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Al momento, Sydney se subió al coche. El cuerpo entero le temblaba al pensar en el papel que ella había jugado en la decisión de Jarod. Por ella, Jarod había abandonado el sacerdocio. Le dolía enormemente sentirse tan culpable.

Al cabo de unos minutos, Jarod entró en el coche.

– Sydney, mírame.

Ella mantuvo la cabeza baja.

– No quiero mirarte. Para mí, siempre serás el padre Kendall.

– Eso no va a cambiar el hecho de que ya no soy sacerdote. Por fin podemos hablar con plena libertad. Puedes preguntarme lo que quieras.

– No me atrevo.

– Eso es porque tienes miedo.

– Es más que eso, un sacerdote no abandona su vocación porque una mujer lo tiente.

– Algunos lo hacen si se dan cuenta de que no pueden centrarse en su trabajo. Cuando uno deja de disfrutar siendo sacerdote, es que ha llegado el momento de abandonar.

Sydney se estremeció.

– En el momento en que te conocí comenzó mi agonía. La agonía tenía que parar.

Un grito de desesperación escapó de la garganta de Sydney.

– Eres demasiado buen sacerdote para dejarlo. Tus feligreses te adoran. Nunca he visto un sacerdote a quien se admire y se respete tanto. No puedo dejar de pensar que nuestra relación te ha hecho darle la espalda a la gente a la que tanto quieres. ¡Sé que la quieres!

– Claro que quiero a la gente. Y siempre será así. Jamás olvidaré que fui el padre Kendall, pero hay otra parte de mí que yacía latente y que despertó la primera vez que entraste en mi oficina. Y si eres honesta contigo misma, admitirás que a ti también te ocurrió.

Era verdad.

La llama de la pasión había prendido el día que ella había acompañado a Brenda a la oficina de Jarod, después de instarla a que hablara con un sacerdote. Consciente de que la adolescente necesitaba apoyo, se había ofrecido voluntaria para acompañarla a ver al sacerdote de la familia.

Al entrar en el despacho, Jarod había levantado la cabeza. Con sólo una mirada a aquel espectacular hombre había sentido un dolor delicioso.

Jamás olvidaría ese momento, pensó Sydney secándose las lágrimas.

– ¿Cómo sabías que no me había casado?

Jarod la miró fijamente.

– No lo sabía, lo presentía. Pero lo supe hace dos meses, cuando la secretaria del instituto me ayudó a localizarte.

Sydney respiró temblorosamente.

– ¿Cómo lo conseguiste?

– Le dije que necesitaba su ayuda para localizar a Brenda y le pregunté si la antigua profesora de inglés de Brenda, la señorita Taylor, seguía en contacto con la chica. Es posible que no sepas que, después de que tú te marcharas, la familia de Brenda se marchó de Cannon.

Jarod se interrumpió brevemente y se pasó una mano por el cabello.

– En fin, resumiendo, la secretaria consiguió el teléfono de tus padres. Llamó a tu madre y ella fue quien le dijo que trabajabas de guardabosque en Yellowstone. La secretaria le preguntó si se te conocía por el apellido de casada y fue cuando tu madre contestó que seguías soltera.

– Ya.

– Hacía mucho tiempo que no nos veíamos, Sydney. Tiempo más que de sobra para que hubiera otro hombre en tu vida.

El tono posesivo de la voz de Jarod la hizo estremecer.

– Estuve tentada de casarme con un hombre que trabaja en el servicio forestal, pero al final…

– No pudiste y fue por mí -la interrumpió él con una nota de satisfacción.

Ya que lo que acababa de decir era la verdad, Sydney no pudo negarlo; sin embargo, seguía sin poder creer lo que estaba ocurriendo.

– Jarod, no podemos hacer esto…

– ¿Hacer qué? -preguntó él con calma.

– Estar juntos.

– Dime por qué no.

Un sollozo escapó de su garganta.

– ¡Porque está mal! Para mí, no eres como los demás hombres.

– Eso espero.

El irónico comentario de Jarod la puso más nerviosa.

– Sabes perfectamente lo que quiero decir -gritó ella emocionada-. Has dejado tu vida por… mí.

