Cussirat abre los ojos. La habitación se ha transformado. La luz entra por los intersticios. Ha refrescado. Los moscos han desaparecido. Afuera se oyen ruidos confusos. Cussirat se levanta, va junto a la pared, asoma por una rendija, y ve cómo una puerca enorme huye, perseguida por sus críos, que quieren prendérsele de las tetas. Unas gallinas pelonas caminan con paso delicado y sin rumbo fijo, moviendo la cabeza, nerviosas, como esperando lo peor.
De la choza de junto, una negra flaca, con el vestido roto y la greña suelta, sale, echa un puñado de maíz al piso y dice:
—Cochi, cochi, cochi. . .
La puerca y las gallinas se acercan al maíz y se pelean por él. La negra va a un rincón de la estacada, se levanta la enagua y se pone en cuclillas.
En ese momento, Cussirat se da cuenta de que un perro flaco y joven, con las orejas de punta, mueve la cola y le mira, con ojos brillantes.
Pereira, con aire de misterio, abre la cómoda, y escoge sus mejores calzones, su mejor camiseta y una camisa blanca, con rayitas marrón, que fue de don Carlitos. Mete estas tres prendas en el portafolio, va al tocador, y después de pensarlo, mete también la navaja de afeitar y un jabón a medías. Se queda mirando, con tristeza, la toalla calada y húmeda que Esperanza ha dejado, torcida, sobre una silla, y cierra el portafolio.
La noticia, cuando la dio El Mundo, resultó la más sensacional del año. Mejor aún que cuando “los moderados trataron de volar Palacio”. Un muerto, un herido, un fugitivo, dos coches destrozados, el Embajador del Japón hecho pedazos y un avión incendiado.
A don Carlitos casi le dio un patatús sobre la mesa del desayuno y se le indigestó el chocolate.
—¡Y yo, que presenté a Pepe con el Presidente! ¡Y tú, que lo invitaste a la fiesta! ¡Y los dos, que lo llevamos de cacería el domingo! ¡Estamos en un aprieto, Ángela! ¿Cómo no comprendió este loco que los primeros perjudicados con sus barbaridades íbamos a ser nosotros?
Ángela no contesta. No puede quitar la vista del segundo encabezado: “TODA LA POLICÍA TRAS DEL FUGITIVO”.
Cuando Anzures supo que Paco Ridruejo estaba herido y en poder de la policía, se fue a su hacienda.
—Le van a soltar la lengua —pensó—, y vamos a pagar justos por pecadores.
Barrientos, más hábil, se fue a refugiar en la Embajada Inglesa, con dos mudas de ropa y una carta de crédito por una millonada.
—Entre si son peras o son manzanas —le dijo a Sir John, en inglés—, yo me voy en la Navarra, cuando aparezca.
Malagón, que leyó la noticia en el Café del Vapor, se fue a ver a Ángela en carretela alquilada, pensando:
—¡Esto es el fin! ¿Si me corren de aquí, en dónde me meto?
No la encontró. Ella andaba en la Quebrada, buscando a Cussirat, y recibiendo, del administrador, la mala noticia de que “los invitados no habían llegado”.
Desolada, subió en el coche y regresó a Puerto Alegre. Fue a ver a Malagón, y no lo encontró, porque todavía andaba buscándola a ella. En el Banco de Arepa le dijeron que Barrientos había salido a una diligencia. A Anzures ni fue a buscarlo. Por fin, encontró a Malagón, a las doce y media.
Con la cara enjabonada, moviendo la navaja como Pereira le indica, Cussirat se rasura. Cuando termina dice:
—Quiero que me haga usted un favor. Mejor dicho, otro favor más.
—¿Quiere un espejo? Esta noche se lo traigo.
—Otro más.
—Usted dígame.
—Quiero que vaya usted a casa de Ángela y le diga, sin que se entere nadie más, que estoy a salvo.
—Ingeniero, eso lo hago con mucho gusto.
Mirándose en el espejo empañado de su cuarto bohemio, Malagón, con la destreza que le dan diez años de práctica, coloca en su lugar el diente que se le cayó, y lo fija con cera de campeche. Ángela, tensa, de pie en un rincón, lo mira.
