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– Sé que hay algo más. ¿Qué es, Steve?

El chico encogió los hombros antes de contestar.

– Linda Smoot está diciéndole a todo el mundo que va a ir al infierno por lo que ha hecho.

Sydney cruzó los brazos.

– Y su padre también ha dicho que va a hacer que lo echen del trabajo y que a ti te va a hacer la vida imposible si os casáis -añadió Steve.

– Gracias por decírmelo, Steve.

Furiosa por las habladurías, Sydney fue rápidamente a su casa, se duchó y se puso unos vaqueros y un suéter. Cuando acabó, era la hora de que Jarod llegara a recogerla.

Pero una hora después, Jarod no se había presentado en la casa ni había llamado. Sydney decidió ir en su coche a AmeriCore a buscarlo.

– Hola, Maureen -dijo Sydney cuando llegó a las oficinas de AmeriCore.

La otra mujer, mayor que ella, apartó los ojos de la pantalla del ordenador y le dijo:

– Supongo que ya lo sabes.

Sydney se acercó a su mesa.

– ¿Qué pasa? Uno de mis alumnos me ha dicho que Jarod tenía problemas, pero yo pensé que eran habladurías.

Maureen le lanzó una mirada compasiva.

– Ojalá fuera así. Jarod está en su despacho con el abogado de la empresa. Como he sido yo quien lo ha contratado, mi puesto de trabajo también está en peligro.

– ¿Porqué?

– Algunos miembros de la junta directiva de AmeriCore aquí, en Montana, han decidido que un antiguo sacerdote no es la persona indicada para ocupar el puesto de psicólogo de la empresa.

– ¡Eso es absurdo! Lleva realizando ese tipo de trabajo diez años. Está licenciado por la universidad de Yale y ha asistido a cursos especiales en una escuela profesional en Minnesota.

– Y por eso lo contraté.

– ¿Quiénes son los miembros de la junta directiva?

– Entre otros, Tim Lockwood y Randall Smoot.

Ahora lo comprendía.

– La hija de Smoot, Linda, está en mi clase de inglés. Ha estado divulgando rumores por el colegio.

– No me sorprende nada. Su familia es muy influyente, son gente de mucho dinero.

Lo que Maureen no sabía era que, en lo que al dinero se refería, Jarod estaba respaldado por la fortuna de la empresa Kendall. Si necesitaba ayuda de un abogado, su hermano Drew era un abogado importante en Nueva York. Randall Smoot no podía compararse a un Kendall.

– ¿Sydney?

En el momento en que oyó la voz de Jarod, Sydney corrió hacia la sala de conferencias, de la que Jarod acababa de salir junto a otro hombre de mediana edad.

– Cariño, éste es Jack Armstrong, el abogado de la empresa que ha venido de Chicago. Jack, ésta es mi prometida, Sydney Taylor.

– Encantada -lo saludó Sydney, y le estrechó la mano.

Al cabo de unos momentos, el abogado se despidió de ambos y se marchó. Cuando se quedaron solos, Jarod la hizo entrar en la sala de conferencias, cerró la puerta y la tomó en sus brazos para después besarla con profunda pasión.

– ¿Pueden hacerte algo? -preguntó Sydney al cabo de unos minutos, cuando separaron sus labios.

– Si un grupo de gente decide ir por ti y tienen el dinero suficiente para hacerlo, sí que pueden hacerme daño.

– ¿Porque nadie que haya sido sacerdote puede ocupar este puesto de trabajo? Si eso fuera verdad, Maureen no te habría contratado.

– No, eso no pueden hacerlo. Pero sí pueden decir que un hombre que ha vestido sotana y que después la ha abandonado no es la persona idónea para aconsejar a otras personas con problemas. Ahí sí pueden hacerme daño.

– Steve Carr me comentó que algo pasaba. Me dijo que la hija de Smoot estaba hablando de ti en el colegio.

La expresión de Jarod se tornó impenetrable.

– Aún no nos hemos casado y mi trabajo ya está en peligro por haber sido sacerdote.

Sydney lo besó en los labios.

– Si crees que me importa lo que la gente piense es que no me conoces.

