Sydney oyó un sonido de frustración o angustia escapar de los labios de Jarod.
– No me equivoqué al decidir hacerme sacerdote y, ahora, no me he equivocado al dejarlo. Después de que oigas lo que tengo que decirte, verás la situación de forma diferente. Esta noche tengo intención de contarte todo lo que no podía contarte cuando aún era sacerdote.
Sydney bebió con ansiedad, como si el café fuera a darle fuerzas para oír la confesión de Jarod.
– Algunos de mis compañeros de seminario sintieron su vocación en la adolescencia. Conmigo fue diferente. De hecho, no puedo decirte cuál fue el momento exacto en que decidí hacerme sacerdote.
Sus miradas se encontraron.
– ¿Te acuerdas, en mi despacho, cuando me dijiste que la religión no significaba nada para ti, Sydney? Podría haberte dicho que a mí me pasaba lo mismo cuando era joven.
Sydney ladeó el rostro. Le resultaba difícil oírle decir eso.
– Cuando pienso en ello, supongo que mi vocación fue un proceso que comenzó cuando tenía unos quince años. Tenía un grupo de buenos amigos, pero pasaba la mayor parte del tiempo con Matt Graham, mi mejor amigo. Matt era católico y jugaba en el equipo de la parroquia de East Hampton, la zona donde vivíamos.
Jarod bebió un sorbo de café y prosiguió:
– De vez en cuando, iba con él y, mientras mi amigo jugaba, yo le hacía los deberes. Uno de los sacerdotes más jóvenes, el padre Pyke, se fijó en mí e insistió en que entrara en el equipo. Decía que mi estatura y físico les ayudaría a ganar a los equipos contrincantes.
Jarod se interrumpió un segundo y suspiró.
– Como cada día me resultaba más penoso ir a casa después de las clases y ver a mi madre llorando en su dormitorio, empecé a pasar más y más tiempo en el gimnasio de la parroquia con Matt.
Sydney se encogió en su butaca al presentir que Jarod estaba a punto de hacer una dura confesión.
– Al cabo de poco tiempo, empecé a confiar en aquel sacerdote y pronto le hablé de los problemas de mi familia. Era evidente que necesitaba desahogarme; sobre todo, después de que mi hermano y mi hermana se marcharan a estudiar a la universidad.
Jarod bebió otro sorbo de café y continuó:
– Como no quería hablar de mis problemas familiares con mis amigos, le tocó la china al padre Pyke. Me aliviaba mucho saber que podía hablar con él sabiendo que no se lo contaría a nadie. Ahora, cuando pienso en ello, veo muy claro qué fue lo que me hizo confiar en éclass="underline" el padre Pyke sabía escuchar. Cuando se enteró de que mi padre era un mujeriego, no intentó consolarme con tonterías.
Un gemido escapó de los labios de ella. Era doloroso oír aquello.
– Mis padres tienen un estatus social muy alto y, desde que éramos pequeños, tenían una agenda social muy apretada, no tenían tiempo para sus hijos -continuó Jarod-. Poco a poco, le conté al sacerdote todos nuestros sucios secretos. Estaba muy dolido con mi padre porque sus conquistas hacían sufrir mucho a mi madre y la habían llevado a la bebida. Además, cuando estaban juntos, se pasaban el tiempo discutiendo.
Jarod suspiró y sacudió la cabeza antes de seguir con su confesión.
– En una ocasión, mi madre me dijo que la última amante de mi padre era una mujer casada, lo que aún empeoraba la situación. Sin embargo, mi madre no estaba dispuesta a dejarlo porque ambos necesitaban el dinero de la familia del otro; para ellos, el dinero era más importante que la tranquilidad o el honor.
Jarod estaba describiendo una situación horrible para un niño, y Sydney se llevó los dedos a las mejillas para secarse las lágrimas.
– Lo siento, Jarod.
– No puedes creerlo, ¿verdad, Sydney? Yo tampoco podía creerlo -dijo él con profunda tristeza-. En primer lugar, nuestra familia lleva en Hampton generaciones. Debido a ello, mucha gente de allí conoce a mis padres, y se ha hablado mucho de ellos.
Sydney se estremeció. La trágica situación que él estaba describiendo presentaba un gran contraste con la feliz vida familiar de la que ella había disfrutado.
