El publico, que ha observado el aterrizaje sobrecogido de admiración, se recupera y rompe el cordón del ejercito, echando a correr para ver de cerca el aparato.
Pepe Cussirat, con gorro de aviador, las narices frías, y bufanda de seda, se iza en la cabina, y de un salto se pone en tierra. Mientras se quita el mono ve como la turba rascuache se le viene encima. Los niños gritan, los perros ladran y todos corren hacia el Blériot. El primero en llegar es Martín Garatuza, vestido de mecánico. Cussirat, campechano, se quita el gorro y le da un abrazo. Después, ambos se inclinan, para estudiar el desgarron del ala. La gente se detiene a distancia respetuosa; solo un perrillo flaco se acerca, ladrando furiosamente. Los moderados, unos viejos, y otros jóvenes tarambanas, compañeros de parranda y amigos de Cussirat desde la infancia, se abren paso entre la plebe y se acercan para abrazarlo con cariño.
—¡Dichosos los ojos! —dice don Carlitos.
—¡Bienvenido a la Patria! —dice Paletón.
—Hiciste un aterrizaje fenomenal —dice el joven Paco Ridruejo, que ha visto aviones en su viaje a Europa.
—¿Tuviste buen viaje? —pregunta don Bartolomé González, el del Rolls.
—Tuve mal tiempo al salir de Cuba —dice Cussirat.
—Vente a comer un bocado y a tomar una copa de vino —dice don Carlitos, echando un brazo al hombro de Cussirat—. Has de estar desfallecido.
—¿Cómo esta doña Ángela? —pregunta Cussirat.
—Con ganas de verte —contesta don Carlitos.
Martín Garatuza se acerca a Cussirat, y le dice respetuosamente:
—El desgarron es cosa de nada, señor. Se arregla en un santiamén.
—Bien —contesta Cussirat, quitándose los guantes, y agrega, volviéndose a Berriozabal—: vamos, pues.
Don Carlitos, encantado, se vuelve a los presentes y les dice:
—Vengan todos, que mi mujer ha traído bocadillos para un ejercito.
Cussirat, alto, bien parecido, despeinado, distinguido, con chamarra de cuero y pantalones y botas de montar, echa a caminar, con don Carlitos del brazo; la turba se abre a su paso y lo mira con respeto, como al sacerdote de un nuevo culto. Los moderados, viejos y jóvenes, lo siguen, comentando:
—¡Como ha crecido!
—¡Como ha cambiado!
—¡Que viejo esta!
Tras de la turba, al final del llano, a la sombra del tamarindo, están las mujeres, que ven venir a Cussirat diciendo:
—¡Que guapo es!
—¡Que alto!
—¡Que valiente!
Entre Conchita Parmesano y las Regalado, Pepita Jiménez tiembla, arregla una arruga en su vestido nuevo, y no dice nada.
Ángela se adelanta unos pasos entre la yerba, y detiene su sombrero con la mano para evitar que la brisa tibia lo vuele. Al verla de lejos, Cussirat se desprende de don Carlitos y se adelanta al grupo. Ángela, comprendiendo que lo que esta a punto de ocurrir, es decir, que Cussirat la salude a ella antes que a nadie, no es lo correcto. vuelve la cabeza y dice:
—¡Ven, Pepita! ¿Que esperas, mujer?
Pepita, desfalleciente, insegura, sintiendo que las piernas no van a sostenerla, se coloca junto a Ángela, al tiempo en que Cussirat, con los brazos abiertos, y a tres metros de distancia, exclama:
—¡Ángela!
Ángela comprende, con horror, que Cussirat no ha reconocido a su antigua novia.
—Es Pepita —dice.
Cussirat se detiene, desconcertado por un instante. Mira los grandes ojos, sin encanto, que lo miran, resentidos, la piel de un blanco enfermizo, la boca fruncida, para parecer mas pequeña, pero entreabierta, y dice, dueño de si mismo, fingiendo alegría:
—¡Pepita!
Quiere abrazarla, pero ella, ruborizándose, torciendo el pescuezo, bajando los ojos, soltando una risita nerviosa que mas parece un rugido, y presa de un momento de cobardía, le tiende la mano, que Cussirat, otra vez desconcertado, estrecha.
