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A él no le gustó la idea de que ella prefiriera estar sola en ese momento, y lo que menos le gustó fue que no se le ocurriera pensar que él, como marido, querría estar allí ayudándola.

De pronto ella le puso una mano sobre el estómago. Y Mac notó que el pulso se le aceleraba de manera increíble. Luego se dio cuenta de que ella lo único que quería era apartarlo para poner en marcha el lavavajillas.

– Si quieres estar sola durante el parto, de acuerdo -dijo él, dejándola pasar-. Pero si no te importa, me gustaría acompañarte a las prácticas.

– ¿Es que quieres aprender a gruñir y a gemir?

– se burló ella.

– Me gustaría saber por lo que vas a pasar, si no te importa.

– No, claro que no. Por cierto, ¿te gustan las galletas con miel y pasas?

– ¿Qué?

– Es que me a mí me apetecen. Y me parece que es un buen día para hacerlas. Por cierto, que he decidido que podemos poner el cuarto del niño arriba, al lado del baño.

– Muy bien -asintió él, echándose una taza de café. Iba a necesitar la cafeína para seguir charlando con la «señorita eficiencia».

– ¿Te parece bien si pinto las paredes de ese cuarto?

– No.

– ¿Cómo que no? Ya sé que el color azul oscuro es bonito, pero no me parece adecuado para un bebé. Creo que un niño preferiría un color más alegre…

– No me refería a lo de pintar la habitación. Puedes hacer los cambios que quieras en la casa, pero lo que no quiero es que lo hagas tú sola.

Estuvieron un buen rato discutiendo; Ella argumentó que estar embarazada no era lo mismo que estar enferma. También le dijo que le encantaba pintar y que podía hacerlo sola. Luego, en un momento de la conversación, le puso un bol en el regazo y le ordenó que batiera la crema que había dentro. El se dio cuenta de que llevaba horas sin preocuparse del trabajo, y al verse allí sentado con el bol entre las manos se le escapó una sonrisa.

Hacía años que no se sentía tan relajado. A él le gustaba llevar un ritmo fuerte de vida con poder y responsabilidades, pero lo que nunca se le había ocurrido era que ese matrimonio sería tan sencillo. No pensaba que vivir con Kelly sería tan divertido. Se trataba de una mujer que charlaba sin cesar y que llenaba por sí sola toda la casa de luz y alegría. No paraba de bromear ni un momento, era una mujer increíble.

Por un momento, deseó que no dejara nunca de nevar. Le hubiera gustado que todo excepto ellos desapareciera durante un tiempo.

Por un momento, se sintió como un verdadero esposo Y pensó que ella le pertenecía y que era normal que estuvieran allí juntos.

Pero entonces, como no podía ser de otra forma, el teléfono sonó.

De ese modo, el mundo real se impuso a la sensación de ilusión que había invadido a Mac. El se recordó a sí mismo que estaba allí para protegerla. Al fin y al cabo ella no había elegido vivir con él, y sena peligroso pretender otra cosa.

Capítulo Cuatro

Treinta horas más tarde, Kelly se estaba poniendo un top rojo modelo prenatal y considerando la posibilidad de divorciarse. La luna de miel se había acabado en el momento que sonó el teléfono mientras preparaban las galletas la mañana del día anterior. Mac le dijo que se trataba de un tal Gray McGuire, con el que tenía que resolver unos asuntos. Así que veinte minutos después, él se fue destino a Nueva York.

Se sentó en la cama y se puso las medias como pudo. Cada vez le resultaba más difícil debido al tamaño de su barriga. Y lo peor era que tenía prisa. Debería de salir en cinco minutos si quería llegar a tiempo a la clase de ejercicios para el parto. No le importaba tener que ir sola. Sabía que Mac era un hombre muy ocupado y no se había terminado de creer que él quisiera acompañarla.

De pronto oyó el ruido de un motor afuera. Miró por la ventana y vio una furgoneta allí abajo. Luego bajó corriendo al vestíbulo.

– Martha, ¿has visto esa furgoneta que…?

El ama de llaves de Mac ya estaba abriendo la puerta.

