lo verá. El jueves tenemos ensayo, pero para entonces encontraremos otra solución. Cuente conmigo, Ingeniero. Yo le traeré comida, y una almohada, y ropa limpia, y hasta una cama, si usted quiere.
Cussirat, conmovido, empieza a llorar, en silencio y, al verlo llorando, Pereira también llora.
Cuando Cussirat pone la cabeza sobre su saco, doblado a guisa de almohada, y cierra los ojos esperando, con ansia, un sueño que no va a llegar, Pereira apaga el quinqué, sale del cuartucho, cierra la puerta, echa candado, y poniendo la llave en su bolsa, empieza a caminar, rumbo a su casa, recordando los sucesos de la noche, repasando, con gusto, algunos detalles, diciéndose a sí mismo:
—¿Cómo cree usted que voy a delatarlo, Ingeniero. . . ? Cuente conmigo, Ingeniero. . . Ya encontraremos una solución…
En la pelea de gallos, Belaunzarán tiene mala suerte.
Cuando ve su gallo muerto en el ruedo, y que los fajos de billetes se le escapan de las manos y van a parar al otro extremo de la gallera, no puede más, y, con la cara roja, casi apoplética, se levanta de su barrera, entra en el ruedo, coge el gallo muerto y, de un mordisco en el pescuezo, le arranca la cabeza.
— ¡Arriba Belaunzarán! —grita la plebe, al ver a su ídolo escupiendo el pescuezo y limpiándose la boca ensangrentada con el dorso de la mano.
—¿Dónde estabas? —pregunta Esperanza, desde la cama, al ver entrar a su marido en el cuarto.
—No me preguntes —dice Pereira, lleno de energía—, que no te voy a contestar.
Llega junto a la cama y, de un tirón quita la sábana, descubriendo a su mujer, desnuda, y temblorosa, que cierra los ojos e implora: —¡No vayas a lastimarme!
En la oscuridad, Pereira y Esperanza miran al techo, sin alcanzar a verlo.
—Galvazo tuvo que irse —comenta Esperanza, y deja pasar un rato, antes de seguir—. Vinieron a buscarlo de la jefatura —deja pasar otro rato—. Tenían un preso al que había que interrogar.
Pereira, sin parpadear, sigue mirando al techo oscuro. Esperanza bosteza, da la vuelta en la cama, la espalda a su marido, y se queda dormida. Pereira repite, mentalmente:
—¿Cómo cree usted, Ingeniero? ¿Cómo cree usted que voy a delatarlo?
XXV. NO SABEN QUÉ HACER
Cussirat se da la vuelta en su lecho crujiente y duro, y mira las formas que la pared de varas dibuja en la noche de luna.
Afuera, los perros aúllan.
Adentro, los moscos zumban.
Cussirat suda. Ve cómo una rata entra por una rendija, cruza la habitación, sale por otra, y es perseguida, sin éxito, por un perro cazador. Tiene sed. Se levanta, y a tientas, con muchos trabajos, encuentra la olla que Pereira llenó de agua. La toma con ambas manos y bebe con avidez. Cuando se está secando la boca, jadeante, se da cuenta de que en la “olla flota una cucaracha. Casi vomita. Cuando se repone, vuelve a su lecho, y se acuesta quejándose, como si estuviera enfermo de gravedad. ¡Él, Cussirat, ha estado a punto de tragarse una cucaracha! Sigue sin poder dormir.
Pasa un siglo. De pronto, un ruido extraño lo sobresalta y lo hace incorporarse. Algo se mueve afuera del cuartucho. A través de las varas distingue una silueta amenazante. Oye el rugido de un animal prehistórico. Se oye un golpe seco contra la pared, y la casa se cimbra y parece que va a caer. Cussirat se pone de pie, alarmadísimo, y saca la pistola. La bestia vuelve a rugir. Cussirat ríe. Es un puerco que se rasca el lomo contra las varas. Cussirat vuelve a acostarse, más tranquilo, y mientras la casa se mece movida por el puerco, se hunde en un mar de pesadillas.