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– Gracias, Cindy -Jarod le dio la mano-. Ha sido un placer conocerla.

Al cabo de cinco minutos, se subió al coche y condujo hasta el grupo de cabañas.

Después de escribir una nota, Jarod dejó la hoja de papel doblada hacia el lado de dentro de la puerta de rejilla con el fin de que Sydney pudiera verla a su regreso de California.

De vuelta en el coche, puso el motor en marcha y se alejó en dirección a Gardiner. Esperaba una llamada de ella a su teléfono móvil al día siguiente por la noche.

No obstante, no pudo acallar una voz interna que preguntaba impertinentemente:

«¿Y si no te llama?»

«¿Y si no quiere saber nada de ti?»

CAPÍTULO 2

Lo peor de ser profesora de un colegio era aguantar los tres primeros días de reuniones con los otros profesores antes de conocer a los estudiantes. El lunes a las siete y media de la tarde, Sydney, agotada, salió del instituto Elkhorn y se subió al coche. Después de las reuniones del día, la Asociación de Padres y Profesores había dado una cena en la cafetería del instituto. Al día siguiente tendría que volver a casa temprano con el fin de pintar las paredes del dormitorio antes de volver al colegio el viernes.

A sólo dos manzanas del colegio, Sydney entró en la zona de estacionamiento del edificio de ocho apartamentos y aparcó su jeep. Necesitaba una ducha y meterse en la cama.

Antes de llegar a la puerta de su piso en la planta baja, sintió que no estaba sola, aunque supuso que se trataba de alguno de los otros inquilinos que acababa de llegar, igual que ella. Entonces, oyó la voz de un hombre llamándola.

La forma en que pronunció su nombre conjuró recuerdos que le erizaron la piel.

No…

No podía ser…

Sydney se volvió despacio. El cansancio estaba haciendo estragos en ella, eran alucinaciones. Además, había dos cosas que le hicieron decidir que estaba equivocada, que ese hombre era un desconocido. En primer lugar, iba vestido con un traje de color tostado y corbata. En segundo lugar, ese hombre de pelo negro azabache no llevaba barba.

Contempló con detenimiento el fuerte mentón, la ancha mandíbula ensombrecida por una incipiente barba. La boca viril insinuaba una agresividad que le hizo tragar saliva.

– Sydney… -susurró él, notando su estado de confusión.

La profunda cadencia de aquella voz se le clavó en el corazón. No, no era una equivocación. Sydney se apoyó en la puerta de su casa, no se tenía en pie.

Él avanzó hacia ella.

– ¡No, no me toques! -rogó Sydney.

Pero él, ignorando la protesta, le agarró los brazos para sujetarla y Sydney sintió como si la quemara con su calor.

– Te soltaré cuando puedas caminar sin ayuda.

Sydney echó la cabeza hacia atrás.

– Vamos, entremos en tu casa -él le quitó las llaves de la mano y abrió la puerta.

Convencida de que estaba alucinando, Sydney empezó a sentirse mareada. Las piernas se negaron a obedecerla. Se le nubló la vista…

Con fuerza masculina, él la levantó en sus brazos y la llevó hasta el cuarto de estar. Después de dejarla tumbada en el sofá, desapareció.

Volvió al cabo de un minuto con un vaso de agua en la mano.

– Bebe todo lo que puedas -le dijo él sujetándole la cabeza y llevándole el vaso de agua a los labios.

Aunque todo le daba vueltas, Sydney vació el vaso. Él lo dejó encima de la mesa de centro. Sydney vio esos ojos como los recordaba, verdes como esmeraldas ardientes que, junto con el resto de sus rasgos viriles, le convertían en un hombre imposiblemente atractivo. Lanzó un gruñido de rechazo.

Cuando se convenció de que era él en carne y hueso, empezó a recuperar las fuerzas. Al cabo de un par de minutos, logró ponerse en pie, desesperada por disimular el hecho de que se le había quedado mirando con un deseo que él tenía que haber notado.

Jarod estaba a cierta distancia de ella con las manos en las caderas, recordándole una vez más que era irresistible.

En Cannon, la barba le daba un aspecto más distante. Ahora, sin ella…

Sydney se frotó los brazos como si tuviera frío, aunque las múltiples y distintas emociones la estaban consumiendo. Pero, sobre todo, le encolerizaba que él hubiera ido allí a ahondar la herida que nunca había cicatrizado.

– Debo admitir que eres la última persona en el mundo a quien esperaba ver, y menos aquí -dijo ella.

Los ojos de Jarod brillaron.

– Es evidente que no has leído mi nota.

A Sydney le costó respirar.

– ¿Qué nota?

– La que te dejé en la puerta de la cabaña en Old Faithful.

Sydney se llevó una mano a la garganta.

– ¿Cuándo la dejaste?

– El sábado.

El sábado le habían dicho a ella que Jarod estaba enfermo. No obstante, ahora que lo veía, se daba cuenta de que nunca lo había visto tan sano.

– Yo… ya había dejado la cabaña y el sábado estaba en casa de mis padres.

Jarod asintió.

– Al no tener noticias tuyas anoche ni hoy, llamé al jefe de guardabosques, el señor Archer. Fue él quien me dijo que ibas a trabajar aquí de profesora.

Sydney no salía de su sorpresa.

– Yo… ¿cómo sabías que era guardabosque?

– Es muy largo de contar -la voz de él sonó rasposa-. He venido tan pronto como he podido.

Sydney lo miró con perplejidad.

– ¿Qué quieres decir?

Jarod ladeó la cabeza.

– El día que te marchaste de Cannon, me dijiste: «Yo no puedo quedarme y tú no puedes venir, ¿verdad?». En ese momento no pude darte una respuesta.

La cólera la consumió al recordar su sufrimiento.

– ¿Y ahora sí puedes? -preguntó ella en tono burlón, pero agonizando al recordar el beso de despedida-. Si has decidido separarte de Dios durante unas cortas vacaciones y pasarlas conmigo, olvídalo. Búscate a otra antes de volver a tu rebaño, padre Kendall.

Los rasgos de él endurecieron, sus facciones parecían esculpidas en granito.

– Me llamo Jarod. Me gustaría que me llamaras por mi nombre de pila.

Sydney sacudió la cabeza.

– ¿Quieres decir que te llamas Jarod mientras estás aquí, en Cannon?

Jarod se quedó mirándola unos momentos.

– Es evidente que necesitas más tiempo para hacerte a la idea de que realmente estoy aquí.

– ¿Tiempo? -repitió ella en tono seco-. Admito que hubo un tiempo en que, aun consciente de lo absurdo de la idea, esperaba que me dijeras que me amabas tanto como para dejar tu vocación por mí. Así era de estúpida y así estaba de enamorada. Pero la persona que era hace quince meses ya no existe. Y estás muy equivocado si crees que voy a rendirme a tus pies porque tengas unos días libres y te hayas quitado la sotana.

Al segundo de haber pronunciado aquellas palabras, Sydney se dio cuenta de su sinsentido. Hacía tan sólo unos minutos, casi se había desmayado al verlo.

– ¡No quiero saber nada de ti ni de tu vida! -gritó al instante siguiente.

¡Qué hipócrita!

– ¡Por favor, vete!

– Yo también te he echado de menos, Sydney. Intenta descansar. Te veré mañana -fue todo lo que Jarod dijo antes de marcharse.

Como si hubiera sobrevivido a un naufragio, Sydney se quedó de pie muy quieta sin comprender qué había ocurrido.

Después de haber hecho todo lo posible por olvidarlo, era una crueldad reaparecer otra vez en su vida. Jarod sabía por qué ella se había marchado de Cannon. Uno de los dos tenía que marcharse y, por supuesto, no podía ser el párroco que dedicaba su vida a la Iglesia y a los feligreses.

La mañana que se marchó de Cannon, se pasó por el despacho de él para despedirse. Otra grave equivocación. Una equivocación de la que siempre se arrepentiría.

Jarod no sabía que se iba. Cuando se lo dijo, se levantó de su butaca y se acercó a ella, quedándose de pie junto a la puerta cerrada. Ella se alegró de la angustia que vio en los ojos de Jarod; por primera vez, se quitaba la máscara, permitiéndole ver sus emociones. Vio gran pesar en las profundidades de los ojos de Jarod.