– Lo que me dijiste en el despacho el día que te fuiste, ¿lo dijiste en serio?

– No sé a qué te refieres -mentira, claro que lo sabía.

Jarod tomó aire y lo soltó despacio.

– Querías quedarte, pero yo no podía pedirte que lo hicieras mientras fuera sacerdote. Ahora soy libre, no hay nada que nos impida pasar juntos el resto de nuestras vidas. Estamos seguros de lo que sentimos el uno por el otro; ahora, lo que tenemos que hacer es casarnos. Pasaremos el resto de la vida descubriendo lo que haya que descubrir sobre el otro. Nada que no sea el matrimonio nos valdría ya. Podemos marcharnos a cualquier parte. Si quieres quedarte aquí y seguir de profesora, no hay problema. A mí ya me han prometido un trabajo de consejero psicológico en Gardiner; si quisieras dejar tu trabajo, con el mío sería suficiente para mantenernos a los dos.

– Espera -lo interrumpió ella-. Vas demasiado de prisa. Necesito tiempo para reflexionar sobre esto.

Jarod se ladeó hacia ella en el asiento y le agarró suavemente la barbilla. Sydney lanzó un gemido al sentir el contacto.

– Te amo, Sydney. Te amo desde el momento que te conocí. No perdamos más tiempo, la vida es demasiado corta. Quiero pasar el resto de mis días contigo. Dime que a ti te ocurre lo mismo.

La calidez del aliento de Jarod sobre sus labios despertó en ella un deseo devorador.

– Si la respuesta es no, me marcharé y no volverás a verme nunca -añadió Jarod.

Un grito escapó de los labios de Sydney.

– ¿Volverías a la Iglesia?

– No -respondió él con voz desgarrada-. Esa parte de mi vida ha llegado a su fin.

Un nuevo temor se agarró al corazón de Sydney.

– ¿Qué harías entonces?

La caricia de los dedos de Jarod la quemaba ahí donde la tocaba.

– Si no quieres casarte conmigo, no creo que te importe lo que vaya a ser de mí.

La idea de que él desapareciera de su vida para siempre le resultó incomprensible.

– Jarod…

– Por favor, Sydney, contéstame -la urgencia de él la excitó al tiempo que la alarmó.

– Jarod, sabes que estoy profundamente enamorada de ti. Mi vida, sin ti, ha sido desoladora.

– Lo mismo digo -le susurró él junto a sus labios antes de empezar a cubrirle la boca con la suya.

Pero Sydney volvió el rostro y lo apartó de sí.

– ¿Por qué no me dejas que te bese? -preguntó Jarod en voz baja junto al cuello de ella, respirando su aroma.

– Porque el sentimiento de culpa me consume, por eso. El hombre del que me enamoré era un sacerdote. Aún me cuesta creer que hayas dejado el sacerdocio, Jarod. Si quieres que te sea sincera, tengo miedo.

– ¿De mí? -preguntó él con voz tensa.

– Claro que no. De mí. De lo que sentimos el uno por el otro y de las consecuencias.

Sydney le sintió estremecer.

– ¿Cómo podría hacer que dejaras de tener miedo, Sydney? Era hombre mucho antes que sacerdote.

– Tú no eras un hombre normal, Jarod. Tenías una vocación que te diferenciaba de los demás hombres, que te hizo decidir dedicar tu vida a Dios… hasta que aparecí yo -Sydney lanzó un sollozo ahogado-. Nuestra relación me recuerda la que se describe en un libro que leí de adolescente. Se trataba de una mujer que, durante unas vacaciones en el Sahara, se enamora de un hombre.

– Fueron de viaje juntos. Pero la felicidad de ella se transformó en agonía cuando se enteró de que él era un monje escapado de su monasterio, y él acabó no pudiendo soportarse a sí mismo por lo que había hecho. Antes de conocerla a ella, la vida monástica era la única vida que él conocía.

Sydney suspiró antes de proseguir.

– Ella no podía vivir con él en semejantes circunstancias. Al final, lo animó a volver al monasterio y así acaba el libro. Pasé horas llorando cuando acabé.