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Ella quería que sufriera. Era egoísta por su parte, pero no podía evitarlo.

– ¿En serio te vas? -había susurrado Jarod con voz espesa y grave.

– Ahora mismo, en cuanto salga de este despacho. Tengo el equipaje en el coche.

– Sydney…

La forma en que pronunció su nombre le llegó al alma.

– No puedo quedarme -dijo ella con voz temblorosa-. Tú no puedes venir conmigo, ¿verdad?

Se sostuvieron la mirada durante una eternidad. De improviso, Jarod la estrechó en sus brazos y la besó en la boca. Le dio a probar el sabor de las cosas que nunca compartirían.

Por fin, Sydney arrancó sus labios de los de Jarod y se escapó de sus brazos, de su despacho, de la pequeña ciudad que jamás volvería a ver. Desde entonces, no había dejado de escapar.

A excepción del sábado pasado, cuando lo único que había querido era volverlo a ver sin que él lo supiera.

¿Cómo se había enterado de dónde vivía? Buscarla en Yellowstone había sido una inconsciencia por parte de Jarod. Cuando volviera a Cannon, ¿confesaría lo que había hecho?

«¡Maldito seas, padre Kendall!»

Temblando a causa de todo lo que sentía y no podía controlar, empezó a desnudarse para darse una ducha. Cuando el teléfono móvil sonó, se sobresaltó.

Sydney sacó el teléfono del bolso y pulsó una tecla.

– ¿Diga? -respondió Sydney con voz tensa.

– Hola, Sydney -dijo Cindy Lewis en tono incierto.

No era el padre Kendall.

– Hola, Cindy.

– Tienes la voz un poco rara. ¿Te pasa algo?

Sydney respiró profundamente.

– No, no me pasa nada. Estaba a punto de acostarme.

– ¿Qué tal la boda?

– Estupenda. Jamal Carter me pidió que te saludara de su parte.

– ¿En serio? -inquirió Cindy con entusiasmo.

– Sí. Su madre y su hermana fueron con él desde Indianápolis a la boda. Son tan simpáticas como Jamal. Me he enterado de que Alex y Gilly lo han invitado a quedarse en su casa y a trabajar en el parque el verano que viene.

– ¿De verdad?

– De verdad. Tengo fotos de Jamal con esmoquin. Haré una copia para ti. Está más guapo aún con esmoquin que con uniforme.

– Jamad está muy bien.

– Sí, cierto -Sydney se pasó la mano por la frente-. Cindy, lo siento, pero estoy cansada. Te llamaré la semana que viene y charlaremos largo y tendido, ¿de acuerdo?

– Sí, por supuesto. Pero antes de que cuelgues, quería decirte que un hombre vino al parque el sábado y preguntó por ti.

– ¿Quién? -Sydney se hizo la tonta.

– Salió del centro sin darme su nombre, pero me dijo que te conocía de cuando trabajabas de profesora en Cannon.

– ¿En serio?

– Sí. Y además donó mil dólares para el nuevo centro.

A Sydney casi se le cayó el teléfono. ¿De dónde sacaba un cura tanto dinero? ¿Y por qué había hecho esa donación?

– Qué generoso. ¿Estaba allí con su familia?

– No lo sé. Entró solo al centro. Era más guapo que un actor de cine.

Sydney había pensado lo mismo la primera vez que había visto a Jarod. Tenía el aspecto de un hombre del Mediterráneo, con ojos verdes como los de un gato.

Aparte de que era sacerdote y que su nombre de pila era Jarod, Sydney no conocía ningún otro dato personal del padre Kendall. No sabía nada de su familia, de dónde era ni si sus padres aún vivían.

– ¿Preguntó por mí específicamente?

– No estoy segura. Me dijo que conocía a una mujer que trabajaba de guardabosque en el parque. Yo le pregunté cómo se llamaba y él me dijo que Sydney Taylor. Le dije que había trabajado contigo todo el verano y que habías ido a California a una boda. El me preguntó por tu cabaña para dejarte una nota.

Así que eso era lo que había ocurrido…

– ¿Viste la nota?

– Me temo que no -contestó Sydney.