Jarod la estrechó contra sí.

– He retrasado la cita con el pastor para esta noche -dijo Jarod al cabo de unos momentos-. Lo que más me preocupa de este asunto es que el trabajo de Maureen también corre peligro.

– Maureen ha demostrado ser una mujer inteligente al contratarte -Sydney sonrió-. Hay que enfrentarse a la gente como Smoot. Las personas así deberían reflexionar sobre sí mismas en vez de juzgar a los demás con tal estrechez de miras.

– Sí, es horrible.

Jarod le dio un apasionado beso en la boca.

– Bueno, ¿te parece que vayamos a reunirnos con el pastor para arreglar el asunto de nuestra boda?

A Sydney le encantó oír una nota de alegría en la voz de él.

– Perfecto.

Agarrados del brazo, salieron de la sala de conferencias.

Jarod se detuvo delante del escritorio de Maureen.

– Buenas noches, Maureen.

– Buenas noches a los dos. Hasta el lunes, Jarod.

– Me encanta que seas tan optimista.

La otra mujer lanzó una carcajada.

CAPÍTULO 8

El martes de la semana siguiente acababa de llegar a su casa del instituto cuando sonó el teléfono.

– ¿Sí? -contestó ella pensando que sería Jarod, que solía llamarla a esas horas todos los días.

– ¡Alooooohhhhaaaaa!

– ¡Gilly, ya estás aquí!

– ¡Sí!

– ¿Qué tal?

– No hay palabras para describirlo -respondió Gilly con voz temblorosa.

– Te comprendo perfectamente.

– Cuéntamelo ya -dijo Gilly, dándose cuenta de que algo le ocurría a su amiga.

Sydney sonrió.

– ¿De cuánto tiempo dispones?

– Estoy totalmente disponible hasta que mi amo vuelva.

– Y seguro que estás deseando oírme, ¿no?

– Sí, lo confieso.

– Bueno, como sé que tu marido está loco por ti y que no tardará en volver, intentaré contártelo todo rápidamente.

– Has conocido a un hombre, lo sé.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque te lo noto en la voz. Después de lo de Jarod, no creía que…

– Es Jarod -la interrumpió Sydney.

Se hizo un profundo silencio al otro lado de la línea y Sydney se imaginó a Gilly levantándose del suelo después de haberse desmayado por la impresión.

Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando empezó a explicarle la situación a su amiga:

– Dejó el sacerdocio y vino a buscarme hace diez días. Nos vamos a casar el sábado a las diez de la mañana, en Ennis. Queremos que Alex y tú seáis testigos de nuestra boda.

– ¡Sydney! -gritó su amiga-. Haz el favor de empezar todo por el principio. No te saltes nada. Quiero saberlo todo, absolutamente todo.

Sydney había estado esperando ese momento. Gilly era la única persona que sabía cuánto había agonizado durante quince meses. Sólo Gilly, que había perdido a su primer marido, Kenny, podía comprender la clase de sufrimiento que ella había padecido.

Resultó muy terapéutico confiarle todo a su amiga; sobre todo, las buenas noticias.

Después de diez minutos, Sydney llegó a lo triste de la historia.

– La pena es que ningún miembro de nuestras familias va a venir a la boda.

– ¿Tus padres no van a ir?

– No. Los he llamado por teléfono para decirles el día y la hora. Jarod ha hecho lo mismo con su familia, pero nadie nos ha contestado.

– Es horrible. Sin embargo, sé lo mucho que quieres a Jarod. Y él tiene razón, a los treinta y ocho años no puede perder más tiempo.

Continuaron hablando hasta que, por fin, cortaron la comunicación.

Sydney se preguntó por qué Jarod no la habría llamado aquella tarde y decidió ir a buscarlo al trabajo para darle una sorpresa. Su jornada laboral estaba a punto de terminar.

Una hamburguesa y una película la ayudarían a soportar otra tarde mientras esperaba a estar con él día y noche durante el resto de sus vidas.

Maureen le sonrió cuando ella entró en la oficina.

– Jarod está ocupado -le dijo Maureen.