Выбрать главу

—He dicho que esta es una clase de dibujo: ¡a sus lugares!

Los alumnos, tomándose su tiempo, vuelven a sus lugares, y Pereira a sus escuadras.

La puerta se abre y entra don Casimiro Paletón, Director del Instituto. La clase entera se pone de pie, ruidosamente, porque las hebillas de los cinturones se atoran en las tapas de los pupitres.

Don Casimiro Paletón mira a Pereira, severo.

—Profesor Pereira: ¿qué espera usted?, ¿en qué esta usted pensando?, este es día de duelo nacional. Deje ir a los muchachos para que puedan acompañar al cortejo fúnebre del Doctor Saldaña, que no tarda en pasar frente al Instituto.

—Muy bien, señor Director —dice Pereira, corrido. Paletón se vuelve a los muchachos:

—Muchachos: nunca olviden este día. La muerte del Doctor Saldaña es la catástrofe más grande que ha ocurrido en Arepa.

Dicho esto, se retira precipitadamente, conmovido hasta las lágrimas por su propia elocuencia.

Cuando se cierra la puerta, la alegría de los muchachos estalla: gritan, ríen, golpean las papeleras, sacan sus libros y se van corriendo. Dejan solo a Pereira, que torciendo la boca con disgusto, guarda las escuadras en su portafolio.

El cortejo fúnebre de Saldaña partió de su casa en el Paseo Nuevo, bajo por el Espolón hasta Cordobanes, torció a la izquierda, camino por la Manga de Clavo, y allí, al pasar frente al Instituto Krauss, se tope con la manifestación Belaunzaranista que empezó como acto de apoyo en los Llanos del Cigarral, espanto las moscas del Muladar de San Antonio, se hizo fuerte en el Mercado de Pescaderos, se apretujo entre las callejas de la ciudad vieja y acabo, frente al Palacio, convertida en un llamado a la dictadura.

Al encontrarse frente al Instituto Krauss el cortejo y la manifestación se detienen; los caballos están nerviosos, el cochero, inseguro, los ricos temerosos de que la turba gritona los llene de escupitajos. Los pobres, por su parte, al ver frente a ellos la carroza negra con el muerto adentro, se detienen también, se miran consternados, y se callan la boca y los instrumentos. Durante un momento nadie se mueve en la calle llena de gente. No se oyen más que los cascos de los caballos golpeando en el adoquín carcomido. Pereira asoma a una ventana del Instituto Krauss y mira a sus pies aquellas dos corrientes inmóviles. El sol cae como plomo, no hay una brizna de aire, las moscas reanudan sus cacerías microscópicas.

Al final vence la superstición. Los pobres se quitan los sombreros de palma, el cochero fustiga a los caballos y los hace avanzar, los pobres se separan y abren paso a la carroza, los ricos aprietan filas y echan a andar, convencidos de que van a pegárseles las liendres, los automóviles elegantes se ponen en marcha, con pedorrera espectacular.

El Doctor Saldaña, cabeza de sus huestes de medio pelo, cruza, como Moisés, un pestilente y dividido Mar Rojo para llegar al cementerio.

Cuando el cortejo ha pasado, la turba se cubre, los tamborileros tocan, la gente grita y avanza dando brinquitos y cantando:

Que te digo que no paro Belaunzarán.

En el Salón Verde del Palacio, con araña, gobelinos y muebles estilo Imperio, adquiridos por un Capitán General megalómano de tiempos isabelinos (de los españoles), están sentados Mr. Humbert H. Humbert, Sir John Phipps y M. Coullon, embajadores de los Estados Unidos, su Majestad Británica y Francia, respectivamente, fumando los Partagás que acaba de ofrecerles el Jefe del Protocolo.

En el Salón de Audiencias, Belaunzarán recibe a los diputados, que vienen a darle la noticia de la ley que acaban de modificar. Borunda es el portavoz:

— Señor Presidente, usted esta en libertad de aceptar la candidatura.

El Mariscal, haciendo la remolona, levanta las palmas de las manos con modestia:

—Pero yo ya estoy muy cansado, muchachos.

Cardona, que ve desvanecerse sus esperanzas, pone cara de vinagre.

