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Ella asintió en dirección a sus vecinos antes de que el padre Kendall se subiera también al coche y se sentara al volante.

Sydney sintió los ojos de él.

– Vivir en un edificio de apartamentos es como vivir en una pecera, igual que me pasaba a mí cuando vivía en Cannon.

¿Cuando vivía? ¿En pasado?

Sorprendida, Sydney volvió el rostro para mirarlo. Él puso en marcha el coche y se dirigió hacia el centro de la ciudad.

– ¿Te han trasladado a otra parroquia?

Lo oyó respirar hondamente.

– Preferiría contestarte cuando lleguemos a nuestro destino. Ahí, en el asiento trasero, hay unas hamburguesas y patatas fritas. Pensé que podíamos comer de camino.

¿De camino adónde?

Sydney había pensado que iba a invitarla a cenar. Ahora, el misterioso comportamiento del padre Kendall empezaba a alarmarla.

Comer algo quizá la ayudara a calmar los nervios. Por eso, se desabrochó el cinturón de seguridad y agarró una bolsa del asiento posterior. En la bolsa, además de las hamburguesas y las patatas fritas, había dos refrescos y unas raciones de tarta de queso. Puso los refrescos entre su asiento y el de él y le dio una de las hamburguesas.

Después de darle las gracias, el padre Kendall comenzó a comer con buen apetito. Por lo general, ella salía con hambre del colegio; pero ese día, los nervios se le habían agarrado al estómago y sólo pudo dar unos mordiscos a la hamburguesa.

– Está buena -murmuró ella con el fin de interrumpir el silencio.

– Apenas has comido.

Ignorando la observación, Sydney lo recogió todo y volvió a dejar la bolsa en el asiento posterior.

Las sombras proyectadas por los pinos se iban acrecentando. Pronto iba a anochecer.

La tensión aumentó. Sydney apenas podía respirar.

Aunque él no era de aquella región, parecía conocerla bien.

Llegaron a la pequeña ciudad de Ennis. Al cabo de unos minutos, aparecieron delante de una diminuta iglesia con fachada blanca medio oculta tras unos inmensos pinos. El padre Kendall aparcó en la zona reservada para los coches, apartada de la calzada, y apagó el motor.

Incapaz de comprender los motivos por los que la había llevado allí e incapaz de soportar el silencio un segundo más, Sydney dijo alzando la voz:

– Padre Kendall, yo… Yo…

– No me llames por ese nombre -la interrumpió él-. Ya no soy sacerdote. He dejado el sacerdocio.

Sydney se quedó inmóvil.

– ¿Qué has dicho?

– Hace dos meses presenté mi caso a las autoridades eclesiásticas. Ya no soy el padre Kendall y no volveré a serlo nunca.

Sydney no lograba comprender. No podía pensar ni hablar.

– Entiendo tu sorpresa, Sydney. Pero es verdad.

Un súbito incremento de adrenalina la hizo salir del coche. Necesitaba aire fresco con el fin de asimilar lo que él acababa de decirle. Se quedó al lado del coche, rodeándose la cintura con los brazos. Cuando él se aproximó, Sydney alzó sus atormentados ojos para mirarlo.

– ¿Por qué lo has dejado?

El se quedó mirándola durante lo que pareció una eternidad.

– Ya sabes la respuesta a esa pregunta. Me enamoré de ti.

Un profundo sentimiento de culpa la embargó. Su cuerpo entero tembló.

– No, por favor, no me digas eso.

Sus facciones ensombrecieron, haciéndole parecer mayor.

– Sabes perfectamente lo que ocurrió. Y a ti te pasó lo mismo, te enamoraste de mí. Ambos sufrimos en silencio durante nueve meses. Esta noche he roto ese silencio.

Unas lágrimas resbalaron por las mejillas de Sydney.

– Es culpa mía…

Jarod tensó la mandíbula.

– ¿Qué estás diciendo?

– No debí volver a tu despacho después de la primera vez que fui allí con Brenda. Me valí de la excusa de que ella quería que la acompañara para verte. Pero sabía que no debía hacerlo. Durante todo el año escolar seguí engañándome a mí misma, repitiéndome que no había hecho nada malo. Pero sí lo hacía, lo hacía cada vez que te veía.

– Nos ocurrió lo mismo a los dos, Sydney. Yo también hacía lo posible por verte.