– Para empeorar las cosas, el padre de Matt trabajaba en Wall Street. La familia de él y la mía se movían en los mismos círculos sociales. Para evitar preguntas humillantes, dejé de ir a su casa. Con el tiempo, el gimnasio de la parroquia o el despacho del sacerdote se convirtieron en los únicos lugares en los que me sentía seguro y a salvo de las habladurías.
Jarod suspiró y sacudió la cabeza. Después, la miró y prosiguió:
– Cuando acabamos el bachiller, Matt, otros amigos y yo nos fuimos de vacaciones de verano a Europa. Conocimos a muchas chicas y nos pasamos el tiempo de fiesta en fiesta. Después de tres meses de verme libre de los problemas de mi familia, cuando volví a Estados Unidos, fui a estudiar a Yale con una beca que me concedieron.
Sydney sabía que era un hombre extraordinariamente inteligente. Lo que le estaba contando aumentaba su admiración por él.
– Mi padre esperaba que fuera a la universidad de Princeton como mi hermano mayor, Drew, y que fuera a trabajar en el negocio familiar después de acabar los estudios. Liz estaba en Wellesley, pero yo quería ir a un sitio donde no se conociera tanto el apellido Kendall. A mi padre le molestó que no necesitara su dinero para estudiar.
Sydney sacudió la cabeza. Era terrible.
– Mi padre quería que estudiara Derecho y que luego trabajara en el negocio de la familia, pero yo decidí estudiar Psicología; seguramente, debido a que quería entender la dinámica familiar.
– Sí, lo comprendo -murmuró ella.
– Un sacerdote de St. Paul, en Minnesota, vino a dar clases sobre Psicología de la familia un semestre, yo asistí a sus clases y las seguí con sumo interés. Durante una charla que tuve con él al final del semestre, sugirió que asistiera a un seminario en St. Paul, un seminario en el que se podía conseguir un master en Psicología. Cuando me sugirió la idea, me eché a reír y le dije que, de ser católico, lo haría. La perplejidad de Sydney aumentó.
– No volví a verlo. Al final, conseguí mi título y, al mismo tiempo, me separé de la chica con la que llevaba viviendo un año.
¿La chica con la que llevaba viviendo un año?
– ¿Por qué no seguisteis juntos? -preguntó Sydney sin poder evitarlo, celosa de aquella mujer en el pasado de Jarod.
Él le lanzó una mirada penetrante.
– Porque no estaba enamorado de ella y ella quería casarse.
La concisa respuesta la silenció.
– En cuanto conseguí el título, volví a East Hampton y le pedí al padre Pyke que me dijera qué tenía que hacer para hacerme católico. En menos de un año, me bautizaron, hice la comunión y me confirmaron.
Jarod suspiró y continuó:
– Mi padre y la familia entera se enfurecieron conmigo cuando les dije que me iba a la universidad pontificia de Santa Marta en St. Paul, donde mi vida empezó a cobrar sentido.
«Así que eso fue lo que le ocurrió», pensó Sydney.
Incapaz de permanecer sentada, Sydney se puso en pie. La realidad era muy diferente a sus erróneas conjeturas. Ahora no sabía qué decir ni qué pensar.
– El sacerdote que había ido a Yale a dar clases durante seis meses y que se había interesado tanto por mí me ayudó mucho. Una vez que estuve listo para trabajar, hablamos de dónde sería mejor que lo hiciera. Fue entonces cuando me dijo que había una parroquia en Cannon, en Dakota del Norte, que llevaba un tiempo necesitando un párroco. Me habló mucho de la belleza natural del entorno.
Jarod sonrió, interrumpiéndose un momento antes de proseguir.
– Debo admitir que la idea de ponerme al servicio de novecientas personas, que es la población de ese pueblo, me encantó. Es una gente con profundos valores morales, justamente lo contrario a mi familia, y eso me atraía mucho.
»Me entrevistó el obispo de Bismarck y me concedieron el puesto. Eso ocurrió hace diez años. Al principio, quería conocer bien a los feligreses. Viví entre ellos, celebré misas, bautizos y matrimonios y realicé terapia individual y familiar. Jamás había sido tan feliz ni había disfrutado tanto la vida. Gozaba hasta el último minuto del día… hasta que te conocí.