– Yo también he leído ese libro -susurró Jarod-. Es ficción. Yo no soy un monje y he dejado el sacerdocio después de pedir permiso.
– ¿Y conseguiste permiso?
– Del obispo sí. Del papa todavía no. Del papa quizá no lo consiga nunca. Pero tienes que comprender que yo no me hice sacerdote por los mismos motivos que el personaje del libro.
Sydney sacudió la cabeza.
– Da igual, Jarod. Yo… no puedo con esto. Por favor, llévame a casa.
Sydney sintió un inmenso alivio cuando Jarod puso en marcha el coche. Hicieron el recorrido hasta su casa en absoluto silencio.
En el momento en que llegaron delante de su apartamento, Sydney salió del coche y corrió hasta la puerta. Sin embargo, Jarod logró darle alcance.
– Déjame entrar, tengo que explicarte muchas cosas. Opino que la vida es como un largo viaje. He recorrido muchos caminos, pero aún me falta por recorrer el más importante.
Jarod la miró fijamente antes de proseguir:
– Aunque he sido feliz de sacerdote, he descubierto que me falta algo. Sé que encontraré ese algo contigo. Piensa en ello antes de condenarnos a una existencia amarga.
Las lágrimas empezaron a resbalar por las mejillas de Sydney.
– No me importa lo que digas. Nada en el mundo cambiará para mí el hecho de ser la causa de que dejaras el sacerdocio.
De la garganta de Sydney escapó un ahogado sollozo, pero logró continuar:
– No debí tentarte como lo hice. Pasaré el resto de mi vida pagando por ese pecado. Pero si vuelves al sacerdocio, quizá algún día yo sea perdonada.
El la miró intensamente.
– Para ser una mujer que no es religiosa, te cubres de culpa como si te cubrieses con un manto. ¿Por qué, Sydney? ¿Por qué te castigas de esta manera? Yo he hecho las paces conmigo mismo y con Dios, ¿por qué eso no es suficiente para ti?
– No quiero seguir hablando de este asunto.
Jarod se mordió el labio inferior.
– Mañana iré a recogerte a la salida del colegio. Si entonces sigues sin querer escucharme, me marcharé. Me marcharé el jueves por la mañana y no volveré jamás. Pero si me dejas marchar, pronto descubrirás que a tu vida siempre le faltará algo.
Ella lo vio alejarse. Después de que pusiera el coche en marcha y desapareciese de su vista, se quedó quieta donde estaba, temblando; en parte, debido al fresco de la noche, pero sobre todo por la profecía de Jarod, que le había llegado al corazón. Jarod tenía razón.
A su vida le faltaba algo sin él. Jamás se sentiría completa sin él. Pero para vivir con Jarod, tendría que casarse con un hombre que había dejado el sacerdocio.
Imágenes de Jarod con los hábitos celebrando misa y la comunión le invadieron la mente.
¿Cómo iba a conciliar esas imágenes con las del hombre que llevaba unos vaqueros y una camisa? Dos hombres diferentes en un mismo cuerpo.
Jarod había dicho que la amaba más que al sacerdocio. Pero después de estar casados, ¿cuánto tiempo tardaría en darse cuenta de que había cometido una equivocación?
Aterrorizada, entró en su piso, más atormentada que nunca. En su mente se agolpaban infinitud de preguntas y sólo conocía una respuesta.
Amaba a Jarod sobre todas las cosas.
Sin embargo, se preguntó si su amor sería suficiente para no perderlo nunca.
Si ella alguna vez tenía que dejarlo como la protagonista femenina del libro había hecho, no querría seguir viviendo.
Antes de llegar al hotel, su teléfono móvil sonó. ¿Sería Sydney? Pero una rápida mirada a la pequeña pantalla disipó esa ilusión.
– Hola, Rick.
– ¿Es mal momento?
– No, en absoluto -murmuró Jarod.
– ¿Ha estado con Sydney?
Jarod cerró los ojos momentáneamente.
– Sí.
– ¿Cómo ha reaccionado?
– No muy bien.
– Parece estar atormentado.
– Le he dado hasta el jueves para encontrar el valor necesario con el fin de enfrentarse a la situación.