– Sí, no se preocupe por nada. El señor Fortune ordenó que trajeran el resto de sus cosas. Pero usted tiene que ir a su clase, así que deje que yo me encargue de todo…

– Pero, ¿qué cosas? -preguntó asombrada Kelly.

Justo en ese momento la mujer abrió la puerta y

Kelly pudo ver su cama allí fuera. El color rosa del mueble contrastaba de un modo curioso con el paisaje nevado.

– ¿Será posible? Pero si eso no va a caber aquí…

– Señora, ahora dese prisa. Benz ya ha caldeado el coche para que se puedan marchar.

– Benz, no me vas a llevar -protestó ella, volviéndose hacia él, que estaba al pie de las escaleras.

– Por supuesto que sí voy a llevarla. El señor Fortune me ordenó que cuidara de usted. Y ahora, debemos marcharnos para que llegue usted a tiempo.

Kelly fue todo el camino algo enfurruñada. Martha y Benz eran una pareja encantadora, pero no paraban de repetir «el señor Fortune ordenó», y esa frase la sacaba de quicio.

– Si este matrimonio sigue adelante, voy a tener que cambiar muchas cosas -murmuró ella con enojo.

– ¿Qué dice, señora?

– Digo que es absurdo que tengas que llevarme a la ciudad con el frío que hace, que no debe ser nada bueno para tu artritis.

– Pero usted no debe sentirse culpable. El señor Fortune ordenó que…

– Ya sé, ya sé.

Kelly comenzó a pensar en que Mac debía de sentirse muy solo con todo el mundo llamándole el señor Fortune. Durante el tiempo que había pasado en la casa, todo el mundo que llamaba preguntaba por el señor Fortune, como esperando que éste hiciera algo por ellos, pero nadie había llamado para decir simplemente: «Hola, Mac».

Claro, que se veía que Martha y Benz le estimaban y seguro que su familia también se preocupaba por él, pero era como si no tuviera ninguna relación verdaderamente íntima.

– Y no hablo de sentarnos a comer galletas, pero podía tomarse al menos unos días de vacaciones.

– ¿Está usted hablando sola?

– No creas que necesito una camisa de fuerza, Benz. Creo que esto es normal en las mujeres embarazadas. Simplemente estaba diciendo que tenemos que conseguir que él cambie su forma de vida.

Benz asintió. Al poco llegaron a la clínica. El aparcó enfrente.

– Esperaré aquí hasta que esté dentro. Cuando termine, no salga. Yo entraré a buscarla.

– A sus órdenes -bromeó Kelly, dándole un pellizco cariñoso en la mejilla.

Cuando salió del coche, recibió una bofetada de frío. Aunque había poca distancia hasta la clínica. La nieve estaba amontonada por todas partes a los lados de las entradas a las casas y de los caminos. Reconoció a varias de las mujeres que entraban en ese momento por la puerta. Habían estado también el primer día. Kelly se sintió invadida de repente por un espíritu de camaradería al ver a todas esas mujeres con las que tenía tanto en común. Todas iban a ser madres por primera vez. Todas estaban gordas como toneles. Y todas vestían ropas holgadas y cómodas para poder hacer los ejercicios con facilidad.

Sin embargo, poco después, Kelly se enteró de que ella era la única que acudía sola a las clases. Todas las demás llevaban algún ayudante. Casi todas iban acompañadas de su marido, aunque también alguna iba con una amiga o hermana. Pero ella lo había elegido así y no se veía pidiéndole a Mac que la acompañara. Al fin y al cabo, ella se había acostado libremente con Chad y no quería que nadie tuviera que pagar por ello.

Luego, cuando se reunió con las otras mujeres, que estaban riendo y charlando alrededor de las esterillas que había en el suelo, Kelly dejó de pensar en todo aquello. Delante de ellas estaba la señora

Riley, que por su entusiasmo parecía tener treinta años en vez de los cincuenta que tenía.

– Muy bien, señoras. Hoy he traído una serie de muñecos para que puedan aprender las técnicas para cambiar pañales, hacer que los niños expulsen tos gases y todas las cosas que necesitan saber para cuidar adecuadamente a los recién nacidos. Después de eso practicaremos los ejercicios de respiración…