Afuera se oye el canto de la plebe. Chucho Sardanápalo, Ministro del Bienestar Publico, y el Intendente de Palacio, entran a pedirle a Belaunzarán:

—Salga al balcón, señor Presidente, la gente lo esta pidiendo.

En la Plaza Mayor, el populacho organizado canta con ritmo mulato:

Belaunzarán no te noj vayas Belaunzarán Ay, no no no no te noj vayas Belaunzarán

Belaunzarán, desde el balcón, llora lágrimas de emoción, y agradece la fiesta. Al agradecer la fiesta dice que si con la cabeza, y al verlo, el publico estalla en jubilo, y sigue la juerga.

Belaunzarán se retira del balcón. En el Salón de Audiencias, entre los diputados y los ministros, esta Cardona, agrio como siempre, con los hombros caídos como nunca. Belaunzarán entra en el Salón, cruza hasta Cardona y lo abraza. Le dice, con la voz engolada por la emoción:

—Perdóname, Agustín, pero no puedo negarles nada. Otra vez será.

Belaunzarán se separa de Cardona, lo deja mirando la alfombra, y a los demás, a Cardona, con lastima, y sale por la puerta que da al pasillo que conduce a su despacho particular.

En su despacho, Belaunzarán se transforma. La emoción y la parsimonia lo dejan, aprieta el paso, rodea el magno escritorio, libra un sillón, pasa junto a su estatua, y abre la puerta del baño, desabrochándose el botón de la bragueta.

En el Salón Verde, los embajadores se aburren mirando al vacio. El ruido del excusado los saca de su ensimismamiento. Paran la oreja, se enderezan, y al abrirse una puerta, tuercen el pescuezo para ver quien entra.

Belaunzarán, dejando a sus espaldas la catarata artificial que ha provocado, y que sigue fluyendo, esta en el umbral, abrochándose la bragueta y sonriendo cortésmente:

—Señores, estoy para servirlos.

Dicho esto, se sienta en un sillón ligeramente más alto que los que ocupan los embajadores.

Mr. Humbert H. Humbert, regordete y marrullero, simpático a fuerzas, entre sonrisas y vocales ambiguas, toma la palabra:

—Mis colegas aquí presentes y yo, venimos a expresarle que nuestros respectivos gobiernos verán con muy buenos ojos que usted siga en el poder, por considerarlo un estadista como no hay otro.

—Muchas gracias —dice Belaunzarán.

Sir John Phipps, viejo y seco, que no entiende español y es sordo, sonríe amablemente a Belaunzarán, y mueve la cabeza afirmativamente, deseando, en su fuero interne, que lo que ha dicho Humbert H. Humbert sea lo que el quisiera haber dicho. M. Coullon, redondo y cabezón, con la cara llena de reproches, no hace gesto alguno y pone la mirada en los lebreles del gobelino que tiene enfrente. En sus veinte años de embajador en tierras de indios, no ha logrado entenderse con nadie, por considerar que, puesto que el Francés es la lengua diplomática, no hay razón para usar ningún otro idioma.

—En cuanto a la Ley de Expropiación y el Programa Agrícola, que tiene usted en proyecto, querido Mariscal —continua Humbert, mas sonriente que nunca—, estamos de acuerdo en que no lesionara los intereses de ningún extranjero, ni será obstáculo para que Arepa cumpla con los compromisos que ha contraído con nuestros gobiernos, ¿no es así?

—Así es, mister Jombert—dice Belaunzarán, sonriendo ligeramente, y echando una miradita en los ojos de cada uno de sus visitantes, para demostrarles sinceridad.

Los anglosajones sonríen a Belaunzarán benévolamente. Coullon gruñe, en francés:

—¡Bien!

IV. LA VIDA INTIMA

Salvador Pereira, con gorra de automovilista y Palm Beach regalados, el portafolio bajo el brazo, escoge el mas pequeño de entre los pargos muertos que hay en la mesa de una pescadería. Primero lo palpa, para saber si esta firme, después, le mira los ojos ciegos, y por ultimo, lo huele; satisfecho con el resultado de estas operaciones, lo pone sobre el mostrador, frente al pescadero, que lo destripa, lo cepilla y lo envuelve en un periódico. Pereira paga y guarda el bulto en el portafolio, entre las escuadras y una sonata de Schubert.