– ¡Pero no la Iglesia! -dijo Rick alzando algo la voz:
– No, eso nunca.
Rick lanzó un suspiro.
– ¿Está seguro de que ella le corresponde?
– Eso creo.
– ¿Y si los sentimientos de ella hacia usted han cambiado?
– Es un riesgo que debo correr.
– ¿Ha considerado la posibilidad de que lo rechace?
– Es una posibilidad. Pero al margen de las circunstancias, si quiero que me escuche, tengo que presentarme delante de ella como una persona normal y corriente.
– Pero si no lo escucha, habrá abandonado todo lo que ha logrado hasta ahora por nada.
– Así es.
Rick se puso en pie y miró duramente a Jarod.
– ¿Se ha acostado con ella?
– No. Nos abrazamos un momento, cuando ella me dijo que se marchaba, pero no hicimos nada más, aparte de desearnos.
Una expresión de preocupación cruzó el rostro de Rick.
– En ese caso…
– Eso da igual, Rick. Lo importante es lo que sentíamos, algo que no puedo expresar con palabras. Han transcurrido quince meses. Voy a cumplir treinta y ocho años. Cada minuto que pasa es tiempo que estamos separados y no podremos recuperar.
– No podrá casarse por la Iglesia.
– Lo sé.
– ¿Es practicante?
– No, Sydney no es católica.
– ¿Qué?
– Fue bautizada, en la Iglesia Luterana, pero hace años que no ha ido a una iglesia.
– Perdóneme lo que voy a decir, Padre, pero en su caso quizá sea una ventaja.
Un extraño sonido escapó de la garganta de Jarod.
– Rick, ya no soy sacerdote.
– Para mí sí lo es.
– Aparte del obispo de la diócesis, has sido mi mejor amigo; por tanto, voy a recordarte que no existe una solución mágica a este problema.
– Kay lo va a pasar mal. Le considera el sacerdote perfecto.
Jarod frunció el ceño.
– Ése es el problema con la perfección, que no existe.
– Kay rezará por que le vaya bien, Jarod.
– Lo sé. Y para hacérselo más fácil, me marcharé temprano por la mañana, antes de que se levante. Será más fácil para todos. El padre Lane estará al frente de la parroquia de momento, le dirá a todo el mundo que me he ido de retiro. Cuando elijan al nuevo párroco, supongo que las aguas habrán vuelto a su cauce normal.
– ¿Cómo va a ganarse la vida?
– En principio, lo he arreglado todo para trabajar como psicólogo en Gardiner, Montana. Es una ciudad a ocho kilómetros del parque Yellowstone. De ese modo, cuando Sydney y yo estemos casados, ella podrá continuar trabajando como guardabosque del parque; es decir, si quiere.
– ¿Es guardabosque?
– Sí.
– ¿Sabe que va a ir? ¿Lo está esperando?
– No -las manos de Jarod se cerraron en puños-. Tengo que sorprenderla. Lo que me diga no importa, leeré la verdad en sus ojos.
– Puede que se desmaye al verlo. ¿Ha pensado en esa posibilidad?
– No creo que sea la clase de mujer que se desmaya.
– Pues a mí no me extrañaría que lo hiciera después de haberlo conocido como el padre Kendall. Nunca he conocido a un hombre con más valor que usted.
– ¿Con valor? -repitió Jarod incrédulo.
– Sí. Tiene el valor de conocerse a sí mismo lo suficiente como para enfrentarse al mundo con la convicción de que está haciendo lo que debe hacer.
Jarod sacudió la cabeza.
– Eres único, Rick. De todos modos, estar convencido de que lo que estoy haciendo es lo que debo no significa que no sienta una profunda tristeza por dejar la vida que me ha hecho feliz durante los últimos años.
– A mí también me produce una profunda tristeza. Voy a echarlo mucho de menos.
– Es mutuo -los dos hombres se miraron solemnemente-. Bueno, es hora de que vayamos a la cama. Mañana vas a tener mucho trabajo ayudando al padre Lane.