– ¿Qué ocurrirá si no lo consigue?
– No quiero pensarlo de momento. Bueno, dime, ¿qué tal le va al padre Lane? -Jarod necesitaba hablar de otra cosa para evitar volverse loco.
– El padre Lane está haciendo lo que puede, pero es imposible sustituirle a usted. El teléfono no ha dejado de sonar. Kay dice que todos los feligreses quieren saber dónde está usted y cuándo va a volver. La jerarquía de la Iglesia tendrá que dar una explicación pronto, antes de que la situación estalle.
Jarod bajó la cabeza.
– Lo único que tienen que hacer es decir que estoy de retiro. Después de un par de meses las cosas se habrán calmado.
– No lo creo.
– ¿Cómo está Kay?
– Cuando le dije que se marchaba, pasó llorando el resto de la noche. Por la mañana, cuando se recuperó algo de la sorpresa, me dijo que lo respetaba aún más por saber lo que quería y por hacer algo al respecto. Sabía que yo lo iba a llamar, y me dijo que rezaría por que usted y Sydney acabaran juntos.
– Viniendo de tu esposa, eso significa mucho para mí, Rick.
– Yo también rezaré por usted.
– Necesitaré todos los rezos posibles -admitió Jarod-. Sydney se culpa a sí misma de que yo haya dejado el sacerdocio. Me ha rogado que vuelva antes de que sea demasiado tarde.
– Su reacción es natural. Usted ha tenido quince meses para tomar esa decisión, ella también necesita tiempo para asimilar la situación.
Jarod se frotó la frente.
– He ayudado psicológicamente a cientos de personas, pero jamás he conocido a nadie con el sentimiento de culpa que Sydney tiene. Te voy a ser sincero: no estoy seguro de que Sydney logre superarlo.
– Una conciencia así da muestras de su verdadera personalidad. No me extraña que esté enamorado de ella.
– Es una mujer excepcional.
– Usted también es excepcional. Ya lo verá, acabarán juntos.
– Después de volverla a ver, no puedo imaginar la vida sin ella.
– El amor hace milagros.
– Eso espero, Rick, eso espero. Gracias por llamar.
– Si necesita hablar, ya sabe dónde estoy.
– Lo mismo digo. Buenas noches.
Jarod colgó el teléfono, inmovilizado ante la posibilidad de que el amor no fuera suficiente.
Consciente de que Jarod la estaría esperando cuando acabara, Sydney se sobresaltó al oír el timbre anunciando que la sesión iba a empezar. Tenía los nervios a flor de piel.
El último grupo de padres y alumnos entró en el aula. Los saludó y les dio unos papeles. Estaba a punto de cerrar la puerta para empezar su presentación cuando una persona más se aproximó.
– Jarod… -dijo Sydney perpleja.
– ¡Menos mal que no me has llamado padre Kendall! Es un logro -dijo él en tono bajo.
La descarada mirada de Jarod se paseó por su rostro y cuerpo, cubierto éste con un traje de chaqueta azul marino.
La cara de Sydney se encendió.
No comprendía qué hacía ahí Jarod. Vestido con un traje gris marengo, camisa blanca y corbata gris perla, su belleza viril eclipsaba al resto de los hombres congregados en la estancia. Todos se quedaron mirando a Jarod, en especial las madres y las alumnas.
A todos les sorprendería saber que hasta no hacía nada había vestido hábito.
– ¿Puedo entrar? -murmuró él quitándole el último papel de las manos.
Antes de poder impedírselo, Jarod encontró un asiento al fondo del aula, al lado de Steve Can y sus padres. Steve había sido uno de sus ayudantes juveniles cuando trabajaba de guardabosque.
– Hola, Syd -dijo el chico con una amplia sonrisa.
Sydney no quería que nadie supiera nada sobre su relación con el antiguo sacerdote, y menos Steve, cuyo padre también era guardabosque. Las habladurías correrían como la pólvora. Cuanto menos se supiera sobre su vida, mejor.
Logró colocarse en el estrado y, después de hablar de su programa de educación para ese año, se oyó la voz del director del colegio a través de un altavoz: