A la sombra de un almendro, Pereira mira a lo lejos un tranvía, que se acerca dando bandazos, crujiendo, deteniéndose con ruido de matraca, arrancando con un quejido, llevando en el frente un letrero que dice: “Paredón”, y un anuncio de “El botín rojo” importadores de calzado americano y europeo. Pereira lo aborda de un salto, con la agilidad y la experiencia de sus veinticinco años de pobretón.
En la estancia de la casa de su madre, Esperanza, la mujer de Pereira, fúnebre y desgreñada, cose ajeno, entre las cortinas de percal, los muebles de mimbre, el piso amarillo congo, el Sagrado Corazón, el retrato de bodas y el cromo que representa a unos amorcillos remándole la góndola a una Venus gorda. En la cocina, doña Soledad, dueña de la casa y suegra de Pereira, suda, se acongoja pensando en el abismo que hay entre tener cocinera y no tenerla, y vigila los frijoles negros que hierven en una olla de barro. Pereira entra en la casa, saluda a su mujer con un beso desalentado y no correspondido, cuelga chaqueta y gorra de los colmillos de un jabalí de pasta, va al rincón en donde esta su atril, toma el violín, abre la partitura, y se dispone a tocar, cuando Esperanza le dice:
—No me has preguntado como me siento.
—¿Cómo te sientes?
—Muy mal. Me duele el hígado otra vez.
—Ve a ver un medico.
—No tengo dinero.
—Toma un cocimiento de yerba santa.
—No me hace efecto.
—Entonces, rézale al Sagrado Corazón.
Toca una nota, afina, vuelve a tocar. Entra doña Soledad, agitando un abanico japonés manchado de grasa; con los pelos pegados a la frente sudorosa.
—¿Se olvido usted otra vez del pescado, o es que gasto el dinero en otra cosa?
Pereira, sin malos modos, dócil, deja el violín a un lado, va al portafolio, saca el bulto y se lo entrega a su suegra, que sale del cuarto, desenvolviendo el pargo, y olfateándolo, llena de sospechas.
Pereira vuelve a tocar. A la segunda nota, se da cuenta de que Esperanza esta llorando en silencio. Baja el violín y pregunta, preocupado:
—¿Que te pasa?
Esperanza se cubre la boca con un pañuelo, y solloza. Se levanta de pronto, como quien, incapaz de contenerse, no quiere dar el espectáculo, y va hacia la puerta diciendo, entre sollozos, mocos y el pañuelo que tiene sobre la boca:
—¡Es que somos tan pobres!
Sale dando un portazo y, en la intimidad de su alcoba, se echa de panza en la cama de latón en donde han cohabitado, tranquilamente, tres generaciones de mujeres amargadas por el fracaso social de sus respectivos maridos.
Pereira abre la puerta y, parado en el umbral, ve, desolado, como se estremecen las nalgas de su mujer con los sollozos. Entra en el cuarto, cierra la puerta, deja el violín sobre una silla y, con cara de tragedia, monta de un brinco sobre Esperanza y le muerde la nuca. Ella, llorosa, dice: “no, no, no”, pero permite que le aprieten las tetas.
Pereira, después del coito, toca el violín con inspiración y mal tono. A su lado, Esperanza cose apaciblemente, con la mirada baja.
Pereira, Esperanza y Soledad, de sobremesa silenciosa, toman el café negro, mirando, con cierta nostalgia, el esqueleto del pargo, que yace sobre un platón desportillado.
Pereira, en las tardes, va a la playa en mangas de camisa, y se sienta, durante horas, en cuclillas; inmóvil, con las manos sobre la frente, haciéndole pantalla a los ojos, que miran el horizonte desierto.
Por la noche, alumbrándose con un quinqué, Pereira juega, cautelosamente, ajedrez con el Terror de la Jefatura, Pedro Galvazo, en la estancia de su suegra. Soledad, Esperanza y Rosita Galvazo, sentadas en mecedoras de bejuco, en plena calle, toman el fresco, se rascan la greña, se abanican, y ponen en entredicho, con voces agudas, la virtud de las vecinas.