—En este asunto, hay que andar con pies de plomo —dice Malagón—. Cualquier pregunta puede resultar fatal. ¡Peor si la hago yo! Que Pepe está en un aprieto, ya lo sabemos. Que no lo han agarrado, también. Lo único que podemos hacer es estar alertas, y leer los periódicos.
Ángela reprime un movimiento de exasperación. Se da cuenta que es inútil seguir allí, y va hacia la puerta. Malagón le impide la salida.
—¡Vamos, Ángela, no te pongas así! ¿Cómo quieres que salga yo a la calle, a preguntar qué pasó con Cussirat. . . o a buscarlo? De eso se encarga la policía. Además, si lo encuentro, ¿quién puede asegurarnos que Paco Ridruejo no nos ha echado de cabeza y están siguiéndome los pasos?
Ángela hace esfuerzos por ahogar un sollozo, sin lograrlo. Malagón trata de consolarla con unos cariños torpes en la mejilla y en el hombro.
—Puede estar muerto —dice Ángela, secándose, con cierta impaciencia, las lágrimas con el pañuelo.
Después, vuelve a ablandarse—. No llegó a la Quebrada, como había quedado.
Malagón la mira fijamente, y en uno de sus raros momentos de percepción, le pregunta:
—¿Lo quieres mucho, verdad?
Ella evita la mirada del viejo, y no contesta, pero acepta la silla de bambú, desvencijada, que él le ofrece. Después de un momento, Malagón, corno cansado de la comprensión muda que se ha establecido, la interrumpe con un raudal de filosofía conformista.
—Pero, vamos a ver, ¿qué se puede hacer? Si algo le pasó y los periódicos no tienen información, es que la policía no quiere darla, y si la policía no quiere darla, es que sus razones tendrá. Y en ese caso, no hay nada que hacer, más que tener paciencia, que tarde o temprano se saben las cosas.
Ángela se limpia las narices con el pañuelo, y mira de sesgo la pared.
—No quiero verlo —va diciéndole Ángela al mozo, cuando, al entrar en el vestíbulo, encuentra, sentado en una silla a quien no quiere ver—. Buenas tardes, señor Pereira. Estoy de prisa.
—Un momento nada más, señora, es urgente.
Ángela, ante lo inevitable, hace seña a Pereira de que la siga, y entra en el Salón de música, quitándose el sombrero.
—Siéntese —dice.
Hasta que él no obedece, se da cuenta de que Pereira ha cambiado.
—El Ingeniero Cussirat me manda para avisarle que está a salvo.
Ángela no puede creer, por un momento, que Pereira, a quien tanto ha visto con tan poca atención, esté dándole la noticia que tanto ha ansiado. Cuando, por fin, acepta la situación, se va sobre él, lo toma de las solapas, y le pregunta en voz baja:
—¿Usted lo ha visto?
El sostiene la mirada exaltada de su interlocutora, y le dice, sin poder ocultar su orgullo:
—Sí, señora. Yo lo tengo escondido.
Ángela suelta las solapas de Pereira.
—¿Está herido?
Pereira está cada vez más orgulloso.
—Nada le ha pasado.
Ángela suspira, aliviada.
—¿Puedo verlo?
Pereira duda un momento, después dice:
—No, señora.
—¿Por qué?
—Porque el Ingeniero no me ha dado órdenes en ese sentido. Probablemente piense que es peligroso.
Ángela se tarda un momento en aceptar la situación. Después, con gran determinación, y mirando siempre a los ojos de Pereira, le dice:
—En ese caso, si usted me ayuda, señor Pereira, nada le pasará al señor Cussirat. Lo sacaremos de Arepa sano y salvo, cueste lo que cueste. Aunque nos cueste la vida. ¿Puedo contar con usted, señor Pereira? Pereira, conmocionado por la intimidad de que es objeto, con un nudo en la garganta, contesta: —Cuente conmigo, señora. Ángela lo mira con interés, y le sonríe, agradecida.