La confesión de Jarod la hizo lanzar un leve gemido.

– Si hubiera sido una persona más fuerte, me habría ido de Cannon sin despedirme de ti. Pero en vez de hacer eso, fue a verte una última vez. No debería haberlo hecho.

El beso desesperado que se habían dado tenía un precio, ahora empezaba a comprenderlo.

– Anoche… pensé que habías venido a…

– Sé lo que pensabas -la interrumpió Jarod-. Es comprensible que supusieras eso.

Sydney se cubrió el rostro con las manos.

– Soy una persona horrible. Te tenté sabiendo que habías hecho votos de castidad. No puedo soportar ser el motivo por el que hayas dejado el sacerdocio.

Sydney lanzó un sollozo y continuó:

– Eres un sacerdote maravilloso. Cuando pienso en el bien que has hecho, en cómo ayudaste a Brenda… Me avergüenzo de mí misma. Pensar que mi comportamiento te ha llevado a esto…

Sydney volvió la cabeza bruscamente.

– ¡Jarod, no puedes hacerlo! Tienes que volver a la Iglesia. Diles que estabas equivocado. Estoy segura de que muchos otros sacerdotes han pasado por temporadas de tentación, es humano. Tus superiores lo comprenderán y se alegrarán de que hayas recobrado la razón…

– No lo comprendes, Sydney -la cortó él-. He recobrado la razón. Siempre amaré la Iglesia, pero soy un hombre enamorado que quiere ser tu esposo. Como te dije anoche, he venido tan pronto como he podido. No ha cambiado nada, a excepción de que lo que sentimos el uno por el otro es aún más profundo. Después de verte anoche, no me cabe la menor duda.

Antes de que Sydney pudiera dar un paso atrás, él le puso las manos en los hombros.

– Te he traído aquí para pedirte que te cases conmigo.

CAPÍTULO 3

– ¿Que me case…?

– Sí. Aquí, en esta iglesia. Ya he hablado con el párroco.

– Espera…

Los ojos de Jarod se convirtieron en dos antorchas verdes.

– No quiero esperar. Ya hemos perdido mucho tiempo. No quiero vivir sin ti. Quiero tener hijos contigo.

Sydney sacudió la cabeza y se zafó de él.

– ¡No sabes lo que dices! -exclamó ella presa de un súbito pánico-. Por favor, escúchame. La única razón por la que he accedido a reunirme contigo después del trabajo es para compensar mi egoísmo.

– Sydney…

– Por favor, Jarod, deja que termine.

– Está bien. Continúa.

– Como ya te dije en una ocasión, no practico ninguna religión; sin embargo, respeto a la gente que lo hace. Sobre todo, a ti, por dedicar tu vida al servicio de Dios.

Sydney respiró profundamente y prosiguió.

– Antes de que vinieras a recogerme, decidí pedirte perdón por mi comportamiento en el pasado. Sobre todo, por lo que he hecho últimamente.

Jarod arqueó una ceja.

– ¿Qué has hecho últimamente?

Sydney le contó su último viaje a Cannon.

– Tenía miedo de que estuvieras seriamente enfermo -concluyó ella.

– Estoy seriamente enfermo, estoy enamorado.

– Deja de decir eso. En vista de las dificultades a las que te enfrentas a diario como sacerdote, me siento tremendamente avergonzada de lo que hice. La única razón por la que nuestra relación profesional ahondó fue porque no tuve el valor suficiente para mantenerme a distancia de ti.

– No te tortures así, Sydney. De haber tratado de evitarme, yo habría encontrado la forma de que estuviéramos juntos.

– Eso ya no importa. Tienes que volver a Cannon, por ti y por mí, por los dos. Esta vez, podrías realizar tu trabajo libre de la carga emocional relacionada conmigo.

– Es demasiado tarde -susurró Jarod.

– ¡No, no lo es! -protestó ella con miedo-. No estás pensando con lógica. Jarod, no quiero ser un obstáculo en tu vida, no podría soportarlo. La mayor muestra de amor por ti fue marcharme de Cannon. He vivido quince meses sin ti, aunque reconozco que el sábado pasado fui a verte. Pero te aseguro que soy capaz de vivir sin ti, y algún día, en el futuro, me lo agradecerás. Ahora, por favor, llévame a casa.