Pereira adelanta una torre y dice:
—Mate.
Galvazo, rojo y convulso, golpea con el puño la mesa de caoba pintada de azul, tumba la reina y dice:
—¡Me chingo a topes!
Pereira, a la defensiva, arrinconado en su silla, espera a que baje el furor de su contrincante. Por entre las cortinas pasa la voz majadera de doña Rosita Galvazo:
—Que te digo que si, que le pone los toneletes a su marido.
Soledad y Esperanza ríen con deleite y niegan la noticia, con ganas de que les cuenten detalles.
Galvazo, dueño de si mismo, en el papel de gran perdedor, dice, con magnanimidad:
—Esta fue una partida de mierda, amigo Pereira.
Pereira se tranquiliza, asiente con la cabeza y sonríe tímidamente.
La casa de los Berriozabal fue construida a principios de siglo, con el dinero del padre de don Carlitos y el talento de un arquitecto italiano que se hizo millonario en sus viajes por tierras bárbaras. En la rotonda, a la sombra de la palma datilera y a la vista de todo el mundo, están los coches de la familia: El Dussemberg descapotable y el Dion-Button cerrado.
Ángela, cuya debilidad son las artes, ha transformado el corredor sombrío que daba al parque interior en un Salón de música, que tiene grandes ventanales que abren a la yerba verde, la magnolia, las poinsettias, las jacarandas, el hule, las rosas de Castilla y los pavorreales.
En este Salón se juntan, las tardes de los miércoles, los espíritus más finos de Puerto Alegre, a tocar mal buena música y a escuchar los varoniles versos de don Casimiro Paletón y los delicadamente apasionados de Pepita Jiménez, poetisa aficionada.
Tintín Berriozabal, recostado en el canapé forrado de cretona, descansa la cabeza en las piernas todavía macizas de su señora madre, que le acaricia el cabello.
—Tu amigo, el profesor Pereira —dice Tintín—, es un imbécil.
—No es mi amigo, es un invitado. Toca el violín admirablemente. Es parte indispensable del quinteto. Si es imbécil o no, me tiene muy sin cuidado. Y levántate, que estas arrugándome el vestido.
—No me da la gana.
Ángela sigue acariciando, apaciblemente, el cabello de su hijo, mientras dice, con severidad:
—No me faltes al respeto.
Entre las azaleas, las vinílicas, las fascéderas y las glorietas de Pérgamo, Ángela, con vestido blanco, le indica al jardinero negro cuales son las flores que debe cortar y entregar a la criada que va tras de ellos, con un ramo entre los brazos.
Don Carlitos, vestido de blanco, con cuello Cardiff, corbata inglesa detenida por un fistol con perla y zapatos de dos colores, aparece en la vereda y pregunta, chunguero:
—¿Y no se come en esta casa?
Va hasta donde esta su esposa y, levantando ligeramente los talones, le pone el bigote, recortado y canoso, sobre la mejilla. Ella lo mira sin interés.
—Esos zapatos son horribles.
—¿Te parecen horribles? A mi me gustan.
Con orgullo de propietario, pone una mano sobre la nalga firme de su mujer para que vean los criados que todavía las puede; ella le dice, en secreto:
—No me toques.
Don Carlitos finge darse cuenta, hasta entonces, de que no están solos, dice: “¡Ah!”, quita la mano, y camina por la vereda unos pasos, al lado de su mujer. El jardinero y la criada cambian una mirada de aburrimiento que dura un instante.
Don Carlitos corta un níspero, y se lo come.
—En el Casino dicen que es un hecho. Nos quedamos con Belaunzarán otros cinco años. A menos de que se nos ocurra una idea genial.
—¡Qué vergüenza! —dice Ángela.
Don Carlitos adopta un tono severo.
—Vergüenza o no vergüenza, voy a pedirte que no vuelvas a decirle asesino. Tenemos que ser diplomáticos y defender nuestras propiedades.