– Ahora mismo voy a acostarme. Pero antes, prométame una cosa.
– Lo que quieras.
– Manténgase en contacto conmigo.
– Por supuesto.
Rick se levantó y se detuvo al llegar a la puerta.
– He querido y respetado al padre Kendall, y que se haya quitado la sotana no cambia nada. Si se casa, Kay y yo estaríamos encantados de asistir a la boda. Lo consideraría un honor.
Jarod se quedó contemplando a su amigo.
– No es una cuestión de si, sino de cuándo.
Sydney había solicitado por teléfono un coche de alquiler. Cuando llegó a Bismarck, tenía la intención de subirse al coche e ir directamente a casa de sus padres, en las afueras de la ciudad.
Pero después de salir del aeropuerto, vio la señal indicando Cannon. Sólo a setenta kilómetros. Podría verlo celebrando misa. La misa era a las diez. Le daba tiempo. Si se sentaba en los últimos bancos, él no la vería.
Sólo unos minutos que recordaría toda la vida…
Pisó el acelerador sin importarle que la policía pudiera detenerla y multarla por exceso de velocidad. No le importaba. Lo único que le importaba era verlo.
Después de aparcar el coche, esperó fuera hasta casi las diez en punto; entonces, se mezcló con un grupo de fieles y entró en la iglesia. La tapaban lo suficiente para deslizarse en el último banco sin ser vista. Para mayor seguridad, bajó la cabeza… Pero la levantó al oír una voz de hombre desconocida iniciando la misa.
El sacerdote que estaba celebrando la misa era mayor.
¿Dónde estaba el padre Kendall?
Angustiada y desilusionada, Sydney no tuvo más remedio que quedarse allí, esperando que la misa concluyera. Después, salió de la iglesia a toda prisa.
Cuando llegó al coche, una mujer mayor que ella estaba subiéndose al vehículo aparcado al lado del suyo.
Sydney no pudo evitar preguntarle:
– ¿Sabe por qué el padre Kendall no ha celebrado la misa hoy?
– Alguien ha dicho que está enfermo.
La noticia la llenó de temor.
– Qué pena.
– Lo mismo pienso yo. No hay nadie como él.
«No, nadie».
Sydney sonrió forzadamente a la mujer.
– Que tenga un buen día.
Inmediatamente, Sydney se montó en el coche alquilado, temiendo que la mujer quisiera seguir charlando.
¿Estaba enfermo? ¿Cómo de enfermo?
Con lágrimas en los ojos, condujo hasta Bismarck a más velocidad que nunca. De camino, llamó a sus padres para decirles que se le había pinchado una rueda y ése era el motivo del retraso.
Nadie se enteraría jamás de lo que había hecho. No volvería nunca a pensar en el padre Kendall. Aquello era el fin.
¡El fin de su obsesión con él!
Dos horas más tarde, Sydney entró en la casa por la puerta de la cocina detrás de su padre. Después de haber estado cabalgando con él durante un rato, necesitaba una ducha.
– El almuerzo está listo -anunció su madre.
– Volveré dentro de cinco minutos -le prometió Sydney.
Regresó inmediatamente, llevando un par de pantalones vaqueros limpios y una blusa. La única diferencia entre su ropa y la de sus padres era que éstos llevaban camisas a cuadros.
– Asado, mi comida preferida. Gracias, mamá.
Una vieja costumbre en Dakota del Norte. Tanto sus abuelos como sus bisabuelos almorzaban a las doce del mediodía. Sus padres hacían lo mismo. La carne de vaca se comía casi a diario.
– ¿Qué te parece ahora la zona sembrada? -le preguntó su madre.
– Bien. He notado que de junio a aquí te has deshecho de las malas hierbas -respondió ella antes de dar un mordisco a la mazorca de maíz.
Su madre sonrió.
– En vez de utilizar herbicidas, este año tu padre ha decidido utilizar métodos biológicos. Ha introducido unos escarabajos.