A Sydney le sorprendieron esas palabras.
– Lo último que querría hacer sería apartar a Sydney de su familia y de la gente a la que conoce de toda la vida. Lo que me gustaría sería comprar una propiedad por esta zona y construir una casa para Sydney y para mí.
– No es posible que… -comenzó a decir Sydney.
Jarod volvió la cabeza hacia ella. Había fuego en sus ojos.
– Sí, lo dices en serio -murmuró ella perpleja.
– Por supuesto.
– Pero… ¿de qué trabajarías?
– Lo tengo todo pensado.
CAPÍTULO 6
Sydney sacudió la cabeza.
– Lo que dices no tiene sentido.
– Si no sale bien mi trabajo como psicólogo, tengo otro plan. Hace unos cinco años, compré un terreno para la parroquia y reuní un grupo de voluntarios para plantar ajo. Con el dinero de la venta de los ajos, logramos construir un gimnasio nuevo y un centro para los jóvenes.
– ¿Ha dicho ajo? -lo interrumpió Wayne, recordándole a Sydney que sus padres aún seguían en la estancia.
Evidentemente, Jarod había ocupado todo su interés.
– Sí, ajo. La clase de ajo que puede soportar las bajas temperaturas de esta tierra. El experimento resultó ser todo un éxito.
– No sabía nada de eso -intervino Sydney.
Jarod esbozó una ladeada sonrisa que la dejó sin aliento.
– Hay muchas cosas que no sabemos el uno del otro, pero lo haremos con el tiempo. Y de una cosa estoy seguro: apartarte de tus padres no nos hará feliz a ninguno de los dos.
– Eso es verdad -dijo Margaret, pero a Sydney le pareció que lo decía de modo autosuficiente.
«Mamá, ¿por qué no puedes relajarte un poco?», pensó Sydney.
Jarod se dirigió de nuevo a los padres de Sydney.
– Como era sacerdote, lo más posible es que me encuentre con gente que me conoce; algunos me aceptarán y seguirán siendo amigos y otros me rechazarán, como bien han dicho ustedes.
Jarod se aclaró la garganta un momento antes de proseguir:
– Mi tiempo como sacerdote fue el tiempo más feliz de mi vida. Pero, como descubrí después de conocer a Sydney, ahora lo único que me haría feliz es estar casado y tener hijos con la mujer a la que amo.
Jarod miró fijamente a Margaret y a Wayne, y continuó:
– No he abandonado la religión. Iré a la iglesia como ustedes van a la suya. Que Sydney me acompañe o no será elección suya. Si tenemos hijos, me gustaría que fueran a la iglesia, pero no me importaría a cuál.
»Durante el tiempo que estuve aconsejando a parejas, he aprendido que los padres que van con sus hijos a la misma iglesia les proporcionan confianza y seguridad. Sydney y yo tendremos que hablar de ello. Pero si ella quisiera llevar a los niños a su iglesia local, yo los acompañaría y luego iría a la mía solo.
»Pero con el fin de comenzar nuestro matrimonio con buen pie, esperaba que pudiéramos casarnos en su casa, rodeados de sus familiares y amigos.
«Nunca lo conseguirás, Jarod. Jamás», pensó Sydney con tristeza.
– Por supuesto, invitaría a mi familia, aunque no sé si vendría alguien.
– ¿Por qué? -preguntó Margaret después de intercambiar una significativa mirada con su marido.
– Porque jamás les gustó que me hiciera sacerdote, como les pasa a ustedes. Mi madre me envía una tarjeta de felicitación por mi cumpleaños y otra por Navidad. Mi hermano y mi hermana me llaman muy de vez en cuando.
Sydney se levantó de su asiento.
– ¿Y tu padre?
– Escribo a mis padres todos los meses, pero mi padre jamás me ha respondido. Hace diez años que no estoy en contacto con él.
Un gemido ahogado escapó de los labios de Sydney.
– Eso es horrible.
