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Esperaría a que terminara George buscando un sitio para aparcar. No fue fácil, había bastante gente, pero finalmente encontró un hueco en la entrada de la parte este.

– Y ahora, tesoro, ya hemos llegado…

Primero desabrochó el cinturón de Annie; luego tomó su bolso y se miró al espejo rápidamente. Se arregló un poco el pelo y se aplicó barra de labios. Por último, recogió la bolsa que tenía en el asiento trasero y salió con ella en las manos…

Entonces sucedió algo imprevisto.

Algo increíble cuando estaba todo lleno de gente y George en la entrada de la parte norte. Ella estaba al lado de la puerta del conductor, a punto de rodear el coche para recoger a su hija. En segundos la iba a tener entre sus brazos.

Pero aquel hombre apareció de repente, abrió la puerta trasera y alcanzó a Annie. Era un muchacho joven, como de veinte años, y llevaba unos pantalones de color caqui no diferentes a los que llevaban la mitad de los jóvenes. En ese momento supo que lo había visto entrando al aparcamiento, sin imaginar que tenía en mente recoger su coche como todo el mundo.

– ¡Detente! No la toques, tú…

Intentó llegar al lado de su hija y se golpeó la cadera con la parte delantera del coche. Le faltaba aire en los pulmones; su corazón y su mente sólo pensaron en el miedo y en recuperar a Annie.

Pero fue demasiado tarde. Gritó con todas sus fuerzas y vio a su hija darse la vuelta y mirarla. Luego no vio más que la manta rosa con la que estaba envuelta volando y el muchacho darse la vuelta y correr. Por un momento, ella se quedó inmóvil, indecisa, sin saber si perseguirlo o ir a buscar ayuda. Imaginaba que lo mejor sería ir a buscar a un policía, pero su corazón de madre se lo impedía. No podía permitir que el muchacho desapareciera con su hija. Así que decidió salir detrás de él, con el corazón palpitando a toda velocidad. Aquel momento de indecisión le había dado cierta ventaja al muchacho, pero no estaba lejos.

Lo alcanzaría.

Tenía que hacerlo.

El muchacho cruzó la carretera, a pesar de que el semáforo estaba en rojo. Se oyeron frenazos y bocinas de coche. Ella iba detrás gritando y pidiendo ayuda, llamando a su hija. Una furgoneta roja estuvo a punto de pillarla y se chocó con una vieja mujer que llevaba paquetes en la mano. Las lágrimas dificultaban su visión y el muchacho iba ganando distancia. Con los tacones tampoco podía correr demasiado. Se los quitó y continuó persiguiendo al hombre, ignorando el daño que el cemento hacía en sus pies.

La gente se paraba, evidentemente sorprendidos de ver a una mujer correr a toda velocidad por las calles de una ciudad. Quizá la podían haber ayudado, pero ella trataba de esquivados y continuar. El hombre torció una esquina y continuó corriendo por un estrecho pasadizo entre dos altos edificios de cemento. Luego torció otra esquina y Kelly no volvió a verlo.

No había señales de él. Sólo edificios por todas partes y coches. Un taxista tocó la bocina al verla. La gente se paraba a mirarla, pero no había ningún hombre rubio con una niña en brazos y una manta volando detrás. Docenas de puertas se alineaban en la calle, pertenecientes a diferentes negocios, almacenes y viviendas. El debía de haberse metido en una de ellas, ¿pero en cuál? Un error podría significar la vida de su hija…

El miedo invadió su corazón. Habían secuestrado a su hija. Era lo que ella más podía temer, lo que más podía temer Mac… nada podía ser peor que aquello, nada podía ser más insoportable.

Mac tenía una reunión con cuatro directivos cuando su secretaria se asomó.

– Señor Fortune, tengo que decirle algo urgente.

Mac se disculpó y salió del despacho.

– ¿Qué pasa? -sabía que algo grave ocurría, porque nunca le habían interrumpido de aquella manera.

– No lo sé -contestó, con voz temblorosa-. George va detrás de él… está por la línea uno.

– ¿George? -preguntó, agarrando el auricular.

– George, el guarda de seguridad del aparcamiento.

Cuando Mac supo a qué George se refería la secretaria, su corazón dio un vuelco.

– Alguien se ha llevado a su hija, señor Fortune. Yo estaba hablando por teléfono cuando la señora Fortune llegó y no pude ir a buscarla en ese momento, como habíamos convenido. Ella no pudo encontrar aparcamiento cerca de la entrada y… Todo ocurrió muy rápidamente…

– George… -murmuró Mac, sin entender apenas, debido a la rapidez con la que hablaba.

– Su primo estaba en el aparcamiento y lo vio. También fue detrás de él al principio… aunque lo dejó para ir a llamar a la policía. Luego intentó buscar a la señora Fortune, pero no la encontró. Lo lamento mucho, no sé qué decirle. Le juro que estaba observándola y que no estaba tan lejos. Además había más gente en el aparcamiento. No entiendo cómo puede haber alguien tan loco como para hacer algo así a la luz del día y en un sitio donde hay gente…

– George, espera. ¿Dónde está mi esposa?

– No lo sé, señor. Se marchó corriendo detrás del honibre y nadie pudo detenerla. Grité y también Sam Johnson, el químico que trabaja en la planta tercera, pero no se detuvo. La policía llega en este momento…

– Di a la policía todo lo que sepas. Que no esperen, que vayan inmediatamente a buscar a mi mujer. Yo iré ahora mismo.

Mac siempre se había enfrentado a los problemas con frialdad y serenidad. Pero en aquel momento sentía como si le hubieran metido en los pulmones un ácido. No podía respirar. Se sentía él mismo culpable y a la vez buscaba culpables.

No sobreviviría si algo le ocurría a Kelly y a su hija. Era imposible. Inútil. No podía perderla. No podía perder a ninguna de las dos.

En aquellos segundos le llegaron a la mente miles de imágenes. Recordó su noche de bodas, cuando él dio a Kelly un beso casto que abrió el suelo a sus pies. Pensó en lo nerviosa que estaba cuando no podía atarse los zapatos, en su rostro radiante cuando tuvo a su hija en brazos, en sus recibimientos cuando él llegaba a casa. Rememoró cuando cantaba mientras hacía pastas en el horno. En su risa suave en la oscuridad, haciendo el amor en la bañera, en su forma de amar, que iba haciéndose más sensual a medida que volvía a recuperar la forma de su cuerpo. Y aquella primera noche, temblando como una adolescente con aquel camisón negro, mientras él también se sentía como un adolescente…

– ¿Señor Fortune? -la gente se abrió para dejarle pasar. Todos lo conocían, excepto el policía de cabello gris y cuerpo grueso-. Soy el detective Spaulding, Henry Spaulding.

– Encuentre a mi esposa. Encuentre a mi hija -fueron las palabras de Mac.

El detective ya estaba al corriente de lo sucedido y había hecho algunas llamadas para movilizar a cada hombre. Tenía, incluso, a cuatro policías siguiendo la pista. Tenían bastantes elementos a su favor: había testigos que habían visto al hombre que, además, iba a pie.

– Pero en caso de que…

Mac no dejó que terminara, estaba demasiado nervioso.

– Quiero que llamen a los periódicos y den una fotografía de la niña. Quiero que registren en cada local, ahora que hay todavía posibilidad de que esté y la gente lo ha visto. Es un secuestrador y quiere dinero. Le daré todo lo que me pida, sólo quiero que estén sanas y salvas…

– Lo escucho, señor Fortune, pero…

Mac no podía parar de hablar, para así no dejar que el miedo lo destrozara por dentro.