—¡Como has cambiado! —dice, para excusar su primer destanteo—. Estas mucho mas. . . guapa. Mas elegante.
Después, se vuelve a Ángela y la abraza cariñosamente.
Conchita Parmesano, las Regalado, las Redondo, las Chabacano, las hijas de don Remigio Iglesias y Fortunata Méndez, vestidas de tules, con sombrillas y sombreros anchos, conmovidas sin saber por que, ligeramente envidiosas, observan a unos cuantos metros.
Un poco más lejos, solitario, con un sándwich en la mano, Pereira también observa como el recién llegado, delgado, alto, vestido de no se sabe que, pero bien, saluda, después de Ángela, a cada una de las damas.
A la sombra del tamarindo, las niñas de sociedad, encabezadas por las hermanitas Regalado, con sus albunes de recuerdos abiertos contra el pecho, hacen cola para que Cussirat, apoyado en el cofre del Dussemberg, al lado de Ángela, les ponga un pensamiento y una firma.
Los hombres, alrededor de la mesa, comen, beben y hablan de mecánica.
Mas lejos, Pepita Jiménez, armada con una red, trata de cazar una mariposa.
Y mas lejos todavía, desde el fondo del Studebaker presidencial, Cardona le dice a don Carlitos, que esta a su lado, solicito:
—El Mariscal quiere verlo. Yo no me atrevo a hablar con él, porque no lo conozco, pero usted dígale que vaya a Palacio esta noche, a las nueve.
Don Carlitos, encantado con la misión, temeroso de no poder cumplirla, y queriendo darse importancia, dice:
—Veré lo que puede hacerse, señor Cardona; cuente usted con mi mejor voluntad. Tratare de llevarlo yo mismo.
—Vengo a despedirme, señora —dice Pereira, con el carrete en la mano, a Ángela, que tiene un pie en el estribo del Dussemberg.
—Pepe —le dice Ángela a Cussirat, que esta a su lado—, quiero presentarte al señor Pereira, gran dibujante y violinista inspirado.
Pereira, lleno de admiración, y Cussirat, distraído, intercambian el “mucho gusto” de rigor.
—No podemos llevarlo —le explica Ángela a Pereira—, porque ya somos demasiados.
—No tenga cuidado, señora —dice Pereira— estoy acostumbrado.
Ángela, olvidándose de Pereira y mirando para todos lados, pregunta:
— Donde esta mi marido?
Don Carlitos, feliz, se acerca, dando brinquitos, al coche de su propiedad.
—Nada de que te vas atrás —le dice a Cussirat—, te vienes junto a mi, adelante, que tengo que darte un recado morrocotudo.
Cussirat obedece, desganado, se despide de Pereira con sonrisa leve y cortesía minúscula, da la vuelta al coche y se sienta entre don Carlitos y el chofer. Con ruido de portezuelas, y exclamaciones de sus ocupantes, el Dussemberg arranca, repleto. Ángela, ocupada en liberar una sombrilla que ha quedado presa entre las piernas de Malagón y las enaguas de la poetisa, ni se despide ni mira a Pereira, que se queda poniéndose el sombrero, mirándolos partir, mas satisfecho que resentido.
Después, Pereira lanza un suspiro realista y echa a andar entre la plebe. Las madres, desgreñadas, sudorosas, malhumoradas, llevando en los brazos niños meados, gritan como generales tratando de reunir sus huestes para emprender la retirada; los hombres beben los fondos de aguardiente que quedan en las botellas; los últimos coches salen del llano dando tumbos. Pereira se detiene y vuelve los ojos al Blériot, que esta solitario, a medio llano. Martín Garatuza, con una estopa, le limpia las chorreadas de aceite con el cariño que un caballerango le pondría a un pura sangre sudoroso.
IX. TENTACION PASAJERA
— Espero que comprendas, Pepe, lo que esto significa —le dice don Carlitos a Cussirat, antes de llegar a Palacio—. Para los dos. Para ti y para mi.
Se arregla el fistol de la corbata. Cussirat no contesta. Va mirando por la ventanilla del Dion-Button las calles mal iluminadas, los perros flacos, los charcos perpetuos. Mirándolos y reconociéndolos.