Unas sombras oscurecieron los ojos de él.
– Sí, pero es la realidad. Pero no quiero que a ti te suceda lo mismo.
Sydney se estremeció. Aún sosteniéndole la mirada, Jarod dijo:
– Si nuestro matrimonio fuera a separarte de tu familia, sufriríamos mucho.
Tras ese comentario, él se puso en pie.
– Voy a marcharme. Tú quédate aquí a pasar la noche. Yo iré al hotel y volveremos a hablar por la mañana.
– No, Jarod, me voy contigo -volvió a pensar en lo mucho a lo que Jarod había renunciado para estar con ella.
– Jarod tiene razón, Sydney. Tenemos que hablar entre nosotros, a solas. Lo acompañaré a la puerta, Jarod -dijo Wayne.
Jarod se aproximó a ella para darle un beso en la mejilla. Con los ojos, le dijo sin palabras que aquella separación iba a ser una agonía para él también.
– Llámame luego al móvil -le susurró Jarod.
Sydney asintió, conteniéndose para no arrojarse a sus brazos.
Cuando los dos hombres salieron de la estancia, su madre le lanzó una interrogante mirada.
– ¿De dónde saca un sacerdote el dinero para comprar tierras y una casa?
«Oh, mamá».
– Ven a la cocina y te lo explicaré.
Sydney se adelantó y, de un armario, sacó un paquete de harina.
– ¿Sabes qué marca es?
En ese momento, su madre ató cabos. Alarmada, miró a su hija.
– Mamá, Jarod es una persona maravillosa -se limitó a decir ella.
Su madre tenía una expresión que ella conocía bien.
– Desde luego, no se puede decir que no sea directo.
– ¡Es mucho más que directo! -gritó Sydney con frustración.
Su madre lanzó un extraño gemido.
– Sí, lo siento por ti, Sydney, te ha quitado el juicio. Ese hombre tiene el poder de destruirte.
Bajo la aparente intransigencia de su madre, Sydney detectó auténtica angustia.
– Yo también estoy algo asustada, mamá -confesó Sydney-. Pero lo que más me asusta es la posibilidad de no verlo nunca más.
– Lo sé.
Su madre se dio media vuelta y se marchó de la cocina.
Jarod miró los distintos canales de televisión sin encontrar nada que atrajera su atención mientras esperaba la llamada de Sydney.
Había vivido y trabajado durante diez años con la gente del Medio Oeste, pero tenía que admitir que los padres de Sydney eran casi impenetrables. Su crítico estoicismo explicaba la profundidad del sentimiento de culpa de Sydney. Nada podía intimidar más a un niño que el tono de censura en la voz de uno de sus padres.
Pero la simple idea de pasar el resto de la vida sin ella le causaba pavor.
A las once de la noche ya no podía aguantar más y fue a darse una ducha. Cuando regresó al dormitorio, vio una luz azul intermitente en el teléfono móvil, que había dejado encima de la mesilla de noche.
¿Sydney? Sólo un puñado de personas conocía su número.
Corrió a responder la llamada.
– Sydney…
– Jarod -respondió ella casi sin respiración-. ¿Dónde estabas que no contestabas?
– Estaba esperando tu llamada. Como no llamabas, había ido a darme una ducha.
Se hizo un profundo silencio.
– ¿Has estado ahí, en la habitación, todo el tiempo?
– ¿Adónde iba a ir sin ti?
– Yo… no lo sé -contestó ella.
Pero él notó algo extraño.
– Sydney, si no somos completamente honestos el uno con el otro, no vamos a llegar a ninguna parte. Dime por qué estás tan preocupada.
Jarod creía saberlo, pero tenía que oírselo decir a ella.
– No puedes negar que tienes amigos aquí, en la diócesis de Bismarck -dijo ella con voz temblorosa.
– Cierto. Y habrá veces que quiera verlos, pero te prometo que, antes de ir a verlos, te lo diré.