Al momento, le contó a Cindy lo de su traslado a Gardiner y su nuevo trabajo de profesora.

La joven Cindy pareció muy desilusionada por la noticia, pero Sydney le prometió mantenerse en contacto. Después, la conversación volvió al padre Kendall.

– ¿Podría ser ese hombre un antiguo novio tuyo?

– No -respondió inmediatamente Sydney-. Lo más probable es que sea el padre de algún antiguo alumno mío, pero no consigo adivinar quién. En fin, no importa. Te llamaré pronto, ¿de acuerdo?

– Sí, claro. Adiós.

Cuando Sydney colgó, aún temblaba. El padre Kendall se había tomado muchas molestias intentando encontrarla. ¿Por qué?

Sintiéndose acorralada y desesperada, Sydney se preparó para acostarse y luego se dejó caer encima de la cama, sollozando.

A la mañana siguiente, tras una noche inquieta, Sydney se levantó, se dio una ducha y se vistió con unos vaqueros y una blusa. Después de pintarse los labios, agarró el bolso y abrió la puerta del piso para salir. Al instante, casi se chocó con el sólido cuerpo de un hombre, que la sujetó agarrándola de los brazos.

Sydney alzó el rostro y se encontró frente al padre Kendall, que la miraba fijamente.

Casi sin respiración, Sydney se soltó de él. Aquella mañana iba vestido con un polo de color granate y unos vaqueros gastados.

No había en el mundo un hombre tan guapo y con un cuerpo tan perfecto como él.

En ese momento, Sydney decidió que, en vez de seguir tratando de evitarlo, lo mejor sería averiguar lo que ese hombre quería. De lo contrario, su propia confusión interior acabaría destrozándola.

– ¿Qué quieres? -preguntó ella con resignación.

Jarod permaneció quieto.

– Me alegro de que te hayas dado cuenta de que tenemos que hablar, Sydney.

– Tengo que ir al colegio ahora, pero terminaré las clases a las cuatro.

– Entonces volveré aquí a recogerte a las cuatro y cuarto.

La tenía acorralada.

– De acuerdo.

Quizá estuviera equivocada, pero habría jurado ver en los ojos de él un brillo de satisfacción antes de acompañarla al coche y despedirse de ella. Al igual que un titiritero, era él quien manejaba la situación.

El resto del día pasó casi sin sentir. Pronto, se encontró de vuelta en su casa y con él, que le propuso charlar en otro lugar.

Sydney, evitando su mirada, asintió y empezó a caminar hacia un coche azul aparcado delante del edificio de apartamentos. Mientras caminaban, sintió la mirada de él en su perfil.

Quizá aquel encuentro fuera en realidad lo que ambos necesitaban para cerrar un asunto pendiente. Una vez que él se marchara de Gardiner, ambos volverían a sus vidas por separado y no volverían a volver la vista atrás. Aquello iba a ser el fin de su relación.

Con una mirada soslayada, Sydney notó que él llevaba el pelo algo más largo que antes. Cuando volviera a su parroquia, con el pelo más largo y sin la barba, los feligreses iban a llevarse una sorpresa.

Sydney tragó saliva. No podía existir un hombre más atractivo que él. Aquel extraordinario físico la hizo agarrarse a la portezuela del coche durante un momento mientras luchaba por controlar sus emociones.

– Estás preciosa, Sydney.

Las primeras palabras que escaparon de la boca del padre Kendall la dejaron estupefacta. Acababa de destruir el mito de que ella pudiera olvidarlo algún día. De hecho, el comentario fue como un asalto verbal a sus sentidos.

Evitando sus ojos, Sydney se subió al coche. Temerosa de que la tocara y se diera cuenta de sus verdaderos sentimientos, Sydney hizo lo posible por mantenerse apartada de él; pero accidentalmente le rozó el pecho y una oleada de deseo se apoderó de ella.

Aún no podía creer que ese hombre estuviera en Montana y que fuera a ir a algún sitio con él en coche.

Un par de residentes del edificio la saludaron con la mano y le sonrieron. Podían ver que un alto y moreno desconocido la acompañaba.